Sunday, December 03, 2006

El elemento maléfico

El tema de la apostasía —abandonar un grupo para entrar en otro, repudiar las convicciones políticas de la juventud para suscribir otras en madurez, transitar de una mocedad de izquierda a una militancia más segura y más remunerativa en el invito partido del Estado— no ha sido escamoteado nunca por la narrativa mexicana. El personaje que encarna ese drama (pasar de la edad de la ideología a la edad de la razón presidencial) ha estado aquí y allá, en novelas de José Revueltas, Carlos Fuentes, Martín Luis Guzmán.
Es el caso de Daniel Guarneros, el personaje de Sergio Pitol que comparece en Cuerpo presente (Ed. Era; México, 1990), en el cuento que da título al volumen y que fue escrito en Roma en 1962.
Hacia finales de los años 20 (la campaña vasconcelista), la década de los 30 (la época de Ninfa Santos, el Socorro Rojo Internacional, la recepción de los republicanos españoles, la expropiación petrolera, la esperanza cardenista), Daniel Guarneros vivió una etapa de entusiasmo político. Los años 30 fueron para él lo que los 60 para quienes sintieron en la Revolución cubana un sueño realizado. Sin embargo, más tarde, la vida llevó a Daniel Guarneros por otros derroteros, cuando aceptó un puesto en la Presidencia.
—Ya has dado muchos tumbos, mi viejo —le dijo un amigo de toda la vida—, y no me vengas con historias, es hora de que empieces a sentar cabeza. En todo me hallarás de acuerdo con tus ideas, ¿quién no habría de estarlo?, créeme, el Presidente es el primero. Puedes ya ir dando por hecho que trabajas con nosotros.
“Parecía que aquello le sucedía a otra persona... y no al que escribía, divertido, ante las perspectivas de jugosos sueldos, de una casa frente a las playas de Acapulco, de viejas, de viajes, en una tarjeta sebosa cuyo ángulo izquierdo reproducía el escudo nacional, su nombre, y abajo sus consabidos puntos: licenciado en derecho por la unam, laureado en ciencias económicas en el Collège de France, consejero en el departamento tal de la Secretaría de Hacienda, consejero en el Banco de Crédito Ejidal.”
¿El poder para qué? Para todo. Para vivir más. El poder por su valor de uso y su valor de cambio: el trueque de Fausto y Mefistófeles, el intercambio fatal de los reflectores que en un estadio del Berlín de los años 30 acribillan a Reiner Maria Brandauer en la película Mefisto. El poder, en la obra de Sergio Pitol, como equivalente de lo demoniaco: el elemento maléfico que frecuenta Thomas Mann, el de la tradición faustiana, como puede discernirse en “Del encuentro nupcial”, “Hacia Varsovia”, “Nocturno de Bujara”, y no menos en “Cuerpo presente”.
Pero cuando le comunicaron que esa misma noche se celebraría una junta para trazar el plan de campaña a seguir, “entonces empezó la pesadilla, esa sí muy concreta, muy al alcance de la mano, y el hombre que fue, el desleal, el chambista-arribista-oportunista, el tibio compañero de ruta desapareció del todo para revelar a otro que merecía distintos adjetivos: los que un idioma va acuñando para calificar por ejemplo a la hiena”.
Una noche se encuentra ante una copa de coñac en el bar del hotel Excélsior, en Roma, y empieza a recordar, es decir, a torturarse, en una especie de crisis en espiral descendente e insondable. La frase de un antiguo amor, Eloísa Martínez, resuena en sus tímpanos: “Eres un bicho; de ahora en adelante lo serás cada vez más. El Daniel que amé ha desaparecido para siempre.”
Militante de izquierda cuando joven, funcionario “progresista” ahora, dueño de una fortuna y de innumerables negocios, Daniel Guarneros va reconstruyendo interiormente cómo se fue incrustrando en las estructuras del poder gubernamental. “El alcohol no tenía alcances ni poder para aquietar terrenos de la conciencia convertidos en una pura llaga.”
En vez de responder al abierto reclamo de una rubia estupenda, Daniel Guarneros pensó en ese instante hasta qué punto se detestaba y de qué manera los hechos que conformaban su vida se habían vuelto estúpidos e innobles.
—Mira, primor —se oyó diciéndole a la rubia, ante una nueva botella—, aunque hablaras mi lengua no podrías comprenderme. Éramos muy chamacos y el maestro nos tenía convencidísimos... No se ha repetido en México una generación como la nuestra. Estábamos decididos a entregar hasta el pellejo si se hacía necesario. Nos faltaba claridad en cuanto a los fines, pero así y todo, créeme, nos lanzábamos a hablar en los mercados, en la Universidad, por la calle, por donde podíamos. Muchos fueron a parar a la cárcel, ¡qué importaba! Queríamos cambiarlo todo.
Pitol sabe que el tema ya se ha tratado en la novela mexicana, en José Revueltas y, sobre todo, en La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes: el revolucionario que termina verdaderamente desgastado y se convierte en enemigo de todo lo que defendió. En las novelas de Mariano Azuela y en las de Martín Luis Guzmán desfilan hombres que en la lucha revolucionaria pierden sus ideas sin darse cuenta y se vuelven una copia de aquella clase a la que combatían y detestaban. “Hay una transformación a través de los años y en algunos casos una verdadera traición. Hay un adormecimiento de su ser, de su combatividad y su integridad personal, de su capacidad de indignación y de raciocinio, de su juicio crítico y moral”, me dijo Sergio Pitol en una entrevista de 1968.
Es una constante en la novela mexicana: las antiguas convicciones revolucionarias se convierten en formas casi de rapiña, de apropiación del país.
Sin embargo, su personaje sigue siendo un funcionario “de izquierda” y podría ser, al conservar sólo el discurso progresista, una metáfora individual de lo que sucedió con la Revolución mexicana.
“No”, dice Pitol. “Daniel Guarneros cambió y trata de matar a su ser anterior. Por eso le vienen esas rachas de desprecio por sí mismo, cuando se siente solo. Seguramente cuando se le pasa la cruda, vuelve a ser el hombre de negocios, el empresario, el funcionario aparentemente liberal.”
Pero Daniel Guarneros se justifica diciendo que en su oficina de investigaciones políticas de pronto le salva la vida a una ex compañera, le borra su ficha policiaca, evita que la detengan o la torturen.
No denuncia a Eloísa Martínez en el informe preparado sobre actividades “que comenzaban a considerarse subversivas; relación que pudo hacer mejor que nadie pues tenía para ello datos de primera mano: su colaboración con los otros: comités de apoyo a la expropiación petrolera, grupos de solidaridad con la República Española, organizaciones contra el fascismo, y ella, Eloísa, ¿no había sido miembro del Socorro Rojo Internacional, del Comité de ayuda a Rusia en guerra y demás zarandajas por el estilo? No, no, debía una y mil veces dejar constancia de que no se trataba de una traición”.
Sin embargo, qué difíciles se le hicieron aquellas noches de sudores helados... “Agua que no fluye se estanca”, se repetía y era de los hombres sensatos, avanzar, madurar. “¿Que hubo ese cambio? Bien, sí, sí, lo hubo; evolucionó, se transformó, pero sabía que su destino individual se deslizaba por la corriente de la historia. Los tiempos eran otros: allí residía el meollo de la cuestión que Eloísa y sus vagabundos, alocados compañeros, se negaban a comprender. La época de ninguna manera era la misma. México debía industrializarse, avanzar, desarrollarse, crear capital”.

El paradigma propagandístico

Como vivimos en casa tiempos de propaganda e intolerancia, no está de más evocar en estos días al doctor Joseph Paul Goebbels quien, sin ninguna hipocresía, se atrevió por primera vez en la historia a dar a su oficina de comunicación social el nombre que verdaderamente le correspondía: Ministerio de Propaganda.
Goebbels dio en los años treinta a la mentira categoría de ciencia y arte. Se jactaba, no sin razón, de haber dado al vocablo propaganda una connotación positiva. Antes de él no había habido en el mundo ningún ministerio de propaganda y convenció a Hitler de que lo creara con estas palabras: “Alemania perdió la guerra de 1914-1918 por no haber hecho bastante propaganda”.
Goebbels fue periodista y escritor, oficios que de no coronarse con la gloria intelectual resultan idóneos para las labores de desinformación. Nació en Rheydt, un pueblo de la Renania. Su padre había sido profesor de primaria o representante de una empresa holandesa de navegación por el Rhin. Su apellido, en lengua céltica, significa potro dorado. Desde la adolescencia, el padre de la propaganda moderna —no hay que olvidar que la radio se volvió medio masivo en la década de los treinta— sintió el llamado de las letras. Redactó periódicos manuscritos, cuya mordacidad contra los profesores le costó muy serios disgustos. Estudió filosofía en la Universidad de Heidelberg, bajo la dirección de un catedrático, Gunbold, que era judío. Goebbels también iba a ser profesor, pero, mientras tanto, cultivaba todos los géneros de la literatura y del periodismo. Escribió versos, que no querían publicar las revistas berlinesas, y artículos que los directores no terminaban de leer.
“Diminuto, la faz parda y escuálida, las manos como garras, un pie deforme envuelto en un zapato descomunal” —según lo retrata el estupendo redactor anónimo de una nota aparecida en la revista Tiempo que dirigía Martín Luis Guzmán en 1943 y de la que provienen la mayor parte de estos datos—, Goebbels escribió una novela, Micael, que no fue publicada porque los editores consideraron que su argumento era un plagio. Intentó, por otra parte, y en vano, que el dramaturgo Max Reinhardt, también judío, pusiera en escena sus comedias.
A los 27 años, en 1923, Goebbels consiguió la secretaría del Partido Nacionalsocialista Obrero, el futuro núcleo nazi, de Dusseldeorf. Le daban 200 marcos diarios, que no era mucho dinero debido a la constante inflación. Un año después llegó a la redacción de un diario nazi de publicación casi secreta, el Volkischer Freiheil, y Paul Strasser, un boticario bávaro, corpulento y alpinista, que dirigía a la sazón la propaganda del partido, puso en sus manos una revista sin lectores, la National Sozialische Briefe.
El mismo Strasser recomendó a Goebbels para que colaborara con la jefatura del partido en Berlín. Al principio, rodeado de fornidos guardaespaldas, Goebbels hacía propaganda hablada en las cervecerías de los barrios populares, pero muy pronto se apoderó del periodismo nazi en la capital, arrebatándoselo a su protector Strasser. Ya por su cuenta, el padre de la propaganda moderna fundó un diario agresivo y procaz: Der Angriff (El ataque). Entre 1923 y 1933, resaciéndose de su “larga inetidez”, dice el redactor anónimo de Tiempo, dio a la estampa una docena de volúmenes. En uno de ellos, Del Hotel Kaiserhoff a la Cancillería, cuenta toda la historia del nazismo hasta la asunción de Hitler.
Ya para entonces la muy bien aceitada maquinaria de propaganda de Goebbels andaba a todo marcha y había rendido estupendos frutos, pero, gracias a los recursos del erario público, su importancia se centuplicó. A finales de 1933 costaba al pueblo alemán 200 millones de marcos anuales y su presupuesto fue aumentado en 1941 a mil 200 millones de marcos.
Un ejército de funcionarios, redactores, experiodistas, fotógrafos, encuadrados en dos direcciones generales y 250 negocios, estaba a las órdenes de Goebbels, tan sólo en Berlín. El Ministerio de Propaganda ocupaba en la capital alemana tres grandes edificios emplazados cerca de la calzada de Charlotenburgo. Pronto se apoderó Goebbels del teatro y del cine alemanes, desplazando a propietarios y técnicos del antiguo régimen, aunque fueran ultranacionalistas y ministros de Hitler, como el multimillonario Hugenberg, dueño de una amplia red de periódicos y empresas cinematográficas.
En muchos aspectos el trabajo de Goebbels interfería en el de otros cabecillas nazis, capitanes de espías, como Hermann Esser, director del Departamento de Turismo.
La célebre Orquesta Sinfónica de Berlín, que durante los primeros años de la guerra había recorrido casi todos los países neutrales, recibía órdenes directas de Goebbels.
Los noticieros cinematográficos, especialmente las películas de guerra, como Victoria en el Oeste, se filmaron bajo la supervisión del taumaturgo de la propaganda nazi. Pero lo que en este asunto eran para Goebbels resonantes victorias políticas, “se transformaba por culpa de su donjuanismo faunesco, en contratiempos terribles: no había estrella de la que no intentase hacer barragana, y el empeño le valió más de una paliza”. Futbolistas, boxeadores —a Max Schmeling, el marido de la lindísima Any Ondra, lo explotó hábilmente en el ring y, como paracaidista, en la batalla de Creta—, “ciclistas y andarines estaban también bajo la jurisdicción del maquiavélico enano”, apunta el anónimo redactor.
En su ensayo sobre “El poder y la propaganda en la España de Felipe IV”, que se incluye en Rites of Power, de Sean Wilentz (University of Pennsylvania Press; Filadelfia, 1985), J. H. Elliott escribe: “More recent fashions in research, however, have introduced a nes and not ye fully integrated element into his post-Second World War pinture of the early modern state as a leviathan manqué. Contemporary fascination with the problems and possibilities of image making and ideological control has done much to inspire these fashions, and has helped to stimulate historical inquiry into attempts by those in authority to manipulate public opinion by means of ritual, ceremonial, and propaganda, whether in written, pictorial, or spoken form.
“Contemporary interest in the development of images and symbols by those in power has undoubtedly added an important new dimension to our knowledge and understanding of early modern Europe.”

