Wednesday, September 06, 2006

El asesino solitario

Más que un tema, la conspiración es un dispositivo narrativo: la tensión del conflicto, un contexto. Es lo que mantiene todas las cuerdas estiradas, y si estas cuerdas son de tripa de gato, mucho mejor, carnal. Y no es que las vayas a tocar, como si estuvieran restiradas en un violín: no. Son los amarres que pones para que la novela quede bien temperada, desde la primera hasta la última página. ¿Ves? La tensión. Como cuando llegas a una cantina de Culiacán y está alguien, un bato que no te cae bien, ni tú a él, y está con una morra que anduvo contigo, ¿sí me entiendes?, y allí está. Un ambiente de tensión: a mexican standoff, un estancamiento, un punto muerto, una situación de jaque en el tablero. Como dos machetes enfrentados, la détente, una guerra fría, cada quien de un lado. A ver quién dispara primero.
Lo que los karatecas hacen es respirar. Se calman, se concentran y hacen un ejercicio de respiración para bajar el miedo, sin que los otros batos se den cuenta. Se calma. Baja los brazos. Mantiene fija y serena la mirada, por si hay desmadre, como hace Macías, el sicario, el malandrín, el yo narrador de Un asesino solitario, de Elmer Mendoza.
“Barrientos, carnal, ¿te acuerdas de Luis Eduardo Barrientos Ureta? ¿Aquel candidato chilo a la presidencia? Ah, pues me contrataron para bajarlo. Todo empezó así...”
Élmer Mendoza (Culiacán, 1949) había estado entrenándose para esta novela con sus cuentos de Trancapalanca y Buenos muchachos y la escribe en sinaloense, la construye sobre y desde el lenguaje, que es donde reside el alma de los protagonistas, como el habla transmutada de este sicario, este bato al que lo alborotan con un jale: el asesinato del candidato del PRI en Culiacán, el 23 de marzo por la mañana, el mismo día en que efectivamente lo clavan en Tijuana por la tarde. Macías a eso se dedica. Ha tenido una juventud más o menos bien aprovechada como porro (estuvo el 10 de junio de 1971 en San Cosme) y gatillero del gobierno y freelance en otros ambientes judiciales. Hace cuentas. Es muchísima lana, quinientos mil dólares. Oye, pues ¿a quién hay que matar? ¿Al Papa?
No se la acaba de acabar, acá, muy felón, al cabo no va a tener billetes el bato, mientras sopesa su escuadra Pietro Beretta. Su discurrir va abonando el monólogo interior del sicario (“lo que se vaya a cocer que se vaya remojando, alégale al ampáyer, no cabe duda de que ustedes están en el paraíso, a mí la pura me pone bien loco, es de la que le decomisamos a una colombiana en el aeropuerto”), tal y como habla un joven treintón de Badiraguato o de Los Mochis o de Guasave o de Culiacán: sus valores, su moral, su visión del mundo y de la vida, joven como todos los asesinos de políticos (Gavrilo Princeps, el de Sarajevo, que tenía diecinueve años; Aburto, veintitrés; Oswald, veinticuatro; Aguilar Treviño, veintinueve). Son chavos, muy aventados. Unos politizados. Otros, no; quieren una lana.
Los de inspiración anarquista quieren poner una idea en circulación, como los terroristas de hace cien años en Rusia, incitar al viejo topo de Bakunin a fin de que prosiga tarea subterránea y reaparezca para administrar la justicia.
Y en el fondo, pues, está el tema de la confabulación: varios individuos entran en contacto para planear un crimen. Es una cadena. El último eslabón, el que va a tronar el cohete, no sabe quién está al principio y allá arriba de la cadena. A él le van transmitiendo la orden y él la ejecuta, por una lana. Así es mejor. Si es profesional, si no conoce al objetivo, no le va a temblar la mano, como no le tiembla al cirujano que abre el tórax de un ser humano necesariamente desconocido.
La conspiración es el teatro mismo: el escenario del crimen. Las tragedias históricas de Shakespeare, sobre todo Julio César, Macbeth y Ricardo III, incluso Hamlet, están impregnadas por la conspiración que, cuando se le ve, tiene un rostro monstruoso, El nervio de la trama se tensa en la maquinación, en los preparativos del crimen, en el reclutamiento de los sicarios. La tensión está en la espera de lo que está a punto de desencadenarse, en una situación límite, y no se procede de otra manera en los clásicos del género: en Los endemoniados, de Dostoievski, El agente secreto, de Joseph Conrad, Los idus de marzo, de Thornton Wilder, El día del Chacal, de Frederick Forsyth.
Todo está poseído por el pensamiento sobre el crimen y el miedo, el horror, el horror, el horror, que va dando la pauta para el establecimiento de una atmósfera, como puede percibirse en El contexto, de Leonardo Sciascia: un contexto, un ambiente, el de la inminencia de un golpe de Estado (como el que se fraguaba en Italia en 1972) y los efectos desestabilizadores de la “estrategia de la tensión”.
El atentado —la conspiración, la conjura— es una forma razonada de quitar a alguien de en medio. El poder utiliza la infraestructura del hampa.
Una historia oscura y confusa dice H. M. Enzensberger que es la conspiración: “Se desarrolla en el sotobosque de la historia, en la selva de la ilegalidad. Sus escenarios son sótanos y fortalezas, cárceles y salones, lúgubres buhardillas, miserables albergues.”
El tempo narrativo no es menos importante, sobre si lo que se está contando es la historia de un asesino solitario, cuyo frenesí de acecho se exacerba mientras se aproxima el momento de la acción. Un contexto, una época, una mentalidad criminal, sorda y anónima, como la del México finisecular, aparecen quizá por primera vez en nuestra narrativa en esta astuta narración rápida y electrizante de Élmer Mendoza, quien no quiso leerse los veinte libros que hay sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio, ni revistas ni periódicos. Prefirió mejor irse por la libre carretera imaginativa de la página en blanco. Era demasiada realidad la que le estorbaba y le atrofiaba la pura invención literaria. Tuvo que meterse sin miedo al túnel infernal y paradisiaco de la creación. Como si fuera el túnel del sueño.

La consorte del poder

—Oye viejo ¿qué onda con esta cuenta del West Fargo?
—Se tuvo que poner a tu nombre.
—Sí, ¿pero un millón doscientos mil dólares?

