Sunday, December 03, 2006

El secretario administrativo

No tengo pruebas, pero tengo ideas.

No es ningún consuelo tomar en cuenta que Francia, el último de los países con verdadero Estado, la patria de los enciclopedistas, de Montesquieu y P. L. Courier, la nación que en la letra constitucional antepone los intereses generales por encima de los particulares, también esté gangrenada por la corrupción. ¿Quién lo hubiera imaginado?
“Existe en kinoterapia lo que se llama un punto ciego: la parte que no vemos de nuestro cuerpo. El delito de dinero es el punto ciego de nuestra época, una dimensión invisible”, escribe Eva Joly en Notre affaire à tous.
La juez instructor del Tribunal de “grande instance” en París reflexiona con asombro y coraje cómo en las más altas esferas del gobierno todo el aparato de la justicia se estrella contra el muro infranqueable de las simulaciones jurídicas y el uso de testaferros. Como en México, también en Francia la apropiación indebida de los dineros públicos se realiza dentro de la ley. Se aprovecha siempre la ambigüedad de la ley. Se utiliza siempre la coartada de la legalidad.
Detrás de una puerta se abre otra, y otra, hasta que va apareciendo un laberinto, cada vez más complejo y extenso si se siguen abriendo puertas.
Una de las figuras claves dentro de esa red que se escuda en la “normatividad” es la del oficial mayor, el jefe de intendencia o el secretario administrativo. Son quienes verdaderamente ejercen el presupuesto. En ellos deposita su “confianza” el jefe porque si no los deja hacer le pueden, para extorsionarlo, construirle un fraude, un peculado, una licitación incorrecta. Les teme y los necesita.
El secretario administrativo es el que va a legalizar el saqueo hormiga de las arcas públicas, con un equipo de abogados pero, sobre todo, de contadores públicos, que para eso estudiaron. “Todo se puede”, dicen ellos.
La inveterada práctica, desde los tiempos de Miguel Alemán, Ruiz Cortines, López Mateos, Díaz Ordaz, Echeverría, López Portillo, De La Madrid, Salinas, no parece haber cambiado con la “alternancia”. El secretario administrativo, o su equivalente en otras dependencias, es el que se arregla con las agencias de autos y lleva su “comisión”. Es el que se va inventando asesorías fantasma, de treinta, cincuenta mil pesos, a nombre de las esposas de sus amigos o de parientes de su jefe. El “titular” de la aviaduría firma los recibos y comparte el cheque con el secretario administrativo. Todo se puede.
La construcción es de los rubros que más les deja. Deciden de pronto embellecer sus oficinas, pintar, poner lámparas, comprar sofás y alfombras y televisores. Se amarchantan en la florería de una comadre. Todo lleva su comisión y en cosa de dos o tres años el secretario ya tiene residencia como de secretario de Estado. Se le rodea de honorabilidad, se le hacen cenas, porque el secretario administrativo es el que reparte. Es el que cubre al jefe. Lo mantiene dentro de la “normatividad”. Roba para su jefe y en compensación el jefe lo deja robar a él. Todo es legal en los documentos. Siempre hay pruebas y justificaciones. Y las propiedades se van poniendo a nombre de parientes y amigos. Se aceptan regalos de proveedores, pero se facturan. Ah, y sobre todo, les encantan los “sobreprecios”, los presupuestos inflados. “Dí que cobras 300, pero, ya sabes, sólo vas a recibir 250.” La “sobrefacturación” es su especialidad.
Esto sucede en las secretarías más poderosas, con más dinero, presupuesto, pero también en organismos descentralizados donde se manejan muchos millones de dólares, en el campo federal y también en el de los gobiernos estatales y municipales. Y no tiene la menor importancia que la administración esté en manos de priistas, panistas o perredistas. Los políticos son los políticos. Su “diferencia” partidista o ideológica es meramente retórica.
No hay manera de agarrarlos por ningún lado. Son unos genios. Para eso estudiaron.
Se ve ya con la mayor naturalidad que cada año, en los informes sobre la corrupción en el mundo, México aparezca entre los primeros lugares. Y no es que no se pueda hacer nada. En Helsinki las autoridades se las han ingeniado para identificar las simulaciones legales y a los prestanombres, que son las claves del mecanismo. Van a los personajes y a los lugares que se amparan en una factura. Cotejan los números. Preguntan quién es quién, por qué Fulanita es asesora. ¿Asesora de qué, de planchas?
Tal vez podría proponerse legislativamente una reglamentación especial para el secretario administrativo. No sólo estudiar la documentación en la que “justifica” sus bienes, su casa, sus residencias en Cuernavaca, en Tepoztlán o Zihuatanejo, sino sus propiedades en el extranjero. No sólo revisar sus papeles de declaración de bienes antes y después de su gestión sino ir a los lugares reales donde disfruta de sus “ahorros”. No darse por satisfechos sólo con los papeles. Algún instrumento podrían inventar nuestros diputados de cien mil pesos mensuales.
“De lo que se trata es de organizar un esfuerzo jerarquizado que nos permita conocer la lógica de las grandes operaciones de corrupción que están vinculadas a los mecanismos de articulación del poder”, pensaba, cuando ejercía por la libre, Adolfo Aguilar Zínser. “Ese es el sentido del combate a la corrupción: no castigar, aislada e individualmente, a los funcionarios que abusaron de sus cargos, sino desmantelar la estructura de poder que se conformó a partir del tráfico de influencias y de la impunidad.”
Y algo ha de tener este expolio cotidiano con la contabilidad de la justicia social. La sangría de los recursos públicos no puede ser que no afecte la distribución de la pobreza. Es una cuestión de aritmética: de suma y resta. El que sabe sumar sabe dividir.

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