Tanto en el sentido político como en el militar y el comercial, la información es una de las formas en que el poder se manifiesta y procura perseverar en su ser. Ya lo sabían los asesores de Napoleón y los espías del Tercer Reich. Ya lo han sabido desde hace muchos sexenios los gobernantes de México: se gobierna con los periódicos (aunque su tiraje sea mínimo: un poco más de 2 millones diariamente en toda la República), se consigue aparentemente la gobernabilidad a través de la radio y la televisión, se fabrica una “verdad”, una “realidad”, un “candidato presidencial” con los medios que en el caso mexicano más que de información son de gobernación. Es el valor de la propaganda (ya lo sabía Goebbels) que tanto sirve para imponer —desde un altavoz que aturde a todos los oyentes y dialogantes de la plaza— la versión de lo que aconteció el día anterior o para establecer una verdad electoral o “criminológica”.
Si gobernar es aparentar, como decía Maquiavelo (el padre involuntario de la propaganda, antes que Goebbels), si algo práctico nos enseñan los signos más obvios del actual régimen (1994) en los últimos años es a descifrar una estrategia: la de ir minando poco a poco, gota a gota, día a día, a la oposición.
Lo que nos enseña el descarado despliegue propagandístico es a confirmar, pues, esa estrategia elemental del poder para preservarse a través de muchos instrumentos (de ser posible pacíficos e incruentos, aunque también considere los riesgos calculados de la fuerza intimidatoria) entre los que se encuentran no sólo la compra de votos sino también los medios de información y propaganda.
Ningún gobierno como el del actual sexenio (1988-1994) había puesto tanto interés en su aparato de propaganda e intimidación. Ningún régimen anterior había sido tan sensible a la convicción de que “gobernar es hacer creer”, como postulaba, no sin humildad, el secretario florentino.
Dentro de una estrategia de sobrevivencia, a fin de mantener el poder a toda costa, el actual grupo gobernante ha diseñado, o instrumentado, o aterrizado, como suelen decir sus analistas intelectuales, una muy efectiva política de control de los medios que desde el punto de vista del interés presidencial ha tenido bastante éxito, y si la mayor parte de los mexicanos no lo reconoce, o no se ha dado cuenta del operativo, es porque sus instrumentalizadores son muy zorros. Muy astutos. Muy inteligentes. Tiran la piedra y esconden la mano. Todos lo hacen a escondidas. Montan las cosas, a través de terceros, pero no las actúan.
“El gobierno de Salinas”, escribió Luis Javier Garrido el 14 de agosto de 1992, “al hacer enormes erogaciones para promocionarles lo mismo en el país que en el exterior, confirma así el principio aplicable a todos los regímenes autoritarios: que quienes detentan el poder antidemocráticamente, a fin de poder gobernar, es decir para mantenerse en el poder y aplicar ciertas políticas, no pueden hacerlo sin el arma de la propaganda. No se trata por lo tanto sólo de una obsesión personal por fabricarse una imagen, sino de un requerimiento para ejercer el poder”.
Este proyecto propagandístico, ya consumado, se ha visto en los monumentales gastos en la prensa extranjera (muchos millones de dólares) para propaganda presidencial, en mantener a cientos de periódicos que integran una prensa de Estado —abunda Luis Javier Garrido—, “la cual actúa esencialmente como propagandista del poder”, y en “el abuso personal que hacen sistemáticamente los funcionarios públicos con fines políticos de autopromoción y para pagar propaganda de la dependencia a su cargo, directa o indirectamente, a través de gacetillas, anuncios, desplegados o esquelas”.
Desde 1988, más que antes, la Dirección de esta hazaña de las relaciones públicas ha logrado aglutinar en un solo equipo, en un solo ejército de informadores y deformadores, a medios pertenecientes tanto a la nación como a la iniciativa privada: tanto el periódico El Nacional como Unomásuno, tanto Excélsior, Novedades, El Heraldo, El Día, y la agencia Notimex, como los noticieros (24 Horas, Eco) de Televisa, del Canal 11, de Televisión Azteca y de Multivisión, se coordinan como una sola voz, o más bien: son coordinados como un solo agente de la desinformación que no excluye la calumnia ni la difamación. Este Complejo Propagandístico Gubernamental funciona ahora con una maquinaria tan bien aceitada como en 1988 y seguramente se perfeccionará en lo que resta del siglo.
Sin embargo, no hay que asombrarse tanto de los quehaceres —no siempre éticos, no siempre legales— de un poder que quiere perpetuarse y se siente amenazado. La propaganda, con otros nombres, ha existido prácticamente desde siempre, desde la Edad Media, desde los tiempos de Luis xiv y más tarde con Napoleón, en Francia, disimulada en lo que los militares llaman “guerra psicológica”.
La Congretatio de Propaganda Fide, de la que deriva la palabra, fue un organismo de la Iglesia católica para propagar la fe y combatir la acción de la Reforma. De 1592 a 1585, al papa Gregorio xiii reunió en esa congregación a tres cardenales para estudiar los medios más eficaces de hacer frente al protestantismo, pero en 1622, con la bula Incrustabili divine, Clemente viii instituyó la congregación de Propaganda Fide como un órgano permanente.
Maquiavelo no dedicó un capítulo especial a la propaganda, pero es evidente que está implícita a lo largo de toda su obra y que su teoría bien puede resumirse en la presunción de que “gobernar es hacer creer”, lo cual lo vuelve avant la lettre (y antes que Goebbels) el primer teórico de la propaganda en la historia.
Todo está en Maquiavelo, sabiéndolo leer: por ejemplo esta explicación suya en la teoría del “aparentar”: el Príncipe puede ser infiel a sus compromisos, pero debe parecer fiel. No es necesario que un príncipe posea todas las cualidades, pero es muy necesario que parezca tenerlas, “pues los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos, ya que todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para defenderlos”.
Tal vez la única carta que le queda para sobrevivir al actual grupo gobernante —un conjunto de patriotas, como los siete sumaris, que han tomado al país por asalto, para salvarlo, dicen— sea la propaganda. Y es una buena apuesta. La propaganda es un buen caballo de carreras. Efectivamente, se puede ganar con ella, pero lo cierto es que las sociedades, a la hora de la hora, son imprevisibles. Si hay sociedad civil la propaganda puede pasar, pero también: podría no pasar. Bastaría el freno ciudadano.
Por todo ello desde un innombrable Ministerio de Propaganda se orquestan las líneas editoriales e informativas de la mayor parte de los periódicos y canales de televisión, sean públicos (del Estado) o privados. Para los fines del efecto propagandístico tanto medios particulares como de la nación actúan como un solo ejército, en defensa de la clase gobernante.
La propaganda quiere controlar el futuro inmediato y, si es posible, a largo plazo, pero los pueblos son cajas de sorpresas, y la conciencia ciudadana puede neutralizar sus efectos.
El tema de nuestro tiempo es la propaganda, como nunca antes lo había sido, particularmente en México. No casualmente el hombre más rico del país, Emilio Azcárraga, es un propagandista (imprescindible para la casta en el poder). La globalización de los sistemas de comunicación por medio de satélites no había sido antes tan opresiva como lo es ahora.
Ciertamente lo que cuenta de los medios es su utilización, independientemente de su avanzada tecnología, pero así como en los años 30 entró la radio en los hogares de manera masivo (en Alemania, curiosamente, paralelamente al nazismo) ahora, a finales del siglo, también es el uso propagandístico de los medios audiovisuales e impresos lo que los ha pervertido: durante las 24 horas del día los contemporáneos de la última década del siglo xx reciben cantidades inconmensurables de propaganda disimulada como información o “periodismo”.
Lo que importa de la propaganda es la repetición, el efecto de conjunto. Sus operadores tienen que hacer el mayor ruido posible y el mayor número de veces para acallar los puntos de vista discordantes. No importa lo que diga éste o aquel escritor en un periódico, en una revista. (Vale más, en términos propagandísticos, un minuto de Jacobo Zabludovsky que, por ejemplo, un artículo crítico de Lorenzo Meyer.) La verdad que prevalece es la que promueve el aparato propagandístico del gobierno: la verdad del poder. El trabajo del Ministerio de Propaganda consiste en ir construyendo el presente histórico. El pasado se lo deja a los historiadores del régimen.
Una sociedad electronizada es así mucho más gobernable y manipulable que una sociedad alfabetizada. La masa razona menos si no lee. Por ello la propaganda es más eficaz a través de los medios electrónicos, promotores de una suerte de analfabetismo regresivo que aleja al público de la cultura gráfica. “Analfabetismo di ritorno” llaman al fenómeno los italianos y con esa expresión quieren definir la tendencia de los maass-media que, a través de la radio, la televisión, el cine, el video, difunden una cultura oral y visual que propician en la población el alejamiento de la palabra escrita.
En el caso que padecemos cotidianamente, pero sobre todo en épocas de fraude electoral, una posición optimista podría ser la de Carlos Monsiváis en su artículo sobre el vacío informativo que se le hizo al Exodo por la Democracia, la marcha que venía a la Capital (en 1991) de Tabasco: “Para institucionalizar y normalizar el pensamiento y el sentimiento democráticos hace falta regular de manera pública la intervención gubernamental, clarificar al máximo anuncios y subsidios, abrir la televisión al debate público, crear las presiones ciudadanas que en algo o en mucho disminuyen el monopolio informativo”.
Lo único que puede conjurar el efecto degradante de la propaganda, cuya madre es la mentira, es la barrera ciudadana: la verdad en los medios que, tarde o temprano, se abre paso. La verdad no puede sino prevalecer, porque por sí misma enseña, según decía Torcuato Tasso en La Jerusalén libertad.

De cadaverum crematione

El crimen y las llamas asolaban los diarios,
el país y los espíritus, a los que nada interesaba
tanto. Si al crimen no sucedía algún incendio,
el placer era incompleto.
--Elías Canetti,
Auto de fe.