El libro de Sara Sefchovich sobre las “primeras damas” mexicanas, La suerte de la consorte. Las esposas de los gobernantes (desde la primera virreina de Mendoza) replantea uno de los temas más antiguos de la literatura: la contraparte del poder, la cónyuge del presidente, del gobernador, del césar, del guerrillero, del rey, del emperador (Napoleón), y tiene en Lady Macbeth uno de los paradigmas de la compañera instigadora. Acompaña a uno de los generales del ejército del rey, su esposo Macbeth, a conseguir la corona por la vía del magnicidio. “Lady Macbeth es el personaje. En ella todo está quemado, menos el deseo de poder. Y así, vacía, sigue quemándose, toma venganza por su derrota de amante y de madre”, escribe Jan Kott en Apuntes sobre Shakespeare.
El asunto ha sido muy delicado de tratar, al menos en el ámbito mexicano, por la peculiar solemnidad de los presidentes y sus séquitos y el papel que la sociedad en general le asigna a la esposa: un papel pasivo, inexistente, de adorno. Hablar de la primera dama, antes, era como tocar a un animal sagrado, y al escritor o periodista le podía costar la vida. Sin embargo, la misma Sara Sefchovich empezó romper el tabú cuando en 1982, en unos cuadernillos publicados por la SEP (que por cierto le fueron censurados por incluir a Carlota como primera dama), se preguntaba cómo había sido la vida de esos seres aislados, obliterados, no siempre felices, más o menos protagónicos, desde la emperatriz Carlota hasta doña Carmen de López Portillo, y cuál era la percepción que de ellos tenían los mexicanos. Más adelante, en 1996, Tere Márquez adoptó un punto de vista más personal y ofreció un testimonio importante, muy bien escrito y muy inteligente, sobre la soledad y las angustias de estas señoras primeras damas o esposas de secretarios de Estado en Las mujeres y el poder. Sin embargo, en la novela mexicana nadie ha mostrado mejor el drama que Ángeles Mastretta en Arráncame la vida. Allí la visión de las cosas, la asunción de cierta moral que se va transformando, corre a cargo de la esposa de un general absorbido por el vértigo de la política... de un general que no inocentemente tiene más de una semejanza con Maximino Ávila Camacho. La excitación pública del marido afecta de manera incorregible la vida de la pareja y trastoca los valores que tenía en su juventud, antes de experimentar la anfetamina distorsionadora del poder y sus diablos, sus espejismos y sus tonterías.
El problema aludido también es el de la corrupción del marido: ¿Cómo lo vive la esposa? ¿Se hace de la vista gorda la señora y se va de compras a San Diego o protesta y dice no, no querido, esto no puede ser? ¿De cuándo a acá?
En 1995 Ediciones El Milagro editó una comedia de Leonardo Sciascia, El Honorable (según se les dice, sin ironía, a los diputados en Italia), en la que el personaje crucial es Assunta, la mujer del profesor Emanuele Frangipane. Él encarna a un individuo a quien la experiencia del poder le cambia su percepción del mundo y de los seres humanos. Lo metamorfosea. Le cambia la película. Deja de dar sus clases de griego y latín, deja de traducir a Lucrecio, ya no lee el Quijote como solía hacerlo, y el único ser lúcido, el único que percibe esta transformación aterradora y estúpida, hasta el grado de tener que divorciarse, es Assunta.
“Un hombre tiene todo el derecho de cambiar de ideas y de sentimientos, de convertirse, diría usted... Pero cuando, al cambiar de ideas, se pasa de la incomodidad a la comodidad, entonces es inevitable cierta sospecha”, dice Assunta.
“Nadie puede gobernar sin culpa”, parafrasea Assunta la sentencia de Saint—Just. “Y el hecho de que un hombre se considere con el derecho de gobernar es ya una caída, una culpa. Por eso tal vez, el gobernar implica en el fondo una burla, una caída.” Assunta es la conciencia, la que establece el verdadero conflicto, y los hombres del poder la ven como a una loca, como a un ser disolvente.
Esta actitud crítica no alcanza a sentirse en ninguna de las señoras primeras damas y esposas de gobernadores y secretarios que retratan Sara Sefchovich y Tere Márquez, tal vez porque sus avatares son demasiado terrenales y no viven, como personajes, en las amplitudes significativas de la literatura. Tampoco, con toda la gracia y el encanto que tiene, la narradora personaje de Ángeles Mastretta parece apercibirse del cambio moral, acaso porque la autora no se permite adelantar juicios y aspira a que todo el drama de fondo se deduzca, como se infiere muy bien.
Por otro lado, en la literatura japonesa, quien mejor ha profundizado en la materia es Yukio Mishima. Allí está en las estremecedoras páginas de Después del banquete, de 1960, el entremetimiento corrosivo del poder en el alma de la pareja, que termina hecha añicos. Kasu tiene un restaurante al que acuden políticos, diplomáticos y financieros, y se enamora de Noguchi, exministro e intelectual solvente, un político muy encantador y seductor. Se casan. Al hacerse candidato del partido radical, Noguchi se vale de métodos que chocan con la estructura moral y la conducta íntegra de Kasu. Ni siquiera alcanza a entender cuál es la objeción de fondo que le antepone Kasu. Es tal su narcisismo que supone que Kasu ha entrado en una fase de rompimiento con la realidad. Y Kasu termina diciéndole: “Hiedes más que un gusano en una letrina”.

Terra incognita

Lo más compensatorio, para quienes no votaron por Fox, fue la exclusión del PRI si no de nuestra vida cotidiana al menos del escenario político formal. Pero mucho se queda entre nosotros: en nuestras relaciones familiares y de trabajo, la simulación, la retención de información, la mala educación republicana, el clientelismo (el intercambio de favores en un interminable quid pro quo), es decir, todos aquellos valores que han impregnado nuestra convivencia civil y que, como un hongo en la epidermis, no será fácil extinguir. Habrá necesidad del paso, al menos, de una generación. Pero ya hay un punto de partida. No sabemos muy bien hacia dónde vamos, sólo que nos encaminamos a una terra incognita (la expresión es de los cartógrafos del siglo XVI) en la que todavía ninguno de nosotros ha puesto pie.
No nos la podíamos creer. La noche del domingo 2 de julio de 2001 a la sorpresa de que VF iba adelante se añadía el asombro ante los porcentajes que lo distanciaban de FL. Probablemente ni el mismo VF lo había previsto. Era tan abrumadora la operación tradicional de la Maquinaria –todo el gobierno federal y los priístas en campaña desesperada más el sutil apoyo de los medios audiovisuales— que uno no podía aceptar que esta vez sí se renunciaría a otra maniobra.
De pronto, ya con el ambiente desahogado con las cifras de las 8 de la noche que dio Televisa, el Presidente de la República compareció ante la sociedad para anunciarle que un candidato de la oposición había ganado las elecciones. Parecía, por un error de iluminación ante la cámara, que hablaba desde ultratumba, cuando de hecho se trataba del discurso más luminoso de su presidencia. Por la secuela de los acontecimientos a lo largo de la semana —por el berrinche de los priístas que ahora sí están inventando un partido político, esperemos ahora que sin los colores nacionales, y con esto ellos también salen ganando— podría especularse ociosamente que algo tramaban el domingo en la noche cuando los conjuró una suerte de golpe democrático protagonizado por el Presidente y las cadenas de radio y televisión.
“Creí que no me iba a tocar en esta vida”, dice mi tío telegrafista Francisco Quiroz que tiene 80 años y vive en Ciudad Obregón. “Yo quería dos cosas: llegar al año 2000 y ver la caída del PRI. Qué chulada.” Obró a favor de la alternancia la simpleza del mensaje propagandístico: votas por Fox y se sale el PRI, con lo que tácitamente se realizaba un referendum sobre el priísmo imperante. Era una idea muy fácil de entender: hay que sacar al PRI porque constituye una estructura de saqueo que ya no puede soportar el país. Pero asimismo contó mucho el hecho de que Fox actuaba en otro código político, en otro lenguaje. Era el único de los tres a quien la mayoría de la gente realmente entendía lo que estaba diciendo. El lenguaje enredado y la simulación, el no decirlo todo, el arte de hablar sin decir nada, la pretensión de ser “hábil”, no menos que la soberbia, hundieron a los priístas en el aislamiento y la incomunicación. Y se les acabó la película.
Jorge Ibergüengoitia se daba muy bien cuenta de que en cierto modo todos éramos responsables del PRI. Por algo ha seguido allí, decía, porque hay unos millones de mexicanos que lo han alcahueteado. Lo más novedoso de estos tiempos que empiezan a correr, y a los que aún no nos acostumbramos, es la ausencia del PRI. Tendremos que adaptarnos y reinventar las reglas de nuestra convivencia cotidiana: en los negocios, en las relaciones entre maestros y alumnos, en nuestros encuentros con la policía, en las interacciones gremiales, en nuestros tratos con los jueces y todos los servidores públicos, en los pactos nuevos del México civil. Con ello habrá de reinstaurarse la existencia del Estado. Porque estamos viendo que no en todas las familias ni en todos los individuos estaba “introyectada” la cultura priísta, la prevalencia de sus valores que presuponían como natural que utilizaran los recursos públicos para perpetuarse.
En fin, para todas las cosas hay sazón, como se dice en el Eclesiastés. Y que sea para bien, como decía Ramón López Velarde.

