Crimen y poder
De niños siempre se nos dijo que era malo matar. Crecimos y ese precepto moral o religioso nos seguía pareciendo irrebatible. Al cabo de los años, tal vez en los momentos en los que se llega a lo que solía llamarse la “edad de la razón”, se nos informa con hechos que se vale matar, siempre y cuando se tenga —se ejerza— el poder.
La institución, pues, exime de responsabilidad al gobernante. El estadista que tiene que matar para preservar el poder no padece sentimientos de culpa ni se contrae ante los aguijonazos de una mala conciencia porque antes de asumir el poder debió, en lo más íntimo de su conciencia, resolver la siguiente pregunta: ¿soy capaz de matar? La suya es como la decisión del militar: no es deleznable privar de la vida a nadie si se viste el uniforme de la Patria; tampoco es un crimen si se mata en lucha abierta, en “buena ley”, en el campo de batalla según los patrones de la guerra clásica. La misma Iglesia católica, en la mejor formalidad canónica, justifica la privación de la vida (como la pena de muerte, por ejemplo: ¿no se cruzó de brazos Paulo vi ante el inmimente sacrificio de Aldo Moro?) según ciertas circunstancias y en relación a determinadas necesidades.
Ninguna de estas contingencias está disociada del poder.
La institucionalidad hace posible, entonces, la existencia del Estado impune. Se vale matar si se tiene el poder político (lo cual es como decir poder poderoso, vida vital, economía económica, nieve blanca, sangre roja) y si es necesario —casi siempre lo es— conservarlo. Esto ha sido desgraciada, trágicamente cierto desde la época de Julio César hasta la de Napoleón o la de Trumano o la de Álvaro Obregón y Calles o la de los militares que en su profesión llevan la penitencia de mancharse las manos de sangre.
Por tanto, por mucho que se diga que el poder es una estrategia, un efecto de conjunto, algo que está en juego en todo momento, no hay que perder contacto con sus formas más elementales de ejercicio. El poder es, siempre, en última instancia, poder de matar. parecería el más elaborado, el más sutil uso del poder el que permea las conexiones entre su instancia constituída, formal, y la que en la práctica, de hecho, tiene su vigencia socialmente. Sería el uso político de la delincuencia, según la expresión de Claude Ambroise, por parte del gobierno, como se hace palpable en las novelas de Jim Thompson, en los ensayos de H.M. Enzensberger, E.J. Hobsbawn o Henner Hesss.
Un conflicto más teórico que moral —o más moral que teórico— es el que concierne a la impunidad intrínseca del Estado. Si es malo matar, si es punible privar de la vida a un semejante, ¿por qué el crimen de Estado no merece castigo? Dostoievski no encontraba diferencia alguna entre firmar una sentencia de muerte, desde la distancia impersonal y apoltronada de un escritorio, estallarle las vísceras en los sótanos a un enemigo del Estado, o matar personalmente a un hombre a hachazos.
Tanto la utilización política del hampa como la formación de poderes punitivos, vengativos y políticos, reclaman la atención del ensayista alemán Henner Hess en su libro Mafia y crimen represivo (Akal Editor; Madrid, 1976): allí salva los convencionalismos más rancios de la criminología tradicional para recorrer con ojos nuevos lo que la sociedad ha producido en el campo de la lucha cotidiana por el poder y a través del poder.
La mafia es un sistema de gobierno informal, secreto, dentro del Estado, y su tolerada coexistencia, su complicidad, da cohesión a toda la estructura de poder o aceita sus mecanismos. Es una cultura: un intercambio fluído de favores. Por ello en Henner Hess el crimen represivo quiere designar justamente a esos crímenes que se cometen para la preservación, el fortalecimiento o la defensa de posiciones privilegiadas, en particular las de propiedad y poder.