Los zorros nos gobiernan. Son muy astutos. Difícilmente podría uno imaginar de lo que son capaces de hacer para que no nos demos cuenta de un acontecimiento. Son muy listos. Son muy zorros.
Por eso nos pasó de noche el día en que en un horno crematorio del Departamento del Distrito Federal, el jueves 26 de diciembre de 1991, se incineraron los votos de 1988. Fue como quemar el cuerpo del delito, que en el caso del asesinato podría ser el arma homicida, pero menos metafórico sería decir que fue como achicharrar el cadáver. ¿Por qué? ¿Por qué no nos dimos cuenta?
Porque así hacen las cosas los zorros: a veces a escondidas, a veces con un gran escándalo. Todo depende de que pongan a funcionar o no el Complejo Propagandístico Gubernamental. Son muy inteligentes.
Precavido, muy brillante (estudió en El Colegio de México), Manuel Camacho ya se había negado en agosto de 1988 a que se abrieran los paquetes de las elecciones presidenciales de ese año. Ahora, ahíto de legitimidad, se limitó a facilitar con un horno infalible la cremación de la voluntad ciudadana.
A Sergio Sarmiento no le pareció tan talentosa la jugada: “Si quienes ahora están tomando la decisión piensan que ésta garantizará que la historia olvide las dudas surgidas en torno al proceso electoral de 1988, cometen un grave error. Por el contrario, la destrucción de esta documentación asegurará que la historia registre finalmente como un hecho establecido el presunto fraude electoral de 1988, y que quienes están tomando ahora la decisión se vean simplemente confinados a un papel similar al que, con el paso del tiempo, los historiadores le han reservado a otros quemadores de libros y de documentación histórica”.
Los relámpagos de agosto de 1988 no ablandaron la cara dura de Manuel Bartlett ni el marmóreo y cenizo rostro de Fernando Elías calles, quienes al alimón, luego de “caído” el sistema (de cómputo), iban inventando cifras a las cinco de la madrugada. Ganaban con ello su sobrevivencia en la nómina, sin que ningún mexicano se percatara de la maniobra. ¿Por qué? Porque son muy listos. Son unos zorros. Muy astutos.
El par de alquimistas no sólo confesó el desvanecimiento del sistema el 6 de julio de 1988; también participó en el ocultamiento del 45 por ciento de las actas electorales y de la documentación de mil 434 casillas zapato (cien por ciento de los votos para el pri) junto con las 432 casillas, donde, según los resultados, los votantes cumplieron su obligación ciudadana en 36 segundos cada uno en promedio.
Los eficientísimos zorros del Complejo Propagandístico Gubernamental consiguieron, en efecto, al día siguiente del 26 de diciembre de 1991, que ningún periódico o canal de televisión (estatales o privados se disciplinan ante una orden del cpg) informara sobre la quema de los paquetes electorales.
Sólo en La Afición del viernes 27 de diciembre de 1991, Daniel Robles Luna logró colar en su nota informativa que “la Cámara de Diputados terminó ayer la incineración en un horno crematorio del Departamento del DF de los paquetes de la elección federal de 1988”. Se quemaron en total 10 toneladas de la documentación electoral que ocupaban en el Palacio Legislativo 6 mil metros cuadrados. El notario público 129 dio fe la cremación. ¿Cómo se llama este notario? No les fue concedido a los ciudadanos saberlo, pero se puede investigar.
Al abundar en el “compromiso histórico” que hermana ahora al pan con el pri —para empezar a compartir el poder—, Luis Javier Garrido escribió: “El caso más patético y significativo de este apoyo de la directiva del pan al gobierno lo ha constituido ahora el respaldar la propuesta priísta de incinerar los paquetes electorales de 1988 con el argumento de que nada significaban (20 de diciembre de 1991). Con esta decisión el pan dio un viraje de 180 grados a lo que fue su postura democrática en 1988, y no sólo avaló la consumación última del fraude y la destrucción de evidencias necesarias para la investigación científica: se situó en la línea del salinismo de reescribir la historia”.
Julieta González Irrigoyen, por su parte, no fue la única mexicana indignada por la operación de los zorros. No se aguantó el coraje y publicó una carta: “Las reformas y reformistas a la traqueteada Constitución sirvieron para disimular los verdaderos propósitos —que nunca fueron de enmienda ni mucho menos— de los piístas: desaparecer en el incinerador los paquetes electorales, que reposaban cifras reveladoras. Eran el cuerpo del delito y una vez chamuscados los restos del cadáver de la democracia pregonada en el discurso de 1988 todos recordamos con nostalgia los humos y las cenizas de esa tatema...”.
“...se trata de desaparecer memoria y testimonio de hechos concretos; allí no hay (¿había?) abstracciones ni supuestos viscerales; en los paquetes electorales permanecían impresas cifras, evidencias de una realidad que laceró el espíritu cívico de una ciudadanía que a pesar de los golpes de miseria e impotencia se decidió a elegir por la vía pacífica a sus gobernantes”.
Dijo lo suyo también Néstor de Buen: “...sólo el planteamiento de la posibilidad de destruir los paquetes electorales ha renovado todas las dudas, más que fundadas, acerca de la legitimidad”.
Más allá del cuerpo del delito quiso ir José Antonio Crespo al razonar que ahora “no es sólo la oposición la que habla del fraude de 1988, sino también el gobierno, con su decisión sobre la paquetería electoral. Su quema es el más claro reconocimiento de ese fraude”.
Para la inmolación de la memoria documental y colectiva se eligió calculadamente una semana de dispersión y vacaciones: días de laxitud y desatención civil como los que van del 25 al 31 de diciembre, ideales para las operaciones furtivas, perfectos para hacer cualquier cosa —como los ladrones— sin llamar la atención o actuar de manera vergonzante. En silencio. En secreto. Sin prensa. Sin propaganda.
“Quienes ahora han promovido o respaldado la decisión quedarán históricamente en la fina compañía de los ideólogos nazis y de los miembros de la Inquisición. Y éste es, para cualquier individuo consciente de la historia, un peso muy grande para llevar sobre las espaldas”, lamentó SS.
Pero, en fin, ya que no podemos cambiar la historia, como decía James Joyce, cambiemos de tema.


Crimen y poder

De niños siempre se nos dijo que era malo matar. Crecimos y ese precepto moral o religioso nos seguía pareciendo irrebatible. Al cabo de los años, tal vez en los momentos en los que se llega a lo que solía llamarse la “edad de la razón”, se nos informa con hechos que se vale matar, siempre y cuando se tenga —se ejerza— el poder.
La institución, pues, exime de responsabilidad al gobernante. El estadista que tiene que matar para preservar el poder no padece sentimientos de culpa ni se contrae ante los aguijonazos de una mala conciencia porque antes de asumir el poder debió, en lo más íntimo de su conciencia, resolver la siguiente pregunta: ¿soy capaz de matar? La suya es como la decisión del militar: no es deleznable privar de la vida a nadie si se viste el uniforme de la Patria; tampoco es un crimen si se mata en lucha abierta, en “buena ley”, en el campo de batalla según los patrones de la guerra clásica. La misma Iglesia católica, en la mejor formalidad canónica, justifica la privación de la vida (como la pena de muerte, por ejemplo: ¿no se cruzó de brazos Paulo vi ante el inmimente sacrificio de Aldo Moro?) según ciertas circunstancias y en relación a determinadas necesidades.
Ninguna de estas contingencias está disociada del poder.
La institucionalidad hace posible, entonces, la existencia del Estado impune. Se vale matar si se tiene el poder político (lo cual es como decir poder poderoso, vida vital, economía económica, nieve blanca, sangre roja) y si es necesario —casi siempre lo es— conservarlo. Esto ha sido desgraciada, trágicamente cierto desde la época de Julio César hasta la de Napoleón o la de Trumano o la de Álvaro Obregón y Calles o la de los militares que en su profesión llevan la penitencia de mancharse las manos de sangre.
Por tanto, por mucho que se diga que el poder es una estrategia, un efecto de conjunto, algo que está en juego en todo momento, no hay que perder contacto con sus formas más elementales de ejercicio. El poder es, siempre, en última instancia, poder de matar. parecería el más elaborado, el más sutil uso del poder el que permea las conexiones entre su instancia constituída, formal, y la que en la práctica, de hecho, tiene su vigencia socialmente. Sería el uso político de la delincuencia, según la expresión de Claude Ambroise, por parte del gobierno, como se hace palpable en las novelas de Jim Thompson, en los ensayos de H.M. Enzensberger, E.J. Hobsbawn o Henner Hesss.
Un conflicto más teórico que moral —o más moral que teórico— es el que concierne a la impunidad intrínseca del Estado. Si es malo matar, si es punible privar de la vida a un semejante, ¿por qué el crimen de Estado no merece castigo? Dostoievski no encontraba diferencia alguna entre firmar una sentencia de muerte, desde la distancia impersonal y apoltronada de un escritorio, estallarle las vísceras en los sótanos a un enemigo del Estado, o matar personalmente a un hombre a hachazos.
Tanto la utilización política del hampa como la formación de poderes punitivos, vengativos y políticos, reclaman la atención del ensayista alemán Henner Hess en su libro Mafia y crimen represivo (Akal Editor; Madrid, 1976): allí salva los convencionalismos más rancios de la criminología tradicional para recorrer con ojos nuevos lo que la sociedad ha producido en el campo de la lucha cotidiana por el poder y a través del poder.
La mafia es un sistema de gobierno informal, secreto, dentro del Estado, y su tolerada coexistencia, su complicidad, da cohesión a toda la estructura de poder o aceita sus mecanismos. Es una cultura: un intercambio fluído de favores. Por ello en Henner Hess el crimen represivo quiere designar justamente a esos crímenes que se cometen para la preservación, el fortalecimiento o la defensa de posiciones privilegiadas, en particular las de propiedad y poder.
Hess expone como una forma clásica de crimen represivo el de la mafia siciliana que se desarrolla en un cuadro cultural, antropológico e histórico, muy especial, y cuyas formas de operación, estilos y mecanismos de poder, se han extendido a muchas otras instancias de organización social tanto en la política como en los negocios y en las relaciones culturales y profesionales. El clientelismo propio de la organización mafiosa en la región occidental de Sicilia, es decir, de Palermo a Trapani, al oeste de la isla, o hacia el sur, hacia Agrigento, encuentra sus correspondencias en muchas de nuestras prácticas artísticas, políticas académicas. Es decir, en todas las relaciones en las que se trafican favores, en todos los mercados en los que cotidianamente se dé al poder un valor de uso y un valor de cambio. En el equilibrio que requiere la gobernabilidad, los poderes —el presidencial, el militar, el financiero— se extorsionan unos a otros.
Lo que de hecho existe en la práctica del poder informal, extraestatal, es un modo de ser mafioso: originalmente en Sicilia; hoy en día, en casi todo el mundo. Tiende a confundirse la acción legal del Estado, monopolizador del poder represivo, con la actuación de los grupos dispersos y tolerados, como la mafia o el cacicazgo, que llenan los vacíos de poder estatal en ciertas regiones.
así, la acentuada contraposición entre agrupaciones por un lado e instancias estatales por el otro sirve de criterio fundamental a Henner Hess: hoy se sigue hablando de Estado como si se tratase de una entidad abstracta, pero todo Estado tiene un determinado contenido de clase: la maquinaria del Estado tiene que emplearse, pues, en interés de una clase determinada. Y en donde este aparato estatal resulta demasiado débil como instrumento de dominio, o donde existen contradicciones dentro de la clase dominante —o donde el poder represivo del Estado no llega—, una parte de esa clase dominante puede apoyarse asimismo en medios de poder extralegales, ilegales desde el punto de vista jurídico, como por ejemplo las cosche (alcachofas) mafiosas.
En sus Crónicas mafiosas, Joan Queralt razona que “la mafia ha sido gubernamental de la misma forma que los gobiernos han contribuido a su afirmación como fuerza social en juego. Mafia y poder se han combatido —en una batalla muchas veces más formal que real— para unirse en aquellas otras ocasiones en que sus intereses aparecían vinculados a un proyecto o ambición comunes. Es por ello que, a diferencia de cierto terrorismo externo al sistema de poder, el fenómeno de la mafia de nuestros días debe verse como parte integrante del mismo poder. Un fenómeno interno producto del sistema y, en especial, de su degeneración”.