El caso Colosio

La verdad a veces pasa delante de nuestros ojos pero no la reconocemos. Hazte de cuenta que estás en un tiro al blanco: desfilan frente a ti figuritas de conejos, venados, borregos cimarrones. Estás en una kermés. Se desplazan de izquierda a derecha y le tienes que atinar a una, de un municionazo. Bueno, pues una de esas imágenes recortadas es la verdad. El problema es que no sabes cuál.
De esa manera transcurren en nuestra feria de todos los días las informaciones de los periódicos y las diferentes verdades acerca del mismo hecho, que admite por lo menos 360 puntos de vista, como el círculo de las posibilidades. De pronto, entre los cientos de miles de palabras sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio alguien, en una celda, en una revista, en un rancho, en un periódico, en un bar, en una estación de radio, en una playa, en un periódico, suelta algo interesante. Y luego se pierde en el mar de la información, como un vaso de agua en el Pacífico. Pasa desapercibido. Pero puede suceder que la historia (madre de la verdad) muchos años después frente al pelotón de fusilamiento establezca que esa revelación era la verdadera... la que fijaba una relación cierta entre lo dicho y el hecho. Sólo que a la historia le toma tiempo. Se tardó más de cuarenta años en dirimir que Obregón y Calles habían mandado matar al general Francisco Serrano en 1927. A la mejor en el año 2029 del tiempo mexicano finalmente habrá de saberse cómo estuvo el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Más que en los tribunales, la verdad del poder quiere legitimarse en el espacio mediático.
La imaginación criminológica no es menos creativa que la literaria. Ambas se van al detalle. Se encomiendan a la precisión de las recetas culinarias o los experimentos científicos porque saben que para mejor indagar la verdad
—o para mejor mentir— es indispensable el detalle. Y Dios está en los detalles. Se refuerzan además las indagaciones científicas del procurador especial Luis Raúl González Pérez con peritajes del FBI y de los institutos de investigaciones astronómicas y nucleares de la UNAM. Para que nadie se quede con dudas. El capítulo que el investigador dedica al Estado Mayor Presidencial se demora en minucias; explica quién es quién, de dónde vino, quién lo nombró. Hace historia. Muestra curicula. Pero parece mentir con la verdad, pues todas sus verídicas y verificables informaciones sobre la escolta del EMP y sus oficiales en nada permiten establecer que actuaron inocentemente. La profusión de datos no demuestra nada.
No carecen, es cierto, de verosimilitud algunas de las más recientes hipótesis. Parecen persuasivas y son tan interesantes como cualquier crimen. Se vuelve al punto de partida: Aburto actuó solo e hizo los dos balazos: Salinas no tuvo nada que ver.
La lógica suya es que puesto que Colosio era un personaje débil —un astro sin luz propia, un político nada brillante, conocido por sus limitaciones intelectuales— resultaba ideal para el proyecto salinista de continuidad en el poder. Luego entonces se agrede a Colosio para reventar la maquinación salinista de un no improbable maximato. Luego entonces Salinas no mandó matar a Salinas, como cree la enorme mayoría de los mexicanos.
Esta es la teoría que más consenso empieza a tener: que si hubo conspiración, en todo caso fue para sabotear el proyecto continuista de Salinas. La agresión no partió de Salinas sino que fue contra él. La hipótesis criminológica tiende a establecer que Aburto actuó de motu propio, que él hizo los dos disparos, puesto que Colosio cayó instantáneamente, como sucede con cualquier persona que recibe un balazo en la cabeza: antes de dos segundos ya está en el suelo. (El fiscal especial adereza su hipótesis con unos videos del FBI en los que se ve a tres suicidas de disparo en la cabeza: todavía no termina de sonar el balazo cuando el desgraciado ya está en el suelo. Pero eso no demuestra que ése haya sido el caso del cuerpo de Colosio cayendo a plomo o en espiral.)
El ensayo de Enrique Krauze, “Los idus de marzo”, publicado en el número 3 de Letras libres (en marzo de 1999) tiene la perspectiva del tiempo, así sean sólo cinco años. Trata con respeto la figura del sonorense y se permite observaciones que tal vez no hubieran sido publicables durante el primer año del atentado. Tiene asimismo el encanto shakespereano de la tragedia, pero por muy plausible que sea, por mucho que refrende que tal vez el último refugio de la verdad sea la literatura —por su análisis del personaje y su circunstancia—, lo cierto es que también es especulativo. No dice que así fueron las cosas sino que así pudieron haber sido.
Sin embargo, la onda expansiva de la sospecha social se acrecienta entre más se abunda sobre el caso. Nunca he conocido a un sonorense, por ejemplo, que no crea que Salinas y Córdoba Montoya mandaron matar a Colosio o, al menos, que todo fue resultado de un complot, y no precisamente en contra de Salinas. Ni Alfonso Durazo, ni don Luis Colosio, tienen las mismas percepciones que Krauze. No creen que Colosio careciera del temple de los zorros, no creen que estuviera deprimido, no creen que se haya asustado, no creen que le faltara el empaque de los líderes auténticos, no creen que se hubiera fracturado por dentro. Sí creen en cambio, porque estuvieron muy cerca de él en sus últimos días, que salvó la estirpe de los sonorenses: que sacó la casta, que se opuso, que dijo no. Y que rompió las reglas del juego. “Yo no renuncio. Si quieren que no sea Presidente, mátenme. Métanse en un lío.”
El periodista regiomontano Federico Arreola, en el número del 15 de marzo de 1999 de la revista Milenio, documenta sobradamente que había un rompimiento incorregible entre Colosio y Salinas: “No sé si Salinas lo asesinó o lo mandó asesinar. Sí sé que Carlos Salinas se arrepintió de haber hecho candidato a Luis Donaldo.”
“Si ha hecho bien su trabajo, no hay duda de que Luis Raúl González Pérez tendrá que señalar a Carlos Salinas, aunque lo haga aclarando que no podrá hacer nada más porque, en términos judiciales, no cuente con pruebas para sustentar ninguna acusación.”
La impresión de Federico Arreola, muy amigo de Colosio, es que la ruptura era irreversible. Meditabundo, triste, Colosio sentía que Salinas lo había de dejado colgado de la brocha y, en efecto, el Presidente se puso a alborotar a Manuel Camacho para sustituirlo como candidato. La campaña de Colosio —quien, por cierto, hacía su propagada sin el logo del PRI— estaba abandonada desde el punto de vista financiero. Ni Zedillo ni Óscar Espinosa (el que fue jefe de la Nacional Financiera y luego del DDF y nunca le salían bien las cuentas) mandaban dinero o no lo enviaban a tiempo. Se hacían tontos. Si alguna cosa está clara en el caso Colosio es que la campaña estaba siendo saboteada: no había ni papel del baño en las oficinas del PRI en Tijuana, los voluntarios príistas ni siquiera tenían bonos para gasolina, en las calles no había pintas ni en los carros calcomanías. ¿Qué quiere decir todo esto?
