Sunday, December 03, 2006

El elemento maléfico

El tema de la apostasía —abandonar un grupo para entrar en otro, repudiar las convicciones políticas de la juventud para suscribir otras en madurez, transitar de una mocedad de izquierda a una militancia más segura y más remunerativa en el invito partido del Estado— no ha sido escamoteado nunca por la narrativa mexicana. El personaje que encarna ese drama (pasar de la edad de la ideología a la edad de la razón presidencial) ha estado aquí y allá, en novelas de José Revueltas, Carlos Fuentes, Martín Luis Guzmán.
Es el caso de Daniel Guarneros, el personaje de Sergio Pitol que comparece en Cuerpo presente (Ed. Era; México, 1990), en el cuento que da título al volumen y que fue escrito en Roma en 1962.
Hacia finales de los años 20 (la campaña vasconcelista), la década de los 30 (la época de Ninfa Santos, el Socorro Rojo Internacional, la recepción de los republicanos españoles, la expropiación petrolera, la esperanza cardenista), Daniel Guarneros vivió una etapa de entusiasmo político. Los años 30 fueron para él lo que los 60 para quienes sintieron en la Revolución cubana un sueño realizado. Sin embargo, más tarde, la vida llevó a Daniel Guarneros por otros derroteros, cuando aceptó un puesto en la Presidencia.
—Ya has dado muchos tumbos, mi viejo —le dijo un amigo de toda la vida—, y no me vengas con historias, es hora de que empieces a sentar cabeza. En todo me hallarás de acuerdo con tus ideas, ¿quién no habría de estarlo?, créeme, el Presidente es el primero. Puedes ya ir dando por hecho que trabajas con nosotros.
“Parecía que aquello le sucedía a otra persona... y no al que escribía, divertido, ante las perspectivas de jugosos sueldos, de una casa frente a las playas de Acapulco, de viejas, de viajes, en una tarjeta sebosa cuyo ángulo izquierdo reproducía el escudo nacional, su nombre, y abajo sus consabidos puntos: licenciado en derecho por la unam, laureado en ciencias económicas en el Collège de France, consejero en el departamento tal de la Secretaría de Hacienda, consejero en el Banco de Crédito Ejidal.”
¿El poder para qué? Para todo. Para vivir más. El poder por su valor de uso y su valor de cambio: el trueque de Fausto y Mefistófeles, el intercambio fatal de los reflectores que en un estadio del Berlín de los años 30 acribillan a Reiner Maria Brandauer en la película Mefisto. El poder, en la obra de Sergio Pitol, como equivalente de lo demoniaco: el elemento maléfico que frecuenta Thomas Mann, el de la tradición faustiana, como puede discernirse en “Del encuentro nupcial”, “Hacia Varsovia”, “Nocturno de Bujara”, y no menos en “Cuerpo presente”.
Pero cuando le comunicaron que esa misma noche se celebraría una junta para trazar el plan de campaña a seguir, “entonces empezó la pesadilla, esa sí muy concreta, muy al alcance de la mano, y el hombre que fue, el desleal, el chambista-arribista-oportunista, el tibio compañero de ruta desapareció del todo para revelar a otro que merecía distintos adjetivos: los que un idioma va acuñando para calificar por ejemplo a la hiena”.
Una noche se encuentra ante una copa de coñac en el bar del hotel Excélsior, en Roma, y empieza a recordar, es decir, a torturarse, en una especie de crisis en espiral descendente e insondable. La frase de un antiguo amor, Eloísa Martínez, resuena en sus tímpanos: “Eres un bicho; de ahora en adelante lo serás cada vez más. El Daniel que amé ha desaparecido para siempre.”
Militante de izquierda cuando joven, funcionario “progresista” ahora, dueño de una fortuna y de innumerables negocios, Daniel Guarneros va reconstruyendo interiormente cómo se fue incrustrando en las estructuras del poder gubernamental. “El alcohol no tenía alcances ni poder para aquietar terrenos de la conciencia convertidos en una pura llaga.”
En vez de responder al abierto reclamo de una rubia estupenda, Daniel Guarneros pensó en ese instante hasta qué punto se detestaba y de qué manera los hechos que conformaban su vida se habían vuelto estúpidos e innobles.
—Mira, primor —se oyó diciéndole a la rubia, ante una nueva botella—, aunque hablaras mi lengua no podrías comprenderme. Éramos muy chamacos y el maestro nos tenía convencidísimos... No se ha repetido en México una generación como la nuestra. Estábamos decididos a entregar hasta el pellejo si se hacía necesario. Nos faltaba claridad en cuanto a los fines, pero así y todo, créeme, nos lanzábamos a hablar en los mercados, en la Universidad, por la calle, por donde podíamos. Muchos fueron a parar a la cárcel, ¡qué importaba! Queríamos cambiarlo todo.
Pitol sabe que el tema ya se ha tratado en la novela mexicana, en José Revueltas y, sobre todo, en La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes: el revolucionario que termina verdaderamente desgastado y se convierte en enemigo de todo lo que defendió. En las novelas de Mariano Azuela y en las de Martín Luis Guzmán desfilan hombres que en la lucha revolucionaria pierden sus ideas sin darse cuenta y se vuelven una copia de aquella clase a la que combatían y detestaban. “Hay una transformación a través de los años y en algunos casos una verdadera traición. Hay un adormecimiento de su ser, de su combatividad y su integridad personal, de su capacidad de indignación y de raciocinio, de su juicio crítico y moral”, me dijo Sergio Pitol en una entrevista de 1968.
Es una constante en la novela mexicana: las antiguas convicciones revolucionarias se convierten en formas casi de rapiña, de apropiación del país.
Sin embargo, su personaje sigue siendo un funcionario “de izquierda” y podría ser, al conservar sólo el discurso progresista, una metáfora individual de lo que sucedió con la Revolución mexicana.
“No”, dice Pitol. “Daniel Guarneros cambió y trata de matar a su ser anterior. Por eso le vienen esas rachas de desprecio por sí mismo, cuando se siente solo. Seguramente cuando se le pasa la cruda, vuelve a ser el hombre de negocios, el empresario, el funcionario aparentemente liberal.”
Pero Daniel Guarneros se justifica diciendo que en su oficina de investigaciones políticas de pronto le salva la vida a una ex compañera, le borra su ficha policiaca, evita que la detengan o la torturen.
No denuncia a Eloísa Martínez en el informe preparado sobre actividades “que comenzaban a considerarse subversivas; relación que pudo hacer mejor que nadie pues tenía para ello datos de primera mano: su colaboración con los otros: comités de apoyo a la expropiación petrolera, grupos de solidaridad con la República Española, organizaciones contra el fascismo, y ella, Eloísa, ¿no había sido miembro del Socorro Rojo Internacional, del Comité de ayuda a Rusia en guerra y demás zarandajas por el estilo? No, no, debía una y mil veces dejar constancia de que no se trataba de una traición”.
Sin embargo, qué difíciles se le hicieron aquellas noches de sudores helados... “Agua que no fluye se estanca”, se repetía y era de los hombres sensatos, avanzar, madurar. “¿Que hubo ese cambio? Bien, sí, sí, lo hubo; evolucionó, se transformó, pero sabía que su destino individual se deslizaba por la corriente de la historia. Los tiempos eran otros: allí residía el meollo de la cuestión que Eloísa y sus vagabundos, alocados compañeros, se negaban a comprender. La época de ninguna manera era la misma. México debía industrializarse, avanzar, desarrollarse, crear capital”.

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