La cultura de la prefabricación

Ciertamente el poder engendra realidad, manipulándola y sistematizándola, pero también produce fantasías: la ficción, la inventiva, la mentira del poder.
La asociación entre novela y política no es nueva. Lo habitual, sin embargo, es que esta reunión conceptual sugiere el tema de la política en la novela o la relación que podría guardar el escritor con la política. Para otros lo que interesa de la cópula novela-política es más bien algo que tienen en común ambas: su capacidad de invención.
Si la novela es creadora de mundo ficticios, que nunca excederán la dimensión humana, el poder también es fabricante de ficciones. Hay una suerte de circularidad entre la literatura y la vida: dos planos en los que la realidad se convierte en ficción y la ficción en realidad. En el fondo se trata de un antiguo problema: el de la verdad y la mentira, el de la falsedad y la verosimilitud (o credibilidad).
Hay una esfera de la realidad, en la vida de todos los días, en que las cosas se confunden o mimetizan unas entre otras. No se sabe muy bien lo que es una invención o un hecho.
En cierto modo los protagonistas del poder —un procurador de justicia, un policía, un jefe de prensa., un secretario de Estado, un gobernador, un madrina— van construyendo una ficción cuando sueltan o retienen datos a la opinión pública. Ofrecen verdades a medias. Regalan mentiras completas. Cuando mucho su generosidad llega a mostrar una parte de la verdad. Ya lo había sospechado Leonardo Sciascia: “Para quien esté provisto de imaginación, el poder ha adquirido una cualidad fantástica; es realidad que se ha convertido en ficción”.
Los problemas, pues, para el ocultamiento de la verdad, o para su disfraz, desde el punto de vista de un representante del Estado, son muy semejantes a los de un dramaturgo, un cineasta, un novelista, o cualesquiera otros manipuladores profesionales de la realidad. Se trata de volverla verosímil.
Los novelistas dan versiones acerca de las cosas y las personas. Desde su punto de vista, escriben una visión del mundo y de la época que les tocó vivir. Así también, como si fuera un novelista de misterio o un dramaturgo, el Poder trabaja de enigma en enigma y ofrece sus soluciones: la verdad del poder. En 1968 el Poder novelizó a través de la prensa los acontecimientos del 2 de octubre y estatuyó su verdad de los hechos. En cierto modo Gustavo Díaz Ordaz escribió una mala novela sobre la masacre, pero nadie creyó en su versión y todo mundo dedujo, como en aquella obra de Agatha Christie, que el narrador era el asesino.
No fue menos autor de la novela del 10 de junio de 1971 Luis Echeverría, quien en algún momento de su juventud —según recordaba Pepe Alvarado— tuvo inclinaciones literarias. Gran distorsionador de la realidad, talentoso para el disimulo en la misma medida en que alguien es genial para el ajedrez, Luis Echeverría —a quien exculpó Carlos Fuentes— escribió una novela sobre la matanza de los Halcones. Creó personajes: las “fuerzas oscuras”. Imaginó una trama: “un conflicto entre estudiantes”. Y redactó una ficción que confió a un propagandista político de la televisión: “Definitivamente, Jacobo, vamos a investigar, y los culpables serán castigados”.
Con esto se aspira a hacer ver que los usufructuarios del poder son creadores de “realidad”, que muchas veces la “verdad” es como ellos quieren que sea. Véanse los constantes boletines de prensa descalificadores de la Dirección de Comunicación Social de la Presidencia de la República. No es otra la función de un Ministerio de Propaganda. De ahí el carácter mágico de la política. De ahí la necesidad de un Complejo Propagandístico Gubernamental a través de la radio, la televisión y la prensa escrita. Mientras mantienen el poder, sus beneficiarios se comportan como historiadores de lo inmediato, irrebatibles. Su narcisismo no les permite tolerar la mínima disidencia. Los medios de gobernación se ponen al servicio de su “verdad” y reproducen su versión de los hechos. Durante década nadie se atrevió a cuestionar la “verdad” de Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón sobre el asesinato del general Francisco Serrano y sus acompañantes en Huitzilac, Morelos, el 3 de octubre de 1927. Sólo una novela, La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, supo preservar para la literatura —mediante una ficción paralela— el papel de decir la verdad.
Tarde o temprano, sin embargo, la verdad del poder se desvanece. Se tritura con el paso del tiempo. Mientras prevalece, en la medida en que sus autores detentan el poder, hay que saberla leer. El lenguaje y los actos del poder son como criptogramas, como palabras y frases que hay que saber ir descifrando. Los silencios también son signos como las elipsis y las omisiones de los novelistas: son como signos de puntuación. Es la novela del poder.
El caso Buendía está todo en los periódicos. Bastaría saberlos leer. Sobre todo en los diarios de los primeros días de junio de 1984. Las palabras y los hechos se desplazan como peces en una pecera. En las primerísimas crónicas, como la de Raymundo Riva Palacio en Excélsior, ya estaba la novela policiaca de Manuel Buendía. Sólo que había que saberla leer. Seguramente, como en el caso de Francisco Serrano asesinado en Huitzilac, tendremos que esperar 50 años para conocer la verdad.
Sin embargo, el caso Buendía fue teniendo innumerables autores: Victoria Adato, Paz Horta, Renato Sales Gasque, Zorrila Pérez, Jesús Miyazawa, y finalmente el subprocurador especial Miguel Ángel García Domínguez y algunos acusados, como Rafael Moro Ávila. Y es que del poliedro del caso Buendía sólo se permitió ver algunas de sus caras: las que buenamente concedió el fiscal especial en su último informe: un conjunto de verdades parciales que sólo sirvieron para dar más fuerza a la ficción y enriquecer el universo de dudas.
Pero sin duda alguna la práctica de la invención se ejerce con mayor libertad creativa en los casos prefabricados, es decir, cuando se resuelven crímenes prefabricando culpables.
“Los resultados en la resolución son espectaculares por la rapidez y aparente eficacia, pero de desastrosas consecuencias si de seguridad pública se trata. Con cualquier ciudadano se puede fabricar a un culpable, ni siquiera se necesita que tenga antecedentes penales, no hay apelación que valga cuando el mecanismo ha sido puesto en marcha: policías, ministerios públicos, jueces, magistrados y ministros condenan si clemencia y se convierten también en criminales, ya que un crimen es acusar, juzgar y sentenciar a un inocente. Cada crimen resuelto fabricando un culpable tiene por lo menos dos delincuentes sueltos: quien lo metió y quien lo fabricó, aunque éste haya sido premiado por la prontitud en la aparente solución”, ha escrito María Teresa Jardí.
“Decir que las cárceles están llenas de gente inocente no es exagerar en absoluto. Varios crímenes famosos cometidos en los últimos años así se han resuelto. Familias enteras destrozadas, en la miseria, tocando una y otra puerta, que siempre se cierra, mendigando una justicia que debieran poder exigir porque ningún funcionario quiere aceptar que el otro lo hizo mal, a pesar de que se conviertan en cómplices de la impunidad más vergonzosa: aquélla que emana del poder violando una garantía de importancia vital en cualquier democracia de seguridad jurídica.”
Vivimos, pues, en un país en el que no sólo se ve con naturalidad el ejercicio cotidiano de la tortura y el gobierno de las policías sino en el que, además, predomina la cultura de la prefabricación. Todos los días se le monta un delito a alguien. Se le inventan cargos (como en los años dorados de la Inquisición). Se colocan indicios para poder acusarlo. Se prefabrica, con gran imaginación escenográfica, el cuerpo del delito.
Y las elecciones, por lo demás, no son otra cosa que prefabricación. Tanto como la Presidencia misma de la República.

Unidos para progresar

Let me tell you about the very rich.
They are different from you and me.
F. Scott Fitzgerald.

La discreción o el secreto de los ricos mexicanos no ha hecho fácil la tarea de estudiarlos como grupo de poder desde el punto de vista político ni desde la perspectiva de la antropología social.
¿Quiénes son realmente los dueños del país? ¿Hay una diferencia sustancial entre los político y los empresarios en relación a su riqueza acumulada? ¿Quién es el hombre más rico de México: Emilio Azcárraga o Carlos Slim o Hank González, Miguel Alemán o Eugenio Garza Lagüera? ¿Son iguales los ricos capitalinos que los regiomontanos?
¿Realmente Raymundo Gómez Flores se benefició, más que Carlos Slim, del sexenio salinista? ¿Los ricos del df siguen siendo afrancesados, como en el pasado reciente, porfirista y reincidente, o ahora están más bien norteamericanizados, ya que a la menor provocación presumen de su inglés y no ocultan que ignoran el francés?
¿Qué tan ricos son los ricos mexicanos?
¿Son muy ricos? ¿Tanto como los ricos de Houston o como algunos árabes? ¿Cuál ha sido su relación de complicidad —su solidaridad de clase— con los presidentes de la República? El 23 de febrero de 1993 entre 25 y 30 de esos multimillonarios asistieron a una cena en casa de Antonio Ortiz Mena en la que éste, en presencia del Presidente de la República, les pidió que contribuyeran con 25 millones de dólares cada uno para el financiamiento del pri.
Entre las 200 fortunas más grandes del mundo en 1988, según la revista francesa l’Expansion se contaban por lo menos cinco mexicanos: Eugenio Garza Lagüera, Bernardo Garza Sada, Emilio Azcárraga Milmo, Alberto Bailleres y Mario Vázquez Raña.
Aún más, la revista Forbes (julio de 1993) cita a 13 prominentes hombres de negocios mexicanos entre los hombres más ricos del mundo. Emilio Azcárraga aparece como el más importante de México y se le atribuye una fortuna de 5 mil 100 millones de dólares. Carlos Slim figura con 3 mil 700 millones, mientras Bernardo Garza Sada y Eugenio Garza Lagüera son propietarios de más de 2 mil millones de dólares.
Otros afortunados que andan arriba de los mil millones de dólares y que enlista Forbes responden a los nombres de Marcelo Zambrano, Angel Lozada Gómez, Jerónimo Arango, Pablo Aramburozavala, familia Servitje Sendra, Alfonso Romo Garza, Alberto Bailleres, y otros.
“Una política neoliberal sin competencia política o económica, donde el Estado protege a los grandes monopolios —sean estos el pri, Televisa o Telmex—, da por resultado una inequidad monstruosa. Produce fortunas familiares o personales de 3,700 o 2,900 millones de dólares, en un país donde el 46.8 por ciento de los hogares tienen ingresos que no son superiores a tres salarios mínimos, y donde el ingreso per cápita apenas llega a 3,500 dólares anuales”, escribió Lorenzo Meyer el 24 de junio de 1993.
Pero la verdad es que ha sido muy difícil identificar las riquezas individuales de México que más que ostentarse se ocultan, como si fueran mal habidas. No existe aún un Quién es quien en el mundo de las inconmensurables fortunas mexicanas ni se ha editado en México un libro como The rich and the very rich, en parte porque —aunque reservado para ciertos casos de inquisición judicial— aún existe el secreto bancario y porque los ricos mexicanos han sido muy astutos para disimular sus bienes y sus cuentas, que se distribuyen entre diversos nombres de familiares o socios. Admiran mucho a los norteamericanos, les copian muchas cosas, pero no sus virtudes: la práctica, por ejemplo, de manera abiertamente —es decir: legalmente— la cuantía de sus acumulaciones individuales.
Sin embargo, el periodista investigador o el estudiante de antropología que prepara una tesis sobre los ricos mexicanos muy bien puede ir rastreando la identidad de estos tesoreros. Su método podría ser el del análisis y procesamiento de la información (todo está en los periódicos, sabiéndolos leer): recortes de prensa, revistas de negocios o financieras e incluso de modas. Vogue ha dedicado una sección a “hombres destacados”, como Lorenzo Servitje (pan Bimbo) o Moisés Cosío. Town & Country de vez en cuando se ha fijado en los milmillonarios (en dólares) mexicanos para recrear sus páginas. Recuérdese el famoso número de 1980 que tenía en la portada a Mónica Alemán Martell. O revísese su entrega de octubre de 1985 donde aparece el joven Jesús Almada Elías Calles vestido de cazador, con camisa de camouflage, una escopeta Beretta, un jaguar de dos años y su helicóptero matrícula xc-maz en Mazatlán, el reino de los Coppel y los Toledo Corro.
Otras fuentes valiosísimas son la nómina de quienes integran el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios o el recientemente aparecido, publicado por el Fondo de Cultura Económica, libro de Roderic A. Camp: Los empresarios y la política en México: una visión contemporánea. El periodista investigador o el futuro antropólogo social podrían meter en una computadora todos los nombres y apellidos que allí se citan (Vallina, Madero Bracho, Legorreta, Espinoza Yglesias, Slim, Sada Zambrano, Borja, Claudio X. González, Jorge Larrea, Sánchez Navarro, Hank, Reynaud, Arango, Bailleres, Aranguren Castiello, Garza Sada o Garza Lagüera, Cosío, O’Farril, Santamarina, De la Macorra, Ballesteros, Prudencio López, Robinson Bours, Trouyet, Aguilar, y no muchos más) y llegar a establecer fehacientemente quiénes son los cien mexicanos más ricos en este final de siglo.
Por el lado de la informática, pues, es como podría arrancárseles las máscaras a estos milmillonarios en dólares que en México han provocado —con la solidaridad del pri — que los beneficios de la actividad colectiva —según lo ha escrito mil veces Lorenzo Meyer— estén tan escandolasamente concentrados. Sin embargo, una indagación más interesante sería la que dilucidara cuáles son las entretelas, el tejido de relaciones que se tienden entre funcionarios públicos —secretarios y subsecretarios de Estado, cuando menos— y estos afortunados acumuladores... en la compra y venta de empresas paraestatales, verbigratia.
No es necesario ser marxista para darse cuenta de que la verdadera solidaridad de clase se da entre los políticos priístas y los más poderosos multimillonarios mexicanos. No casualmente, el hombre más rico de México, Emilio Azcárraga, es un propagandista, y en la propaganda el grupo gobernante cifra su sobrevivencia en el poder. Junto a sus incuantificables negocios, al lado de las relaciones de poder que constituyen su única lógica, el Programa de Solidaridad (1992) no sólo era una hipocresía: también era una burla de la peor fe.
Lo único que cuenta son las relaciones de poder. No las ideas. Por eso los ricos mexicanos están con el pri y los funcionarios públicos están con los ricos, de tal manera que la novedad de esta segunda presidencia panista (la primera fue la de Miguel de la Madrid, reléanse los estatutos del pan y el programa de Clouthier) ha sido la de desvanecer para siempre las fronteras entre el llamado antes “sector privado” y el que, por pudor, aún guardaba las formas llamándose “sector público”.
Quien lo previó con total clarividencia desde 1976 fue el norteamericano, especialista en “proyectos nacionales”, Russell L. Ackoff, con estas palabras:
“Para afianzarse, los ricos dentro y fuera del gobierno suelen emplear la retórica del cambio y aun de la revolución, pero sus obras contradicen sus declaraciones. Hay una gran sutileza en el hecho de que los ricos de México se las ingenien para mantener la estabilidad del sistema actual y su desigual distribución de la riqueza y las oportunidades.
“Consiguen su propósito dividiéndose en dos campos aparentemente opuestos: el sector público y el privado; ambos se engarzan en un conflicto tan notorio como consciente. Sin embargo, inadvertida o deliberadamente, forman una coalición que obstaculiza cualquier cambio que pudiera mejorar la distribución de la riqueza o de las oportunidades. De ser consciente es posible que esta coalición fuera menos efectiva.”