Que se había creado todo un ambiente: un contexto. Una atmósfera. Un escenario. Se corría la voz de que Salinas se había arrepentido y que, de muchas maneras (con ese lenguaje ambiguo y críptico de los priístas) le había insinuado a Colosio que tenía que retirarse. ¿Para qué? Para que no sucediera lo que sucedió.
La especulación colectiva, por otra parte, suele descalificarse de inmediato.
“Ay, otra vez. Ya están delirado. Son como niños”, dicen los funcionarios.
Se dice que la historia oral siempre es injusta porque reproduce las mentiras y las fantasías de la gente. “La verdad nunca podrá conocerse”, dice Pirandello. La vox populi es implacable y salomónica. Cuando la gente decide creer en algo no hay poder humano capaz de hacerla cambiar de parecer. Y no hay pruebas en contra que valgan cuando se quiere creer.
No obstante, la imaginación popular —que no merece el desprecio de nadie en una democracia participativa— sigue siendo hasta ahora tan especulativa como las elaboraciones del ensayo de Enrique Krauze y de la criminología “científica” del procurador González, que no alcanzan a disolver la duda.
Lo sospechoso viene más bien después del asesinato y no tanto de las cosas que según se ha sabido se hicieron antes. Surge de los ocultamientos posteriores. Los encubrimientos. Las diferentes versiones oficiales que se han ido empalmando como un palimpsesto.
Nunca se sabrá.
Y es que ha ido cambiando nuestro modo de relacionarnos con el mundo imaginario. Ya no es a través de la literatura, como cuando los lectores de Dickens esperaban en Boston los bergantines cargados con los nuevos capítulos de Oliver Twist. Nuestras novelas de escasos tirajes caen en manos de un círculo muy reducido de lectores, que no siempre las leen. Depositamos más bien nuestras fantasías en el “espacio mediático” que el periodismo oral y escrito inventa todos los días.
No son imágenes procedentes de las novelas las que se nos quedan en la memoria. Provienen también de los expedientes judiciales como los que manejó el juez Ricardo Ojeda para condenar a Raúl Salinas: un jetta blanco que entra en la noche en Los Pinos con un pasajero cadáver en el asiento de atrás o en la cajuela, el mismo jetta que sale conducido por alguien que en lugar de guantes se pone unos calcetines para no dejar huellas en el volante.
En los años 70 la posibilidad de que el centro de la conspiración estuviera en la residencia misma del poder sólo se daba en una película como Cadáveres ilustres, de Francesco Rossi. Ahora es algo que la realidad no descarta. Y si la novela policiaca propiamente dicha resulta imposible en un país con un sistema de justicia tan ambivalente como el nuestro, lo que parece estar sucediendo es que su lugar lo ocupa ahora el bombardeo cotidiano de las infinitas versiones que se arrojan sobre un mismo hecho. O al menos ésa ha sido la sensación que nos ha dejado el abrumador saldo informativo sobre el asesinato de Luis Donaldo Colosio.
El caso Colosio es una novela criminal sin solución, como lo es la política mexicana de los últimos años (con sus gobernadores narcos y secuestradores), pero a diferencia de la pura invención literaria —que nos divierte y no nos angustia tanto— nos ha dejado anonadados e impotentes, como cuando uno está en un sueño que no se resuelve.
Cientos de miles de palabras se reprodujeron en torno al crimen y nos quedamos más angustiados que antes. Todos los lenguajes se encargaron de manipular el caso: el jurídico, el criminológico, el médico, el político, el periodístico. Y en cuanto pasó el 23 de marzo, todo el mundo de olvidó del caso. Tenía razón Borges: las cosas se publican en los periódicos justamente para que se olviden al día siguiente.
Hubo un intento de desacreditar las “fantasías delirantes” de la imaginación colectiva a fin de exculpar a Carlos Salinas, pero ni siquiera los desmentidos más vehementes —no desprovistos de intencionalidad política y defensiva— consiguieron abolir las “teorías conspiracionistas” que se acumularon durante las últimas semanas y se enriquecieron porque a cinco años del crimen y gracias a la coyuntura preelectoral de 1999 —y la competencia interna en el PRI, de dientes para afuera— han podido salir a la luz nuevos detalles.
La teoría del ambiente: Con la ruptura entre Salinas y Colosio se construyó un escenario, se creó un ambiente, para que se produjera el atentado. El set up.
La teoría de los dos complots: En el escenario del crimen coincidieron dos conspiraciones sin relación entre sí: la de Los Pinos y la de Aburto en solitario, que se adelantó. Es la teoría más literaria: más fantasiosa.
La teoría del Cid Campeador: Se eliminó al candidato porque iba a perder y había que conservar el poder con un muerto.
La teoría del Blow up (como en la película Blow up de Michelangelo Antonioni inspirada en un cuento de Julio Cortázar: “Las babas del diablo”): a partir de los videos se quiso llegar a una composición de lugar, como hizo al principio el subprocurador especial Montes. El periodista oral Ricardo Rocha relanzó la hipótesis de la complicidad de Othón Cortés al enfocar en la televisión a un extraño personaje que se aproxima —como un jugador de basket— al perímetro de tensión y luego parece ser el mismo que extrae una cosa de la cintura de Othón, una supuesta pistola que no alcanza a dibujarse. El gran misterio sigue siendo que nunca se ve quién empuña la Taurus asesina. Y es que el grano del video no permite la amplificación —el blow up— de la fotografía del cine. Colosio en cámara lenta.
La teoría de la razón de Estado: un gobernante no puede culpar de autor intelectual a su antecesor, aunque tenga pruebas, porque se despanzurraría la institucionalidad misma de la Presidencia y su partido perdería el poder. Ni siquiera Tony Blair lo haría, así le encontrara cosas malas a Margaret Thatcher o a J. Major. No lo hizo la comisión Warren ni L. B. Johnson. Por razones de Estado.
Se descree, pues, de la teoría del asesino solitario que desde el principio —en cuanto se bajó del avión en Tijuana— adelantó el procurador Diego Valadés. Es tan plausible como cualquiera de las otras hipótesis, pero el sentido común de la gente no la acepta, como no la avalan muchos periodistas que no tienen por qué trabajar como jueces ni como notarios. No lo son.