Hess expone como una forma clásica de crimen represivo el de la mafia siciliana que se desarrolla en un cuadro cultural, antropológico e histórico, muy especial, y cuyas formas de operación, estilos y mecanismos de poder, se han extendido a muchas otras instancias de organización social tanto en la política como en los negocios y en las relaciones culturales y profesionales. El clientelismo propio de la organización mafiosa en la región occidental de Sicilia, es decir, de Palermo a Trapani, al oeste de la isla, o hacia el sur, hacia Agrigento, encuentra sus correspondencias en muchas de nuestras prácticas artísticas, políticas académicas. Es decir, en todas las relaciones en las que se trafican favores, en todos los mercados en los que cotidianamente se dé al poder un valor de uso y un valor de cambio. En el equilibrio que requiere la gobernabilidad, los poderes —el presidencial, el militar, el financiero— se extorsionan unos a otros.
Lo que de hecho existe en la práctica del poder informal, extraestatal, es un modo de ser mafioso: originalmente en Sicilia; hoy en día, en casi todo el mundo. Tiende a confundirse la acción legal del Estado, monopolizador del poder represivo, con la actuación de los grupos dispersos y tolerados, como la mafia o el cacicazgo, que llenan los vacíos de poder estatal en ciertas regiones.
así, la acentuada contraposición entre agrupaciones por un lado e instancias estatales por el otro sirve de criterio fundamental a Henner Hess: hoy se sigue hablando de Estado como si se tratase de una entidad abstracta, pero todo Estado tiene un determinado contenido de clase: la maquinaria del Estado tiene que emplearse, pues, en interés de una clase determinada. Y en donde este aparato estatal resulta demasiado débil como instrumento de dominio, o donde existen contradicciones dentro de la clase dominante —o donde el poder represivo del Estado no llega—, una parte de esa clase dominante puede apoyarse asimismo en medios de poder extralegales, ilegales desde el punto de vista jurídico, como por ejemplo las cosche (alcachofas) mafiosas.
En sus Crónicas mafiosas, Joan Queralt razona que “la mafia ha sido gubernamental de la misma forma que los gobiernos han contribuido a su afirmación como fuerza social en juego. Mafia y poder se han combatido —en una batalla muchas veces más formal que real— para unirse en aquellas otras ocasiones en que sus intereses aparecían vinculados a un proyecto o ambición comunes. Es por ello que, a diferencia de cierto terrorismo externo al sistema de poder, el fenómeno de la mafia de nuestros días debe verse como parte integrante del mismo poder. Un fenómeno interno producto del sistema y, en especial, de su degeneración”.
La institución, pues, exime de responsabilidad al gobernante. El estadista que tiene que matar para preservar el poder no padece sentimientos de culpa ni se contrae ante los aguijonazos de una mala conciencia porque antes de asumir el poder debió, en lo más íntimo de su conciencia, resolver la siguiente pregunta: ¿soy capaz de matar? La suya es como la decisión del militar: no es deleznable privar de la vida a nadie si se viste el uniforme de la Patria; tampoco es un crimen si se mata en lucha abierta, en “buena ley”, en el campo de batalla según los patrones de la guerra clásica. La misma Iglesia católica, en la mejor formalidad canónica, justifica la privación de la vida (como la pena de muerte, por ejemplo: ¿no se cruzó de brazos Paulo vi ante el inmimente sacrificio de Aldo Moro?) según ciertas circunstancias y en relación a determinadas necesidades.
Ninguna de estas contingencias está disociada del poder.
La institucionalidad hace posible, entonces, la existencia del Estado impune. Se vale matar si se tiene el poder político (lo cual es como decir poder poderoso, vida vital, economía económica, nieve blanca, sangre roja) y si es necesario —casi siempre lo es— conservarlo. Esto ha sido desgraciada, trágicamente cierto desde la época de Julio César hasta la de Napoleón o la de Trumano o la de Álvaro Obregón y Calles o la de los militares que en su profesión llevan la penitencia de mancharse las manos de sangre.
Por tanto, por mucho que se diga que el poder es una estrategia, un efecto de conjunto, algo que está en juego en todo momento, no hay que perder contacto con sus formas más elementales de ejercicio. El poder es, siempre, en última instancia, poder de matar. parecería el más elaborado, el más sutil uso del poder el que permea las conexiones entre su instancia constituída, formal, y la que en la práctica, de hecho, tiene su vigencia socialmente. Sería el uso político de la delincuencia, según la expresión de Claude Ambroise, por parte del gobierno, como se hace palpable en las novelas de Jim Thompson, en los ensayos de H.M. Enzensberger, E.J. Hobsbawn o Henner Hesss.