Post scriptum. El 5 de julio de 1994 se reprodujo en la prensa mexicana una información de la revista Forbes, en la que se asentaba que México ocupó el cuarto sitio con más multimillonarios, después de Estados Unidos, Alemania y Japón.
“De 42 supermillonarios registrados en América Latina, hay 24 mexicanos, encabezados por Carlos Slim Helú (6 mil 600 millones de dólares), Emilio Azcárraga (5 mil 400 millones) y la familia Zambrano (3 mil 100 millones de dólares), cuya fortuna en conjunto es equivalente al presupuesto del Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol) de los últimos cuatro años del sexenio.
“En las primeras 25 mayores fortunas del mundo, por riqueza neta, figuran Carlos Slim en el lugar 12 y Emilio Azcárraga en el 24.”






Encantadores

El rico nació en tercera base,
pero cree que metió un triple.
--Jon Winokur
, The rich are different

—Claro que los ricos son diferentes a nosotros —decía Ernest Hemingway en un mingitorio de París a Francis Scott Fitzgerald, que estaba al lado—. Es que tienen más dinero, ¿no te das cuenta?
Porque Francis Scott andaba obsesionado con los ricos. Fueron su tema primordial toda la vida. Y eso está en sus novelas: en El gran Gatsby, en Hermosos y malditos, y en sus cuentos como “Un diamante tan grande como el Ritz”, y sobre todo “El muchacho rico”. De este último es de donde proceden aquellas célebres frases:

“Let me tell about the very rich. They are different from you and me.”

Son unas líneas en que la idea más o menos es ésta: que los ricos siempre se sentirán mejores que nosotros porque empezaron desde muy temprano a gozar de las cosas de este mundo y no a medias res, es decir, a mitad del camino de la vida, como los nuevos ricos. Nacieron con eso: con la riqueza. Y son muy finos, muy suaves. No se aceleran. No se inquietan. Son muy educados y tolerantes. Son un encanto. Más de fondo, la delicada percepción de Fitzgerald viene a querer decir que en cualquier circunstancia, así sea que esté el amigo rico postrado en una cama de hospital invadido por el cáncer, siempre se sentirá no superior, pero sí mejor que uno. Podrán invitar a cenar a casa a un gran escritor, a un premio Nobel por ejemplo, y lo presumirán ante sus amigos. Bueno, pero casi siempre se considerarán mejor que el laureado escritor. ¿Por qué? Porque no fue rico desde niño (ni de grande).
Los estereotipos no son menos injustos que las generalizaciones. No es que sean muy buenos ni muy cultos ni muy encantadores. Eso depende de cada individuo. En general son bastante planos. Tienden mucho a hablar de trivialidades y hacen del desprecio un arte: miran a través de ti, te borran. Atraen a los secuestradores, a los cazadores de fortunas, a los gorrones y a los intelectuales. Son extravagantes, miserables, arrogantes, pueden mandar matar a alguien y no se les puede comprobar la autoría intelectual, tienen yates, jets, casa en Aspe, departamento en Miami. Pero también se les da a veces la filantropía: dan becas, ayudan a los hospitales, regalan sus trajes usados.
En 1970 en Madrid Juan García Hortelano, el novelista, decía que en los años 50 los narradores de su generación tuvieron que escribir una novela social para decir cosas que no se podían decir en la prensa censurada por la dictadura de Franco. Y las ideas que circulaban en aquella época tendían a presuponer que los ricos eran malos y los pobres, buenos. “Pero eso no es cierto”, decía Juan García Hortelano. “Es todo lo contrario. La novela española entonces era muy maniquea. Presentaba al burgués como un tipo infame y al obrero como a un tipo buenísimo. Me parece una de las tesis más reaccionarias que se puedan sustentar. Falsa, pero sobre todo muy reaccionaria. Porque lo que se debe contar en la novela es que el burgués es un tipo que está muy bien, y cómo no: se levanta hasta que ya no tiene sueño, tiene agua caliente todas las mañanas para bañarse. ¿Cómo no va a andar de buen humor? Es culto, inteligente y suele ser muy simpático, como toda la gente que no tiene demasiada carga de preocupaciones y está relajada y ha recibido su dosis diaria de los diferentes placeres. Lo horrendo consiste en que realmente el obrero es el que tiene mal carácter. Porque si vive sin agua, sin calefacción, de una manera miserable, sin poder aislarse con su señora en la noche porque todos están amontonados, no puede ser simpático, ni inteligente ni tierno ni bueno. Lo que hay que contar es cómo esta relación dialéctica es lo que está mal.”
Ahora, en cosa de dos o tres décadas, el discurso sobre los ricos —así proceda sin juicios ni resentimientos del pensamiento literario— ha cambiado. La palabra burgués ha caído en desuso. No se oye hablar ya de lucha de clases. Los recuentos anuales de revistas como Forbes o Fortune sobre las riquezas individuales —algunas de ellas mexicanas— despiertan el natural asombro, pero el estudio de las fortunas legales ni siquiera despierta la curiosidad de los institutos de investigaciones sociales ni el escrutinio de los periodistas críticos.
Tal vez se está imponiendo la moral del capitalismo o una discreta tolerancia. Finalmente la fortuna personal no garantiza la felicidad. Todos sufrimos y la vida es breve. A lo más que se puede llegar es a cuestionar un tipo de riqueza individual súbita, creada de la noche a la mañana, de un sexenio a otro, pero sólo cuando su legitimidad está en entredicho y afecta a terceros, es decir, al bien común.
A la mejor Fitzgerald estaba equivocado y los ricos no son tan diferentes. Habría que juzgar por individuo y no por clase: ver si han acumulado su riqueza sin explotar a nadie y sin el apoyo de presidentes y secretarios de Estado y gobernadores que están en el poder sobre todo para hacer negocios con sus amigos, privatizando industrias y servicios, transfiriéndose empresas telefónicas y monopólicas, dispensándose quiebras bancarias, en fin, disfrutando de su testaferretería.








Es que somos muy ricos

Aquí todo va de mal en peor.
Juan Rulfo,
El llano en llamas.

En realidad nosotros los ricos somos más ricos de lo que se cree. La lista de la revista Forbes publicada en 1999 apenas recoge con todo rigor una verdad documental, pero no está mal como aproximación y referencia. A siete de nosotros se nos atribuye una fortuna de 20 mil 400 millones de dólares, unos 200 mil millones de pesos. A Carlos Slim, 8 mil millones de dólares, y un poco más de 2 mil millones de dólares a Lorenzo Zambrano, Eugenio Garza Lagüera, Alfonso Romo Garza, Emilio Azcárraga Jean (por herencia), Isaac Saba Raffoul y Ricardo Martín Bringas. Más o menos: una cantidad similar al ingreso de todos los mexicanos en un año, algo así como el 5 por ciento del producto interno bruto que según el INEGI es de 22 mil 600 millones de dólares.
Es natural que estas cifras causen estupor y extrañeza. Muchos creen que no es posible. Balzac creía que detrás de toda riqueza había un crimen, pero esto es un lugar común y más bien se refería al siglo XIX y a Francia. Lo que no se quiere entender es que esta acumulación personal se da dentro de los márgenes más estrictos de la legalidad. ¿Qué culpa tenemos de que los últimos presidentes y un secretario de Hacienda como Pedro Aspe hayan sido tan generosos con nosotros?
En el país de la testaferretería no es posible, dicen. De veras, no es creíble. Y se acumulan las críticas: que así se recompuso el poder y la riqueza en los últimos veinte años, que estas cantidades no se hubieran concentrado sin la cercanía que tuvimos con el gobierno pasado, en fin, que este capital no beneficia a un país donde cerca de la mitad de la población no alcanza a satisfacer sus necesidades mínimas de sobrevivencia: alimentación, vestido, vivienda y, ya no se diga, educación.
Se nos señala con el dedito admonitorio del resentimiento, se disemina la suspicacia y se busca la descalificación ad hominem cuando es un asunto más general, un resultado de la política económica gubernamental y un reconocimiento de que la moral del capitalismo tiene consenso en todos los países. Otra vez se quiere saber cómo se desincorporaron las empresas del Estado y por qué fueron vendidas, en su mayoría, a precios de “chatarra” a “este grupo de prestanombres”. ¿Cómo se realizó la desincorporación de Teléfonos de México y Televisión Azteca y en qué manos fue entregada la banca nacionalizada?
Parece un discurso de los años sesenta: que estamos de nuevo en la Edad Media pagando un tributo a ciertos señores feudales. (Cada vez que usted se echa unos chilaquiles en Sanborns, Carlos Slim es más rico. Cada vez que la da una chupada a su Marlboro, cada vez en habla por teléfono, cada vez que se compra unos cuernos en El Globo, cada vez que se conecta a la red vía Prodigy, cada vez que se compra una camisa en Sears, cada vez que adquiere un disco en Mixup, Carlos Slim es más rico.) Pero lo cierto es que en ninguna parte del mundo se sospecha ya que entre los grandes capitales haya una confabulación en marcha para explotar a los miserables. Esta teoría conspiracionista es tan absurda como la de los comunistas que nos venían a decir que nuestra fortuna era ilegítima y producto de la explotación. Las cosas no son tan esquemáticas. Ya nadie habla de burgueses ni de lucha de clases.
Si lo que les inquieta es el problema de la testaferretería —la forma más imaginativa y perfecta de hacer las cosas dentro de la ley— pues que se lo encomienden al Poder Legislativo, que para eso está. Hay muchas formas de disimular una fortuna y de esconderla en el mundo, en las islas Caimán, en Singapore, en Luxemburgo, y de pasear y triangular el dinero de un lugar a otro, pero eso no tiene nada que ver con quienes de manera transparente y abierta hemos creado riqueza dentro de la más irreprochable legalidad. En el IPAB, por ejemplo.
Lo que debería hacer ahora el Presidente es una concesión más: la del agua. Si lo que los excita es la eficacia, ¿por qué no concedernos a los ricos no sólo el suministro del agua de la ciudad de México sino de todo el país, con todas sus presas y sus ríos? ¿Por qué no darle la concesión del agua a Carlos Slim?