El Estado y el crimen

En octubre de 2000 estuvo aquí en Tenochtitlan Matteo Collura, el novelista siciliano que escribe en Milán en las páginas culturales del Corriere della sera y ha ganado más de un premio con la mejor biografía que se ha escrito sobre Leonardo Sciascia: Il maestro di Regalpetra.
Durante el programa que grabamos para el Canal 22 —ilustrado con más de ochenta fotografías de todos mis libros sobre la mafia—, Matteo Collura sostenía que la lucha del Estado italiano contra el crimen organizado no había sido, finalmente, en vano. Después de los asesinatos del exfiscal antimafia Giovanni Falcone y del juez Paolo Borsellino, en 1992, el gobierno italiano se dio cuenta de que no podía contemporizar más con la mafia. No era posible que un grupo de grupos, una organización que actuaba como un Estado dentro del Estado, pusiera en jaque a toda la nación y al Estado mismo, como ni siquiera lo había hecho alguna infraestructura armada de inspiración política.
El jueves 17 de agosto de 2000, por invitación de la novelista Norma López Suárez (autora de Fuga del silencio), estuve dando una plática a unos camaradas en el Instituto de Ciencias Penales que, con tan rimbobante nombre, ha sido escuela de agentes de la Judicial federal, ahora está dedicado a la investigación académica criminológica, y se encuentra en Tlapan en una calle que podría ser en sí misma, junto con el Instituto, escenario de una intrigante novela.
Hacía muchos años que no me había ocupado de estos temas, de las relaciones entre los poderes formales del Estado y la criminalidad organizada, pero de eso fui a hablar a los investigadores de Tlalpan.
Les dije que ya había dejado atrás una temática tan fascinante como literaria porque de pronto me sentí hablando solo, hundido en un monólogo que en México a nadie le interesa. Pero que de todas meneras podría tener algún interés para los abogados penalistas o cualquier persona interesda en la justicia. Realizar un estudio sistemático de delito comparado –un paralelismo entre la imaginación criminal del sur italiano y, digamos, la delincuencia narcotraficosa de Sonora y Sinaloa— a la mejor no conduce a nada de orden práctico, pero si informa a los ciudadanos cómo se enmaraña el cuerpo social para asimilar en una misma dimensión a delincuentes y a funcionarios. Si este conocimiento alcanza a ilustrar a los voceros de la protesta civil, qué bueno. Además, a nadie le hace daño.
Uno de los oyentes en el instituto dependiente de la PGR nos contó que había leído una entrevista con el mafiólogo italiano Pino Arlacchi, residente ahora en Viena y consejero de las Naciones Unidas, en la que criticaba a Leonardo Sciascia por la forma de describir a los mafiosos en su novela El día de la lechuza.
“Los mafiosos no son así. Son personas de poca monta, inmersas dentro de una gran estructura”, decía Arlacchi en El País Semanal. No tiene razón. Sciascia no ennoblece la figura del mafioso. Intenta más bien aproximarse al “alma siciliana”, es decir —como lo hacía otro siciliano: Giovanni Falcone— aspira a hacer ver cómo el modo de ser mafioso tiene su arraigo en la estructura misma de la familia y en la cocción histórica de la isla. La trama de El día de la lechuza pretende desmontar como interactúan los jefes del crimen y el poder judicial y político.
Es cierto por otra parte lo que sostiene Arlacchi —gran estudioso por lo demás de La mafia empresarial, como se titula su libro— sobre la extracción social de los mafiosos. Efectivamente un ser como Salvatore Riina, el capo aprehendido en Palermo en 1993 después de 23 años de fugitivo, no era muy ilustrado. Seguramente no había leído a Marcel Proust. En su mayoría los “hombres de honor” se ligan a Cosa Nostra por la vía consanguínea y, puesto que se trata de una sociedad secreta, hacen un pacto de sangre: se pinchan el dedo con una espina de naranjo, manchan la imagen de Santa Rosalía y, al quemarla, juran manter el voto de la omertà, es decir, el compromiso de no denunciar. No tienen, pues, la cultura ni la sutileza de un enemigo político.
Entre el caciquismo mexicano y la mafia podría establecerse una analogía, pero ambas formaciones sociales sólo son comparables en lo que respecta al clientelismo.

El poder en El Quijote

Miguel de Cervantes tenía 58 años cuando escribió el Quijote y Alonso Quijano —el personaje que era adicto a las novelas de caballería y se pone a representar a otro personaje, al Amadís de Gaula, fingiéndose loco— apenas frisaba los 50 años. Sin embargo, es difícil creer en la “locura” de un personaje de discurso tan coherente y de tanta sabiduría.
Al fundir la narración histórica y los diálogos del teatro, Cervantes inventa en nuestra lengua y en la historia (en 1605) un nuevo género literario: la novela, que no es nada argumental —dice Javier Marías—, sino más bien errátil y divagatoria, muy libre en su dispersión, su divagación y su errancia. El segundo tomo es de diez años después, de 1615, y Cervantes está más maduro como narrador. Es muy suelto; está escrita como habla la gente de la calle.
Roger Bartra, nuestro melancolicólogo más notable, dice que el Quijote es un personaje melancólico. “Su melancolía sería la causa tanto de su locura como de su salud. Don Quijote hace una imitación, y no un elogio, de la locura.” Así como en el cristianismo se procura la imitación de Cristo, don Alonso imita al Amadis de Gaula. “Viva la memoria de Amadís”, exclama, “y sea imitado de don Quijote de la Mancha en todo lo que pudiere”. Bartra siente que en don Quijote ocurrió una verdadera mutación, casi en el sentido biológico del término. No es fácil explicarlo porque su melancolía, advierte Bartra, está inscrita en un simulacro ritual. “No se sabe si el simulacro de la melancolía quijotesca expresa una tristeza real o es meramente una invención ingeniosa.”
Susan Sontag cree que la primera novela que se escribió sobre la adicción fue el Quijote.
Si uno se pone a buscar la palabra poder en el Quijote no la encuentra; sus referencias al poder son casi inexistentes. Como que a Cervantes no le interesaba mucho el tema. Sólo cuando don Quijote despide a Sancho que se va a gobernar la isla Barataria le desliza algunos consejos sobre el arte de gobernar que en cierto modo son una burla de la nobleza española.
Sancho quiere saber a qué sabe el ser gobernador, “por ser dulcísima cosa mandar y ser obedecido.”
“Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agusos.
“Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.
“No comas ajos ni cebollas, porque no saquen por el olor tu villanería.
“Iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras y las letras, como las armas.
“En lo que toca a cómo has de gobernar tu persona y casa, Sancho, lo primero que te encargo es que seas limpio, y que te cortes las uñas, sin dejarlas crecer, como algunos hacen, a quienes su ignorancia les ha dado a entender que las uñas largas les hermosean las manos, como si aquel excremento y añadidura que se dejan de cortar fuesen uña, siendo antes garras de cernícalo lagartijero.”
Después de su experiencia en los páramos del poder, en los que creía que iba a hartarse de viandas, Sancho hace sentir que el gobernar es tedioso. Pero al retirarse impaciente de su reino, sostiene que, haya como haya sido, no se corrompió:
“…cuanto más que saliendo yo desnudo, como salgo, no es menester otra señal para dar a entender que he gobernado como un ángel”.
La percepción más interesante sobre la doble personalidad de don Quijote se la debemos a Américo Castro. El notable historiador español, tan vapuleado por Borges, cree que don Quijote es un personaje pirandelliano avant la lettre:
En la segunda parte de la primera novela en castellano don Quijote y Sancho discuten sobre un libro que anda circulando por ahí titulado El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha y se quejan de su autor, Miguel de Cervantes.
No sólo asistimos a la conversión de la criatura en personaje sino al diálogo entre personajes ficticios y su creador, tema crucial en la obra del siciliano, Seis personajes en busca de autor. En 1605 Cervantes era pirandelliano, tres siglos antes de que Pirandello expusiera su visión de los seres humanos, muy acordes con el modo de ser de la gente de Agrigento.
Entre la realidad y la quimera, el Quijote reclama para sí una existencia a la vez real e imaginaria. Y el poder no lo quita el sueño.