Un conflicto más teórico que moral —o más moral que teórico— es el que concierne a la impunidad intrínseca del Estado. Si es malo matar, si es punible privar de la vida a un semejante, ¿por qué el crimen de Estado no merece castigo? Dostoievski no encontraba diferencia alguna entre firmar una sentencia de muerte, desde la distancia impersonal y apoltronada de un escritorio, estallarle las vísceras en los sótanos a un enemigo del Estado, o matar personalmente a un hombre a hachazos.
Tanto la utilización política del hampa como la formación de poderes punitivos, vengativos y políticos, reclaman la atención del ensayista alemán Henner Hess en su libro Mafia y crimen represivo (Akal Editor; Madrid, 1976): allí salva los convencionalismos más rancios de la criminología tradicional para recorrer con ojos nuevos lo que la sociedad ha producido en el campo de la lucha cotidiana por el poder y a través del poder.
La mafia es un sistema de gobierno informal, secreto, dentro del Estado, y su tolerada coexistencia, su complicidad, da cohesión a toda la estructura de poder o aceita sus mecanismos. Es una cultura: un intercambio fluído de favores. Por ello en Henner Hess el crimen represivo quiere designar justamente a esos crímenes que se cometen para la preservación, el fortalecimiento o la defensa de posiciones privilegiadas, en particular las de propiedad y poder.
Hess expone como una forma clásica de crimen represivo el de la mafia siciliana que se desarrolla en un cuadro cultural, antropológico e histórico, muy especial, y cuyas formas de operación, estilos y mecanismos de poder, se han extendido a muchas otras instancias de organización social tanto en la política como en los negocios y en las relaciones culturales y profesionales. El clientelismo propio de la organización mafiosa en la región occidental de Sicilia, es decir, de Palermo a Trapani, al oeste de la isla, o hacia el sur, hacia Agrigento, encuentra sus correspondencias en muchas de nuestras prácticas artísticas, políticas académicas. Es decir, en todas las relaciones en las que se trafican favores, en todos los mercados en los que cotidianamente se dé al poder un valor de uso y un valor de cambio. En el equilibrio que requiere la gobernabilidad, los poderes —el presidencial, el militar, el financiero— se extorsionan unos a otros.
Lo que de hecho existe en la práctica del poder informal, extraestatal, es un modo de ser mafioso: originalmente en Sicilia; hoy en día, en casi todo el mundo. Tiende a confundirse la acción legal del Estado, monopolizador del poder represivo, con la actuación de los grupos dispersos y tolerados, como la mafia o el cacicazgo, que llenan los vacíos de poder estatal en ciertas regiones.
así, la acentuada contraposición entre agrupaciones por un lado e instancias estatales por el otro sirve de criterio fundamental a Henner Hess: hoy se sigue hablando de Estado como si se tratase de una entidad abstracta, pero todo Estado tiene un determinado contenido de clase: la maquinaria del Estado tiene que emplearse, pues, en interés de una clase determinada. Y en donde este aparato estatal resulta demasiado débil como instrumento de dominio, o donde existen contradicciones dentro de la clase dominante —o donde el poder represivo del Estado no llega—, una parte de esa clase dominante puede apoyarse asimismo en medios de poder extralegales, ilegales desde el punto de vista jurídico, como por ejemplo las cosche (alcachofas) mafiosas.
En sus Crónicas mafiosas, Joan Queralt razona que “la mafia ha sido gubernamental de la misma forma que los gobiernos han contribuido a su afirmación como fuerza social en juego. Mafia y poder se han combatido —en una batalla muchas veces más formal que real— para unirse en aquellas otras ocasiones en que sus intereses aparecían vinculados a un proyecto o ambición comunes. Es por ello que, a diferencia de cierto terrorismo externo al sistema de poder, el fenómeno de la mafia de nuestros días debe verse como parte integrante del mismo poder. Un fenómeno interno producto del sistema y, en especial, de su degeneración”.
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