El secretario administrativo

No tengo pruebas, pero tengo ideas.

No es ningún consuelo tomar en cuenta que Francia, el último de los países con verdadero Estado, la patria de los enciclopedistas, de Montesquieu y P. L. Courier, la nación que en la letra constitucional antepone los intereses generales por encima de los particulares, también esté gangrenada por la corrupción. ¿Quién lo hubiera imaginado?
“Existe en kinoterapia lo que se llama un punto ciego: la parte que no vemos de nuestro cuerpo. El delito de dinero es el punto ciego de nuestra época, una dimensión invisible”, escribe Eva Joly en Notre affaire à tous.
La juez instructor del Tribunal de “grande instance” en París reflexiona con asombro y coraje cómo en las más altas esferas del gobierno todo el aparato de la justicia se estrella contra el muro infranqueable de las simulaciones jurídicas y el uso de testaferros. Como en México, también en Francia la apropiación indebida de los dineros públicos se realiza dentro de la ley. Se aprovecha siempre la ambigüedad de la ley. Se utiliza siempre la coartada de la legalidad.
Detrás de una puerta se abre otra, y otra, hasta que va apareciendo un laberinto, cada vez más complejo y extenso si se siguen abriendo puertas.
Una de las figuras claves dentro de esa red que se escuda en la “normatividad” es la del oficial mayor, el jefe de intendencia o el secretario administrativo. Son quienes verdaderamente ejercen el presupuesto. En ellos deposita su “confianza” el jefe porque si no los deja hacer le pueden, para extorsionarlo, construirle un fraude, un peculado, una licitación incorrecta. Les teme y los necesita.
El secretario administrativo es el que va a legalizar el saqueo hormiga de las arcas públicas, con un equipo de abogados pero, sobre todo, de contadores públicos, que para eso estudiaron. “Todo se puede”, dicen ellos.
La inveterada práctica, desde los tiempos de Miguel Alemán, Ruiz Cortines, López Mateos, Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De La Madrid, Salinas, no parece haber cambiado con la “alternancia”. El secretario administrativo, o su equivalente en otras dependencias, es el que se arregla con las agencias de autos y lleva su “comisión”. Es el que se va inventando asesorías fantasma, de treinta, cincuenta mil pesos, a nombre de las esposas de sus amigos o de parientes de su jefe. El “titular” de la aviaduría firma los recibos y comparte el cheque con el secretario administrativo. Todo se puede.
La construcción es de los rubros que más les deja. Deciden de pronto embellecer sus oficinas, pintar, poner lámparas, comprar sofás y alfombras y televisores. Se amarchantan en la florería de una comadre. Todo lleva su comisión y en cosa de dos o tres años el secretario ya tiene residencia como de secretario de Estado. Se le rodea de honorabilidad, se le hacen cenas, porque el secretario administrativo es el que reparte. Es el que cubre al jefe. Lo mantiene dentro de la “normatividad”. Roba para su jefe y en compensación el jefe lo deja robar a él. Todo es legal en los documentos. Siempre hay pruebas y justificaciones. Y las propiedades se van poniendo a nombre de parientes y amigos. Se aceptan regalos de proveedores, pero se facturan. Ah, y sobre todo, les encantan los “sobreprecios”, los presupuestos inflados. “Dí que cobras 300, pero, ya sabes, sólo vas a recibir 250.” La “sobrefacturación” es su especialidad.
Esto sucede en las secretarías más poderosas, con más dinero, presupuesto, pero también en organismos descentralizados donde se manejan muchos millones de dólares, en el campo federal y también en el de los gobiernos estatales y municipales. Y no tiene la menor importancia que la administración esté en manos de priistas, panistas o perredistas. Los políticos son los políticos. Su “diferencia” partidista o ideológica es meramente retórica.
No hay manera de agarrarlos por ningún lado. Son unos genios. Para eso estudiaron.
Se ve ya con la mayor naturalidad que cada año, en los informes sobre la corrupción en el mundo, México aparezca entre los primeros lugares. Y no es que no se pueda hacer nada. En Helsinki las autoridades se las han ingeniado para identificar las simulaciones legales y a los prestanombres, que son las claves del mecanismo. Van a los personajes y a los lugares que se amparan en una factura. Cotejan los números. Preguntan quién es quién, por qué Fulanita es asesora. ¿Asesora de qué, de planchas?
Tal vez podría proponerse legislativamente una reglamentación especial para el secretario administrativo. No sólo estudiar la documentación en la que “justifica” sus bienes, su casa, sus residencias en Cuernavaca, en Tepoztlán o Zihuatanejo, sino sus propiedades en el extranjero. No sólo revisar sus papeles de declaración de bienes antes y después de su gestión sino ir a los lugares reales donde disfruta de sus “ahorros”. No darse por satisfechos sólo con los papeles. Algún instrumento podrían inventar nuestros diputados de cien mil pesos mensuales.
“De lo que se trata es de organizar un esfuerzo jerarquizado que nos permita conocer la lógica de las grandes operaciones de corrupción que están vinculadas a los mecanismos de articulación del poder”, pensaba, cuando ejercía por la libre, Adolfo Aguilar Zínser. “Ese es el sentido del combate a la corrupción: no castigar, aislada e individualmente, a los funcionarios que abusaron de sus cargos, sino desmantelar la estructura de poder que se conformó a partir del tráfico de influencias y de la impunidad.”
Y algo ha de tener este expolio cotidiano con la contabilidad de la justicia social. La sangría de los recursos públicos no puede ser que no afecte la distribución de la pobreza. Es una cuestión de aritmética: de suma y resta. El que sabe sumar sabe dividir.

Los privilegios secretos

Pocos días antes de morir en el aeropuerto de Nápoles, en 1952, Lucky Luciano aceptó hablar en los pasillos con un reportero. El célebre gángster había purgado ya diez años de cárcel en una prisión federal del estado de Nueva York entre 1936 y 1946 cuando el gobierno de Washington decidió condonarle la pena para que, con sus contactos con la mafia en Sicilia, ayudara al desembarco de los aliados. Sólo se le pudo acusar de administrar una red de prostitución y no de otros crímenes en los que estuvo implicado.
El año 2000 la revista Time lo incluyó entre las personalidades más significativas del siglo, junto a otros empresarios. Y cuando el periodista le preguntó si volvería a hacer lo mismo en su vida, si se le diera la oportunidad de regresar el reloj a los años 30, Luciano le respondió:
—Sí, pero dentro de la legalidad. Tal vez demasiado tarde me di cuenta de que para hacer un millón de dólares de manera chueca se necesita tanta inteligencia como para hacer un millón honesto. En nuestros días para robarle a la gente basta solicitar una licencia. Si se me diera de nuevo la oportunidad de rehacer mi vida, me aseguraría primero de conseguir esa licencia. Haría lo mismo, pero dentro de la ley.
Luciano tenía muchos talentos, pero carecía de la malicia y de la sabiduría de los políticos. Ahora que la temporada de elecciones ha reactivado la previsible denuncia de la corrupción, incluso en boca del candidato priísta, sólo un ciudadano ingenuo podría darle crédito a la consabida retórica de campaña. Son las mismas palabras de José López Portillo, Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Luis Donaldo Colosio, Ernesto Zedillo: huecas, perversas, tediosas, cínicas. Los escritores de sus discursos repiten ad nauseam los mismos lugares comunes, a pesar de la riqueza teórica que se ha acumulado entre nuestros historiadores y politólogos más conspicuos, desde Daniel Cosío Villegas hasta Lorenzo Meyer. Podríamos considerarnos, incluso los lectores de periódicos, especialistas en el tema de la corrupción. Y muy poco de nuevo se puede añadir.
Esta impotencia, teórica y práctica, obliga de todos modos a imaginar si no una salida al menos un remedio parcial a fin de desmantelar en lo posible la enorme red de complicidades que se han convertido en gobierno a partir del tráfico de influencia y de impunidades vinculadas a los mecanismos de articulación del poder.
“Carlos Hank González no es una persona, es una red de complicidades”, le dijo una vez a Ciro Gómez Leyva el senador Adolfo Aguilar Zínser. “El sentido del combate a la corrupción no es castigar a los funcionarios que abusaron de sus cargos, sino desactivar la estructura de poder que se articuló con sus influencias y su impunidad. No vamos a ganar porque él vaya a la cárcel; vamos a ganar porque un poder así quedaría disuelto. Incluso, podríamos no mandarlo a la cárcel, pero necesitamos que su estructura de poder quede desmantelada, despojándolo de sus mecanismos de ejercicio del poder.”
Por eso es interesante la percepción de Lucy Luciano: nos permite ver que la apropiación de los bienes de la comunidad, especialmente en el caso mexicano, se realiza dentro de lo que el licenciado Farell Cubillas llama la “normatividad”. Es una práctica incuestionable desde el punto de vista jurídico y contable. Los abogados, los contadores, y sobre todo los secretarios administrativos, son los que saben llevar los libros de la manera más correcta. Técnicamente ni siquiera podría hablarse de “corrupción”. Todo se puede. No hay erogación que no se pueda justificar: las pensiones de Gurría y de Espinosa Villarreal, los quince millones de dólares perdidos de la campaña de Colosio, los donativos al PRI por parte de Cabal Peniche, los altísimos sueldos de los funcionarios y de los consejeros electorales (que ganan 140 mil pesos mensuales), más los famosos “bonos” que se otorgan a discreción. Nada está mal hecho. Todo tiene una coartada legal, aunque no se sepa de ella. A la hora de la hora el licenciado Farrell Cubillas aparece para refrendar que todo est· dentro de la normatividad. Son privilegios secretos y, además, ningún funcionario —federal o de los estados o de los municipios— vive la canonjía como algo indebido, porque est· en la corrupción como dentro de su propia piel.
No se sabe cómo la plaga de los exgobernadores sigue haciendo negocios con sus amigos en el poder. Todo es tan secreto como legal. A los ojos de la Comisión de Programación y Presupuesto de la Cámara de Diputados, las erogaciones extraordinarias son tan ambiguas que permiten a un funcionario público hasta pagar la cuenta de su sastre.
“No hay parámetros para conocer el sueldo real de los funcionarios públicos, pues existen partidas en el presupuesto que, en la práctica, representan percepciones extras y son un engaño para los legisladores”, ha dicho el diputado panista Felipe de Jesús Cantú.