El asalto a la nación

Sentimos que se nos ha robado a futuro. Como ya no había nada que robar, llegaron de pronto las fuerzas oscuras del monstruo
financiero—político—banquero y nos dijeron: no importa, nos firmas un pagaré y con los años tus hijos y tus nietos irán cubriendo lo que ahora hemos convertido en deuda pública. ¿Cuánto?
Un día, el 31 de agosto, Reforma informa que el rescate bancario asciende a 105 mil millones de dólares, tres veces el monto de las reservas del Banco de México. Otro día, el 3 de septiembre, La Jornada documenta que ese costo ya nada más es de 93 mil millones de dólares.
No lo podemos entender. No nos alcanza la imaginación para saber qué significa todo esto. Nos sentimos angustiadísimos por no saber, por la demencial impotencia a que se nos ha condenado.
Y es que la mejor protección para quienes han cometido el atraco es la complejidad técnica que lo envuelve. El saber hermético de los contadores y los “ingenieros financieros” es su mejor defensa, un conocimiento tan inaccesible como el de los mecánicos de suelos o el de los físicos nucleares o el de los doctores en matemáticas.
Nos dicen que todo es para proteger a los ahorradores, que la culpa es de los deudores que no pudieron pagar sus créditos y no tenían con qué garantizarlos, que es algo que puede suceder en Japón o en Iglaterra o e Francia (no lo creo), que todo partió de la ignorancia del presidente Luis Echeverría al llevarse la finanzas públicas a Los Pinos y de la arrogancia de José López Portillo al endeudarnos más y trastornar la moneda; que es tan inconmensurable el boquete que ni siquiera la presidencia inexistente actual es culpable, vamos, que el mismo Ernesto Zedillo es inimputable. No siquiera alcanza a ser responsable.
Temblamos. Nos sudan la frente y las manos. Queremos dormir y no podemos. Tratamos de consolarnos diciéndonos que si algún sentido tiene el trabajo de los periodistas es hacernos comprensible lo complejo. Todo se puede entender si se estudia a fondo. ¿Realmente se robaron el país? ¿Se lo acabaron? ¿Por qué se lo permitimos? ¿Vamos a votar por ellos otra vez?
Es la locura. La angustia. Y entonces la “lucidez atroz del insomnio”, como decía Borges, se disuelve de nuevo en la impotencia, y en el teatro de los sueños comparece un señor que lleva mil máscaras: la de Guillermo Ortiz, Aspe, Salinas, Espinosa Villarreal, Cabal Peniche, Zedillo, Gómez y Gómez, Miguel Mancera, Eduardo Fernández, y muchas otras.
——Oiga, pero ¿qué significa todo esto?
——No, es que, la ingeniería financiera... No todo mundo la entiende.
——¿Es cierto que se asimilaron a la deuda los fondos de Banco Unión, los millones de dólares que se transfirieron a las campañas de Colosio y Zedillo? ¿También eso tenemos que pagar?
——No, es que en Harvard, en Yale, en el MIT. No, mire usted, son cosas muy técnicas.
——Oiga, pues han de ser muy malas universidades si ustedes estudiaron en ellas. ¿Qué no se supone que los economistas para eso estudiaron, para prever las catástrofes? ¿Por qué no regresa el PRI a la nación esos 25 millones de dólares?
——Es que hay que proteger el secreto bancario. Es que... Es que...
——Pero si ya Mackey tuvo acceso a los datos de otras cuentas... ¿No violó él el secreto?
Como los verdaderos periodistas que se esmeran en volver simple lo complejo, Andrés Manuel López Obrador intenta ahora desmontar la red de complicidades de este operativo político empresarial de saqueo a la nación y su encumbrimiento criminal.
En su valiente libro Fobaproa: expediente abierto (Editorial Grijalbo), que todo mexicano debe leer, López Obrador ofrece además un disco compacto que contiene 2,600 cuartillas de información sobre el mayúsculo asalto. Al leerlo no sabe uno si ponerse a llorar o a morirse de la vergüenza.
Un banco extranjero, Citibank, dueño de Confía, recibirá del Presupuesto de Egresos de la Federación de este año 6 mil 465 millones de pesos; el español Banco Santander Mexicano, 5 mil 507 millones; Promex, 5 mil 153 millones; el regiomontano Banorte, 4 mil 347 millones, y el vasco Bilbao Vizcaya, 4 mil 034 millones de pesos.
En cambio, la unam: 7,500 millones de peso. El Poli, 1,326; y la Universidad Pedagógica Nacional, 245 millones.
El Hospital General, 672 millones.
El Hospital Juárez, 245. El Instituto de Cardiología, 258. El de la Nutrición, 320. El Infantil, 331. Y el de Psiquiatría, 73.
Nada semejante se había visto en la historia de las finanzas públicas. La deuda pública, incluido el Fobaproa, representa casi la mitad de la riqueza que en 1999 producirá México.
La deuda de 850 mil millones de pesos que legalizó el IPAB es superior a la deuda externa de México (737 mil millones). Es decir, ya debemos más del doble.
Y año con año se hará cada vez más grande la montaña de la deuda gracias al rescate bancario que aprobaron los priístas y los panistas.


El conjurador de Palacio

Estaba tratando de imaginar a ese personaje que ejerce desde las tinieblas de palacio y que viene siendo —a diferencia del agente provocador que actúa en la calle y que planea la toma de palacio— un conspirador de arriba a abajo. Hubo una vez un gobernador septentrional, educado en los sótanos de la policía política, que se pasó su sexenio conspirando: cavilando cómo sabotear a sus adversarios porque los panistas andaban con un candidato muy popular. Bueno. Tuvo gran éxito. Dos años antes de las elecciones ya había torpedeado a los panistas. Los hizo que se pelearan entre ellos. Los devastó. Muy hábil. Muy astuto. Un verdadero genio del mal.
Este tipo de personaje se da, pues, en los corredores de palacio. Alguien que está dedicado a conjurar: cómo hacer para que la huelga se vuelva una trampa para Fulano si mete a la policía o si pide el apoyo del ejército, cómo hacer para que todos los servicios de “inteligencia” y de fuerza pública legal actúen a favor del candidato del Presidente, cómo extorsionar, amenazar, etcétera. Siempre hay alguien dándole vueltas, pensando de tiempo completo en cómo eliminar al enemigo, lamiéndose los bigotes, orientando a sus diputados y a sus secretarios de turismo para que digan que son calumnias las acusaciones de que un dinero del Fobaproa se gastó en la campaña de Zedillo. Etcétera. Si para algo les pagan es para eso: para conspirar. Para actuar en las tinieblas.
Imaginaba a este personaje y de pronto ese conspirador de Palacio adquiere un rostro en el libro de Julio Scherer y Carlos Monsiváis: Parte de guerra. La conspiración estaba en las propias oficinas del Poder.
Según los no desmentidos documentos del archivo dado a conocer, el jefe del Estado Mayor Presidencial, el general Luis Gutiérrez Oropeza, le informó al secretario de la defensa que él mismo, por órdenes superiores (es decir, del Presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz) había colocado en Tlatelolco a diez oficiales para que venadearan a los estudiantes o tiraran al montón con metralleta.
En el propio libro están los materiales que abonan la propia contradicción de sus personajes y que podrían poner en entredicho —como moral y políticamente justificable— la actitud del jalisciense Marcelino García Barragán, que no era de distinta calaña a la de Gutiérrez Oropeza en toda su paranoica percepción del movimiento estudiantil y su voluntad de exterminarlo con un baño de sangre. Ambos estaban en la misma concepción autoritaria, represiva y criminal del movimiento. La primera provocación de todas, como ha dicho Carlos Monsiváis, fue la presencia misma del ejército en la plaza civil. Además la colaboración del capitán Fernando Gutiérrez Barrios lo compromete seriamente porque, según el general García Barragán, le andaba consiguiendo unos departamentos del edificio Chihuahua para apostar a unos francotiradores —o sea que García Barragán también preparaba la emboscada pero le madrugó Gutiérrez Oropeza— y tanto peca el que mata a la vaca como el que le coge la pata.
Aparte de su valor documental —en un país donde la gente aguanta todo y todo se oculta y todo se nos resbala—, el libro de Scherer y Monsiváis replantea la urgencia de cuestionar la existencia misma de una anomalía y una duplicidad: el Estado Mayor Presidencial. El proceso de democratización comporta también el cuestionamiento de instituciones como esta guardia pretoriana inventada por el incurruptible y honorabilísmimo Miguel Alemán y que por lo menos, así sea tangencial o perpendicularente, ha estado ya involucrada en dos peliagudos asuntos de carácter político criminal: el del 2 de octubre y el del 23 de marzo. ¿Pueden las fuerzas armadas seguir teniendo dos cabezas? ¿Quién manda?
Por lo demás, todavía no llegamos al tipo de sociedad en la que un libro de esta inquietante naturaleza constituya un terremoto. Si no fue una conmoción generalizada el hecho mismo, la matanza del 2 de octubre (a los quince días miles de “ciudadanos” bailaban en masa sobre el Paseo de la Reforma celebrando las Olimpiadas), mucho menos, hasta ahora, puede ser una conmoción un libro como éste del que se han impreso cuarenta mil ejemplares (para un país de cien millones de habitantes). En una sociedad tan fría, hasta el mayúsculo robo a la nación de Fobaproa —como ya no había qué robar, nos robaron el futuro: nos pusieron los asaltantes una pistola en la frente y nos hicieron firmar un pagaré de 81 mil 400 millones de dólares— es perfectamente posible y no tiene consecuencias que inquieten a los jefes del gobierno.
Mi teoría personal del Estado me dice que todo esto no hubiera sido posible si en México existiera el Estado. Pero en México no hay Estado, si entendemos por tal el imperio de la ley: el cumplimiento impersonal de la ley.
También por ese vacío de Estado ha sido posible el fraude electoral durante cinco décadas. Y si a esto le añadimos una sociedad irresponsable y apática, pues el negocio resulta redondo. México es un país facilísimo de gobernar porque sus ciudadanos todavía están en pañales. Por eso un reducido grupo de pandillas se apodera del país y de sus recursos (y cuando no hay nos hacen firmar un pagaré: hoy no hay pero mañana pasado sí, según procedieron los pillos de Fobaproa).