Los nuevos bucaneros

No sabemos muy bien qué pensar acerca de Fox y el proceso de integración económica y cultural de México a Estados Unidos en primer lugar porque la integración no está por iniciarse sino que ya se dio desde hace por lo menos quince años y en segundo lugar porque Fox no parece ser más proyanki que Carlos Salinas y Ernesto Zedillo juntos.
Hace tiempo que México está ya integrado a Estados Unidos y no nos hemos dado muy bien cuenta. Nos pasó de noche. La idea que por lo demás el Presidente electo tiene de la globalización no difiere de la que racionalizan los jefes de gobierno tercermundistas apoyados por el Banco Mundial y “aconsejados” por el Fondo Monetario Internacional.
En principio, dice el discurso de este nuevo imperio modernizado y extranacional, la globalizacón es buena porque promueve el crecimiento económico, crea empleos, alienta la competitividad de las empresas y consigue precios más bajos para los consumidores. También permite que los países pobres, con inyecciones de tecnología y capital extranjeros, puedan despegar económicamente, aunque sea un poco, para aspirar desde ahí a una mínima vida democrática y de respeto a los derechos humanos. Ese es el “consenso de Washington que aceptan” sin chistar casi todos los gobernantes del continente. Fox no menos que Zedillo.
Pero los críticos de la globalización —o mundialización, según los franceses— creen que ese crecimiento puede ser depredador e injusto. Los empleos que “crea” la globalización muchas veces son menos seguros que los medios de subsistencia que abolió. Las economías débiles que se insertan en el sistema global no se vuelven más fuertes; se vuelven más dependientes, más vulnerables a los espejismos del siempre volátil y nunca del todo reglamentado capital internacional.
En muchos países los beneficios del crecimiento económico están tan mal distribuidos que exacerban las tensiones sociales, y conducen más a la represión que a una mejor democracia. No es cierto que la marea ayude a todas las lanchas; más bien sólo empuja a los yates.
Lo curioso de la nueva composición de poder es que en el proyecto de globalización no son los gobiernos los que marcan la pauta sino las empresas multinacionales. Ha vuelto el tiempo de los piratas. Son los poderes extranacionales, las empresas que preferirían navegar sin bandera, las que quieren imponer su interés por encima de los estados y de los ciudadanos.
Los políticos en Estados Unidos, dice Lori Wallach, no son más que una cámara de comercio internacional para las compañías multinacionales que, por otra parte, se han confabulado en la Organización Mundial de Comercio.
El propósito esencial de estas empresas que quieren irse por la libre, al margen y por encima de los gobiernos nacionales, es quitar de su camino cualquier legislación “que frene el crecimiento”. Esa agrupación, la World Trade Organization, fue precisamente la que fue cuestionada en Seattle en el año 2000. Y ésa es una novedad de nuestro tiempo y de la nueva cultura política. La protesta civil tiene que ser ahora una protesta informada, ilustrada y técnica. Para poner en entredicho las “verdades” de la globalización es necesario estudiar economía y en algunos casos haber trabajado en un banco de esos “mundiales”.
En algunos países el capital y las empresas mandan más que los gobiernos: de salirse con la suya, la organización de comercio habría conseguido la derrota de la democracia.
Son los casos de dos mujeres admirables: Lori Wallace, de 36 años, y Juliette Beck, de 27. Por lo que se ve en el discurso de estas críticas del capitalismo el lenguaje ha cambiado y no necesita de los slogans del marxismo de antaño. Su réplica es técnica, saben de qué están hablando, son capaces de discutir técnicamente con un gerente de la General Motors o un funcionario del Banco Mundial.
“El nuevo imperialismo es que todo el mundo está controlado y gobernado por las compañías transnacionales”, dice Lori Wallace.
No es cierto que la salida de la globalización sea la única, como creen casi todos los presidentes subordinados, sobre todo ahora que con la guerra en Afganistán el imperio se ha expandido como nunca.
“El país de crecimiento más rápido en el mundo es China, y tiene la economía más cerrada. Otra cosa: durante la crisis financiera asiática, todos los países que siguieron las órdenes del fmi, la omc y de Clinton —Tailandia, Corea, Filipinas— quedaron destrozados. Los dos países que se negaron a hacer caso al fmi —China y la India— salieron adelante”.

Criminalidad financiera

El poder financiero ha entrado en una dimensión fantástica: gobiernos, empresas transnacionales y mafias del crimen organizado se han constituido en la Santísima Trinidad que se ha apropiado del mundo.
La afirmación parece demasiado simplista y recuerda aquella frase periodística de los años 60: basta enviar a un ejecutivo de Citibank con un portafolio para ocupar un país. No se necesitan ya ni soldados ni aviones ni tanques.
Tan invisible como vertiginoso, este poder formidable escapa a las categorías políticas y emocionales con que antaño nos indignábamos. Se nos podría juzgar impotentes, incapaces de salir del sueño propio de las tierras de conquista, como si odiáramos a quienes nos quisieran despertar, “aunque sea para ofrecernos los más hermosos regalos”.
Este entrecomillado procedente de El Gatopardo, nos recuerda otro comentario emitido de paso por otro de los personajes de T. G. di Lampedusa: “Hace años que somos colonia, y no lo digo lamentándome: la culpa es nuestra. Pero estamos cansados y también vacíos”.
Porque ésa ha sido la sensación al contemplar alelados, atónitos, hechos unos imbéciles, la compra de Banamex por Citibank, empresa que acumula y acumula acusaciones por lavado de dinero. Es un acontecimiento sin antecedentes en la historia. Es la toma de un país en la que unos mexicanos, otra vez, ayudan a los extranjeros. Y, aparte, hemos de pagarles por lo menos treinta y cinco mil millones de pesos por el compromiso de Fobaproa. “Se llevan libres de polvo y paja 12 mil 500 millones de dólares, casi la misma cifra en que el Estado vendió hace pocos años toda la banca”, dice el economista José Luis Calva (La Jornada, 22 de mayo de 2001).
La operación —que no ha conmovido del todo a esta sociedad inconmovible, tan noble y tan tolerante— se inserta en la lógica de nuestro tiempo: ante el debilitamiento del Estado nación y la retórica de la soberanía relativa, los flujos de dinero negro y legal se van mezclando de un banco a otro, de un continente a otro, de una isla a otra, en triangulaciones legales e ilegales que escapan a cualquier sistema legal nacional. No triunfó el socialismo, es cierto, pero reina la piratería de cuello blanco y corbata negra, de Mercedes Benz y de jet privado. Inimputable. Dentro de la ley.
La pobreza y las crisis de America Latina, África, Asi y Rusia, no son ajenas a este entramado de bancos centrales y de correspondencia que funcionan en los países más acreditados. La explicación de James Petras es tan plausible como aterradora. Mutatis mutandis, para ahorrarle las comillas al lector, Petras sostiene que la creciente polarización del mundo se encuentra arropada en un sistema de crimen organizado y de transacciones financieras corruptas. El lavado multimillonario de dinero sirve tanto para apuntalar la prosperidad de Occidente como a la estabilidad financiera del imperio estadunidense… en una nueva forma de capitalismo construido en torno al pillaje, el crimen, la corrupción y al contubernio (no funcionaría sin la complicidad de los representantes del Estado). Los traslados masivos de capitales de los países apercollados a bancos de Europa y de Estados Unidos ha generado un empobrecimiento masivo, inestabilidad económica y crisis recurrentes.
No está solo en estas percepciones. También Christian de Brien en Le Monde Diplomatique de abril de 2000, piensa que al permitirse al capital brincar sin control de un país a otro se ha favorecido la explosión de un mercado financiero fuera de la ley, en una tierra de nadie en la que ningún estado puede ejercer la coercibilidad. La expansión capitalista se ha visto lubricada por la gran criminalidad (la de la trata de blancas, la piratería informática, el tráfico de cannabis, cocaína, heroína y pastas sintéticas, secuestros, proxenetismo de mujeres y niños, contrabando de licores, medicamentos, tabaco, falsificación de monedas y de facturas, fraudes fiscales y desviaciones de créditos públicos, tráfico de objetos de arte y antigüedades, de autos robados, de especies protegidas y órganos humanos, de armas y desechos nucleares).
Socios en el archipiélago planetario del lavado de dinero (las islas Caimán, a un ladito de Cancún y abajo de Cuba; las Aruba, las Bermuda, las Turcos y Caicos, y otras en otras latitudes), gobiernos, compañías bancarias, mafias, y empresas multinacionales, prosperan con las crisis ajenas y la entelequia de la soberanía.


La isla del tesoro

Se presume que es un tema sólo comprensible para los “ingenieros financieros”, poseedores de un saber críptico, no disponible para el común de los mortales. Pero en términos de composición de poder extranacional, el archipiélago planetario de la criminalidad financiera no tiene tanta ciencia. Basta ver cómo se colocan las piezas y cómo las manejan los corredores de bolsa, los narcotraficantes (pioneros de la globalización), los vendedores de armas, los banqueros, los gerentes de empresas transnacionales, los políticos en funciones, los secretarios administrativos, et al. Incluso países tan decentes como la Gran Bretaña, Holanda y, ah, of course, the United States of America, se sirven de sus excolonias para triangular y legalizar operaciones echándole dinero limpio al dinero sucio.
“Para disimular un mayor monto de recursos públicos no declarados en el saneamiento del banco Inverlat, se triangularon fondos fiscales a través de las islas del gran Caimán, reconocidas como uno de los refugios más utilizados para limpiar dinero debido a su laxa reglamentación y normatividad”, escribió Israel Rodríguez en La Jornada el 23 de julio.
Mario di Costanzo, exsecretario técnico de la Comisión para Investigar el funcionamiento del IPAB, dijo que los operadores de esta intrincada red fueron Gabriel Reyes Corona, Eduardo Fernández y el exsecretario del extinto Fobaproa, Javier Arrigunaga. La movida fue inyectarle 2 mil 500 millones de dólares a Inverlat para su posterior venta al canadiense Banco de Nueva Escocia.
Ciertamente en la era de la electrónica y la globalización no cuenta mucho que un lugar esté cerca o lejos, pero tal vez algunos mexicanos no estén muy conscientes de que las islas Caimán están a un pasito de Cancún, y todavía más a la mano de Cozumel: a media hora de vuelo y a dos horas desde Miami. La Grand Caymán se encuentra abajo de la isla de la Juventud en Cuba y en la ruta aérea que va de Cancún a Montengo Bay, en Jamaica.
En The Firm (“El despacho”), la película basada en la novela de John Chrishman, Tom Cruise se mete en la inocente isla turística y comprueba que su despacho de abogados en Memphis está en la licuadora de las cuentas y subcuentas que se mueven sólo para reciclar los fondos ilegales con los legales en múltiples triangulaciones, de un paraíso fiscal a otro, para que sea imposible el rastreo de su origen. Las mismas técnicas y los mismos circuitos sirven para perder por el mundo los remanentes de las campañas políticas, los guardaditos de los fraudes fiscales, las ganancias de las multinacionales, gracias en gran parte a la revolución tecnológica de las comunicaciones. Un mundo nuevo. Todo en aras la expansión capitalista lubricada con las utilidades del gran crimen organizado que escapa a cualquier tipo de control nacional o internacional. Tan sólo la red de telecomunicaciones financieras mundiales interbancarias, conocida como Swift, que agrupa a 4,000 mil bancos, realiza al día diez millones de transferencias codificadas.
El archipiélago del capitalismo triunfante y delictivo se despliega por arriba y por debajo de Cuba. Las islas Bermudas, las Bahamas, las Turcas y Caicos (inglesas), las islas Vírgenes, Las Caimán, Jamaica, la República Dominicana, Aruba (holandesa), Barbados, Granada, Antigua y Barbuda, Anguilla, hacen posible por su impunidad inventar legalmente sociedades fantasma. Basta tener un fólder en el archivo de algún abogado.
Basta tener un fólder en el archivo de algún abogado. Las Caimán forman parte de los restos del imperio británico, que así se beneficia del lavado de dinero, tanto como las islas Turcas y Caicos, que se localizan un poco hacia el norte de la República Dominicana.
Instrumentos teóricos no faltan. La Procuraduría General de la República lleva ya dos libros publicados sobre el lavado de dinero: La experiencia francesa y la movilización internacional en la lucha contra el lavado de dinero y Criterios y análisis de lavado de dinero. Compendio legislativo. Son de distribución gratuita y pueden solicitarse a la pgr. Si a alguien le interesa.
Otra información valiosísima es la que aparece en Le Monde Diplomatique en su número de abril de 2000, dedicado a la criminalidad financiera y la mercado de la ley. Véanse los artículos de Christian de Brie y de Jean de Maillard. Si los estados permiten este casino de las mafias y las empresas transnacionales y bancarias no es porque no sepan cómo está la jugada. Pero no se esmeran mucho. Al fin y algo cabo todo se hace dentro de las más estricta legalidad. Otra vez: la coartada de la legalidad.
En las islas Caimán. Allí pueden los bancos reducir artificialmente su tributación y gestionar el patrimonio opaco de sus mejores clientes. Esta zona de tolerancia, de la que se sirvió Inverlat, constituye uno más de los paraísos fiscales, territorios “dañinos” y refugio para el blanqueo de capitales, y un extraordinario negocio para la banca española. ¿Y por qué no para la “mexicana”?

México en dos

Pinocho seguía durmiendo y roncando,
como si sus pies fueran de otro.
--
Carlo Collodi, Las aventuras de Pinocho

Supongo que cada quien tiene su modo de vivir el país y sus tragedias. Hay muchos Méxicos pero están en éste. Hay por lo menos 33 México, y tantos como cada mexicano quiera inventar el México que le convenga o satisfaga sus necesidades imaginativas, políticas, o propagandísticas. A mediodía del martes 4 de enero de 1994, por ejemplo, le pregunté al chofer del taxi que me llevaba por la avenida Madero cómo veía la situación de Chiapas y me contestó: “Perdón, ¿qué es lo de Chiapas?”
Me sentí como enfrente de aquel señor al que se le está incendiando su casa por atrás y él está en el porche muy a gusto en su mecedora. Y tuve la triste sensación de que una gran parte de los mexicanos (por sus conversaciones, por sus comentarios), a más de 72 horas de los acontecimientos en Chiapas (la toma de San Cristóbal de las Casas, Altamirano, Ocosingo, por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional) no se había enterado. Porque no leen periódicos, porque no les interesa, o porque no perciben la gravedad y la trascendencia de los hechos.
Otras personas, muchas, me dieron la impresión, estando enteradas, de que no les preocupaba tanto, que no le daban tanta importancia, pues eso sucedía muy lejos y pronto sería conjurado por la vía militar porque no era más que la rebelión de unos inditos manipulados. No captaban el cambio de coloración en todos los grandes temas nacionales, la nueva percepción de los tres candidatos a la presidencia (Colosio se volvió un fantasma indistinguible de Diego y de Cuauhtémoc), el mentís al neoliberalismo que también ha fracasado en la Inglaterra de la Thatcher y en los eu de Reagan y Bush.
Sentí que vivíamos en dos México, no sólo en la bipartición geográfica del país escindido en el sureste miserable y despiadadamente explotado, y el norte norteamericanizado y criollo, sino en dos estratos de la conciencia nacional: el México que le duele a unos y el México que a nadie le importa.
Además, por el sistema de la mentira y el discurso esquizoide (Patrocinio González Garrido, secretario de Gobernación, dice que se abrirán los archivos de 1968 y después se echa para atrás, el secretario de la Defensa dice que los soldados no dispararon contra los estudiantes en 1968 y reinventa la realidad con un montaje videomanipulado), uno tiene la sospecha de que vive en un país desmembrado, sin conexiones, sin vasos comunicantes, sin ligamentos entre las rodillas y los codos, sin arterias entre las extremidades y el tronco, entre la cabeza y el pecho, una especie de Pinocho tirado sobre una cuneta de la carretera. Si alguien le aplasta un dedo, el resto del organismo no reacciona. Así sucedió con el cuerpo de Pinocho cuando dormía y se le quemaron los pies de madera.
Pero Chiapas vino a pegarle a boca de jarro al programa de Solidaridad y a todas sus derivaciones propagandísticas. Fue una pedrada, como dijo alguien, en la mera frente del salinismo. vino a demostrar que la sociedad es una caja de sorpresas, un organismo impredecible, y que no se puede controlar el futuro ni la realidad con la propaganda televisiva. El sistema de la mentira, tarde o temprano, termina por caerse como un costal de piedras.
El narcisismo del poder ha incurrido en una regresión tan infantil que ha creído que se puede programar el porvenir a través de la propaganda, es decir, a través de Televisa y sus nuevas 62 repetidoras (para eso se las dieron). Pero, como ya se ha visto, el México de Zabludovsky no es el México de Juan Rulfo. El México oficial —prefabricación del Poder por medio de la propaganda— no es el mismo que el México real.
Ciertamente la propaganda no es mala apuesta para conservar el poder a toda costa, pero, como lo ha demostrado la rebelión en Chiapas, con los pueblos nunca se sabe por dónde va a saltar la liebre. No es lo mismo el México que José María Córdoba (el asesor presidencial en 1994) ha tenido en la cabeza que el México de San Cristóbal de las Casas.
Otra noche, para mayor abundamiento en el tema de la esquizofrenia nacional, ese zorro de la propaganda política de cuyo nombre (Jacobo Zabludovsky) nadie quisiera acordarse decidió que los transgresores no eran mexicanos. Con su fingida “naturalidad”, jz24 hablaba del ejército mexicano para referirse a las fuerzas regulares, como cuando durante la guerra civil española Franco se refería a sus tropas “nacionales” o “españolas” mientras los demás eran los “rojos”.
“¿Quién está detrás?” fue otra de las directrices propagandísticas que siguió JZ24. El obispo de Cuernavaca y el poeta Jaime Sabines también se preguntaron quién está detrás. Pero ¿quién está detrás de Jacobo Zabludovsky? ¿Por qué nadie se pregunta quién está detrás de Jaime Sabines y del obispo de Cuernavaca? Los criollos blanquitos de la capital ni siquiera concedemos a los indígenas la capacidad de rebelión y aquí resurge nuestro soterrado racismo de toda la vida. Es decir, no les concedemos la calidad de personas ni de hombres. Son inditos. Sólo si alguien los manipula son capaces de ser.
Por eso a veces, al leer los periódicos y sufrir la televisión desinformativa de Azcárraga, uno siente que las partes del cuerpo nacional están desarticuladas. El brazo de la Baja California se vive como una prótesis apenas enganchada en la clavícula de Sonora. Hay una columna vertebral que corre con todas sus articulaciones y nervios como el ferrocarril de México a Chihuahua —con vagones rotos, sin mantenimiento—, pero que no une las partes.
No se toca el peroné de Quintana roo con el fémur de Campeche ni con la rótula de Yucatán. No hay ligamentos. No hay vasos comunicantes. Las costillas de Durango y Zacatecas andad volando tanto como las costillas colgantes de Aguascalientes. Y no hay esternón que las sostenga. El ilíaco del df está solo como una isla, con su red de agujeros, su concentración de poder y de soberbia, su descomposición de lugar. Solo, allá arriba y al centro, a 2,750 metros sobre el nivel del mar, el Poder se afantasma incuestionablemente y sagrado, único, en una planicie de la que asoma —entre la nata de smog— su dedo para inventar un México inexistente.



El paliacate rojo

De todas las fotografías que le dieron la vuelta al mundo durante los primeros días de 1994 sin duda una de las más impactantes fue aquella en la que unos guerrilleros del ezln con paliacate al cuello miran al cielo el paso de los aviones. La escena, captada por el fotógrafo Julio Candelaria, tuvo lugar en el Comité Municipal del pri en Altamirano, Chiapas, y apareció en la primera página de El Norte el 4 de enero.
El mismo periódico los lectores pudieron ver al día siguiente a uno de los nuevos zapatistas con el rostro enmascarado: cubierto con la tan querida prenda mexicana de la cabeza al pecho y unos toscos agujeros en el paliacate a la altura de los ojos (foto del mismo Candelaria o de Luis G. Gallegos). En algún otro diario se vio también a los rebeldes en formación, recorridos de enfrente hacia atrás por una columna roja de paliacates que a cada uno le cubría la cara de la nariz hacia abajo como si fueran cowboys.
Y es que el paliacate, que ya usaba José María Morelos en la cabeza, es una pañoleta de trabajo: recoge el sudor del cuello y lo mantiene fresco. En campaña es una pieza esencial del equipo de todo soldado: le sirve para sotenerse un brazo o hacerse un torniquete en caso de sangrar; le es útil para ocultarse el rostro y con ello diluir el estigma individualista del caudillismo. Pero, ¿de dónde viene este pañuelo, la prenda más querida de los chinacos en los tiempos de la intervención francesa? Lo más probable es que el primero haya llegado en la nao de China pues sus estampados dibujos son hindúes. En efecto, la cuadrada pañoleta de algodón que ahora se ha convertido en un símbolo revolucionario —como el turbante de los palestinos o la gorra frigia de los franceses— debe su nombre a una ciudad de la India: Palicat o Paliacate, o mejor: Pulicat, situada a unos 35 kilómetros al norte de Madrás, en el golfo de Bangala. Ya en 1788, según nos ilustra el Breve diccionario etimológico de la lengua española, Bernardin de Saint-Pierre hablaba de los “mouchoirs de Paliacate” en su libro Paul et Virginie.
En Venezuela, los encapuchados que protestaban en las calles caraqueñas y arrojaban piedras a los policías durante el año fatídico de 1993 aportaron al estilo rebelde de este final de siglo una novedad imaginativa: la camiseta como capucha, que se confecciona de inmediato estirando las dos mangas cortas y amarrándolas por detrás de la cabeza mientras el gran orificio del cuello se extiende a los lados formando una ranura para los ojos como en el pasamontañas.
La carga histórica y mitológica —Bartolomé de las Casas, Emiliano Zapata— que ha venido acompañando el gesto de los revolucionarios en Chiapas ha sido el lenguaje no hablado, no verbal, que más fuerza e identidad le ha dado a su causa, no menos que al paliacate rojo que a partir de ahora nunca volverá a ser el mismo. La escena en el Comité Municipal del pri en Altamirano es la imagen de la toma misma del poder, a los ojos de cualquier mexicano, al menos simbólicamente. Nunca se hubiera visto esta foto en tiempos de López Mateos o de Adolfo Ruiz Cortines, que es más o menos cuando el parasitario partido todavía andaba con vida.
Por esta carga simbólica —el mito y la leyenda universal de Zapata—, y no sólo por las estupendas relaciones de los reporteros (como las conmovedoras crónicas de Jaime Avilés), asistimos durante la primera semana de 1994 a un fenómeno de aceleración de la historia. De la noche a la mañana nos cambiaron la película, los personajes y el argumento. Nos movieron el piso a los criollos. Nos propusieron otro país. Nos invitaron a volver a pensarlo. Todo cambió en la percepción de los mexicanos. Se pigmentó de otra manera, se redimensionó la visión que teníamos, por ejemplo, de los tres candidatos. De algún modo empequeñecieron y se igualaron, se volvieron intercambiables, porque a partir del 1 de enero de 1994 asistimos a una nueva composición de poder, a otra invención —creativa, imaginativa— del poder.
Los comunicados del ezln y el lenguaje (cartas, entrevistas) del subcomandante Marcos han venido a cambiar las reglas del juego y los códigos de comunicación e interpretación con los que normalmente se entendían o se confundían los productores y los receptores de la palabra política. Han venido a llenar de contenido el discurso político que estaba vacío y desde hace muchos años languidecía en una retórica de significantes huecos y de mentiras. Han confirmado cuál es la palabra que tiene verdadero poder de comunicación: la palabra de la verdad, que es la que realmente le pega al imaginario colectivo.
El suyo es un discurso de estructura simbólica, como dice un poeta amigo mío, tiene relación directa con el mito y por ello ni los intelectuales ni los políticos han podido descifrarlo; porque viene cargado de la escatología cristiana de San Agustín, tiene un aire del Popol Vuh y un eco del Chilam Balam de Chumayel, de los muertos de Juan Rulfo (la muerte como sujeto actuante, latente), y se vale del cambio de sujeto hablante como en la novela de James Joyce: pasa del yo de los zapatistas al yo de Marcos, sin que haya hablante fijo.
Eso no es un discurso político. Es un discurso literario. Y por eso ha dejado a la víbora cascabelando. “En el escenario de la simulación que es México, donde la rutina de la mentira política y literaria, el disimulo y la alcahuetería ejercitan a diario la danza de las mil máscaras, es un enorme acto de justicia poética que un enmascarado haya devuelto transparencia a las palabras”, dice Blas Cota.
“Como rayo en cielo sereno, las cartas de Marcos han regresado a la literatura a su condición de sierva, no de las ideologías, sino de los actos de la vida, al respaldar su palabra de verdad con el riesgo extremo de la muerte. Su triunfo no es, pues, obra de la retórica, ni de la publicidad, ni de ningún otro artificio literario, aunque se valga de ellos. Es obra de la coherencia entre las palabras y los actos, un triunfo de la moral.”