El narco

Erosionados por el tiempo y la memoria colectiva, los mitos del éxito y la violencia, de Robin Hood y del Llanero Solitario, sólo parcialmente se funden en el mito del narcotraficante mexicano: no se traducen intactos ni son idénticos porque la historia los ha decantado y el traficante que pasa por bandolero social —protagonista también de una protesta latente— no se limita a socorrer al prójimo ni a simular una misión de redentor o samaritano. Es un triunfador que sabe manejar la violencia. Es un aventurero que juega con el azar y comparte su fortuna con los amigos y los viejos conocidos de su pueblo. Todo el mundo lo respeta porque aspira a lo mismo que codician los políticos: el poder y el dinero, pero sin justificación discursiva ni coartada moral o ideológica.
Su papel en la sociedad es ambiguo: por una parte se muestra generoso y protector con la gente de su barrio, con sus familiares y amistades —que lo asimilan como a un héroe—, pero por otra su obsequiosidad tiene como fin sobornar a policías y jueces o introducir su dinero en el circuito financiero legal. Más que en una función altruista, su juventud se le va en la diversión y el derroche, en el disfrute de una existencia holgada que no desdeña los lujos, y en la parranda con corridos y tambora que le permite sobrellevar las tensiones y los peligros propios de su oficio como si jugara a la ruleta rusa. Y así —por su ambivalencia: por su desprendimiento y su crueldad, por su audacia y su cautela— como mito viene a llenar la necesidad que la gente tiene de dar sentido a su existencia.
Parte de la leyenda y el mito del narcotráfico son sus orígenes históricos —muchas veces imaginarios, invenciones que corren de boca en boca, de generación en generación— en el Noroeste mexicano. Unos dicen que los chinos fueron quiénes trajeron la maldita planta, que llegaron de Santa Rosalía, Baja California Sur, y se instalaron en Sinaloa, Sonora y el Valle de Mexicali, huyendo de los infernales trabajos en las minas del Boleo y en los campos agrícolas a principios de siglo; que trajeron la semilla de la amapola y la sembraron en sus huertos para su consumo íntimo. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados norteamericanos combatían en el Pacífico contra los japoneses y necesitaban morfina, los chinos fueron quienes asesoraron en los saberes de la goma a los campesinos pobres en las zonas serranas de Sinaloa. A nadie le consta que haya habido un convenio oficial entre México y Estados Unidos, pero el hecho es que se toleraba la siembra de la amapola en las inmediaciones de Badiraguato; por ejemplo, y se sabía que el microclima de Santiago de los Caballeros era perfecto para su cultivo.
La percepción que se tiene del narcotraficante entre las clases medias y en los medios políticos no es la misma que se vive en los estratos más bajos de la sociedad, en el imaginario colectivo más recóndito —riquísimo en fantasías— donde triunfa el mito y se disuelve en la historia oral que cuentan los ancianos del pueblo y los trovadores. Cineastas, narradores y compositores de corridos han recreado el mito del narcotráfico. Víctor Hugo Rascón nos ha permitido apreciar en una obra de teatro, Contrabando, cuáles han sido los efectos de la cultura de la droga en una comunidad de la Sierra Tarahumara. Élmer Mendoza, nacido en Culiacán en 1949, en Cada respiro que tomas ha conseguido relatar en español sinaloense cómo se ha configurado la percepción que desde abajo del poder han tenido las clases subalternas.
“El mito del narco tiende a ser una esencia del modo de ser del sinaloense y de los referentes que tiene, de lo que puede llegar a ser en esta vida: alguien poderoso y muy rico. Todo el mundo inventa cosas de los narcos, fantasías y rumores: le ocurrió eso, le pasó aquello, ayudó a Fulano, salvó a la niña, defendió a la señora”, dice Élmer Mendoza. Existe la idea de que el narcotraficante –norteño de origen rural, en la mayoría de los casos— le da trabajo a la gente, la sacan de apuros. Como decía una señora: “Pero cómo no va haber crisis, si no dejan trabajar a los narcos.”
De los cuentos del narrador culiacanense puede deducirse un universo en el que el narco es un orgullo para los de Sinaloa. Los jóvenes de Mocorito, Guasave, Caborca, Tubutama, El Sáric, Pitiquito, El Altar, El Sásabe, San Luis Río Colorado, Huatabampo y Los Mochis, reproducen su modo de vestir, sus camisas a cuadros, de broches, su pantalón de tapas, su gusto por las botas y las pickups, las esclavas, los anillos y los collares. Cuando un prófugo célebre se codea con el gobernador o el jefe de la zona militar y el comandante de la policía judicial federal, no despierta sino admiración: “Vean: el control que tiene, eso es poder. Hoy que saber invertir, en relaciones, en amistades.”
Como recurso y expresión populares, el habla del narcotraficante —su caló, su jerga, su código— traduce sus percepciones más íntimas. El lenguaje cifrado es su fuerza, su presencia, su influencia, su sistema de señales: su estilo. Se refiere al “chaca” (el jefe, a la manera del Chaca Azul africano de una serie televisiva), al “perico” (la coca), a los “cuernos de chivo” (las armas largas), dicen “pasado” por “drogado”, y remiten al habla corriente un verbo como “mocharse”, que significa tomarse una comisión de un dinero, compartir, repartir, salpicar.
El narco es como el caballero andante: un ser repudiable, el héroe que se realiza a sí mismo, el que posee enormes cantidades de dólares colombianos y que los ha obtenido no menos ilícitamente que los políticos en el poder, el llanero solitario, el representante de la raza, de este sector del pueblo cuyas aspiraciones son vivir al día, divertirse, burlarse de la justicia, andar en el cotorreo y en parrandas con tambora de tres días. Hay una especie de resguardo natural —como en los pueblos de Sicilia donde no se confía en la administración de la justicia formal— en contra del Estado y sus representantes. Es normal que el distribuidor de alguna droga en un cierto barrio, o en determinado pueblo, sea protegido por los mismos habitantes, incluso por quienes pudieran estar en desacuerdo con su actividad. Y no por temor o por no meterse en líos, sino por el espíritu de protección que priva en la comunidad. A ese mismo personaje se le pueden acercar a pedirle ayuda.
Cuando detuvieron a Caro Quintero era normal que todo mundo hablara muy bien de él. Su maestra de primaria: “Yo fui la maestra de Rafael en tercer año de primaria. Era un alumno muy brillante.” El personaje del narco representa para ellos el triunfo social, la consecución de un status conveniente. Si los poderosos tradicionales, los ricos y los funcionarios públicos, tienen lana y tierras porque las heredaron o se apropiaron de ellas, los narcos han hecho su capital arriesgando la vida. Ése es el razonamiento. No creen mucho en las leyes porque tienen un acuerdo con las policías (se puede comprar desde un agente, un comandante, hasta un procurador y un secretario de Estado).
En la preparatoria los alumnos dicen que no reditúa el estudio, que hay que ver el éxito de los chacas. No hay un terror por caer preso. Se considera como un accidente de trabajo. Se sabe quién anda en el negocio. Se sabe que los narcos existen, que la gente tiene trabajo, que tienen gestos de generosidad, pero no se les localiza ni se les delata. De pronto llegan a un restaurante y pagan la cuenta de todos los comensales o hacen obsequios muy impresionantes a glorias deportivas, porque los admiran o les dieron a ganar una apuesta. Tampoco son desprendidos con cualquiera, a su gente la tratan muy bien. Toda la crueldad que ejercen contra los enemigos se vuelve atención y ternura respecto de su propia gente. Lo que pidan, lo que quieran, los ayudan. Tienen que mantener la solidaridad, es decir, cuando alguien se quiere independizar entra en problemas. Es la estructura normal. Sólo se puede independizar cuando el de arriba cae. Siempre hay esa pugna. Siempre está el chaca. Mientras el capo es le grande, el intocable, el chaca manda a un nivel más bajo. Capos hay muy pocos, son los grandes jefes de los cárteles y más difíciles de tratar.
Es una estructura extraña la suya, muy vertical, a la manera siciliana: de protección, de respeto, de honor, de palabra. Se les puede pedir un favor, por ejemplo que un pistolero no moleste a una familia, hasta el financiamiento para iniciar un negocio legal. La verticalidad sigue rigiendo y las reglas de honor del pasado se han desvanecido con el tiempo. Ya no se puede dar el mano a mano entre las pandillas, todos contra todos, ni se establecen condiciones: no golpear no patear en el suelo, por ejemplo, todo ese código de honor. Ahora no. Un chico de 18 años no usa sólo las manos, puede muy bien traer un revólver. Lo que sí sobrevive, al menos entre los viejos, es ese sentido de la protección mutua. Si van a acribillar a los pasajeros de una camioneta, primero bajan a los niños. Matan a los adultos, pero no a los niños. Si va a realizarse una balacera colectiva en ciertas calles, avisan antes a los parroquianos. Hay esa conciencia de la protección, esa costumbre aún pervive en el Noreste.
Dicen los narcos de Sinaloa que ellos son los más derechos. A muchos se les prefiere y contrata por los cárteles de otros países porque hay la garantía de que van a llevar al negocio a buen término, sin traicionar al que los contrató y sin robarse el dinero. Hay un código tácito que marca ese comportamiento. “Todavía tenemos honor. Nos comisionan para algo y lo sacamos. No nos vendemos. No traicionamos.” Hay un fenómeno muy curioso: tienen siempre la certeza de que todos sus problemas se resuelven, que la policía, los procuradores, los policías, los militares, los representantes del Estado, tienen un precio. Y que basta llegarles al precio. Todo mundo está metido en el ajo.
Muchos narcos empezaron siendo ladrones de automóviles o de pacas de algodón. Están convencidos de que los únicos dólares reales que circulan en este país son productos del narco. Todos los dólares huelen a tierra, dicen, porque a veces tienen que enterrarlos en el jardín.
Un señor de 35 años jamás fue detenido y a esa edad ya estaba retirado. “Uno tiene que saber hacer las cosas. Este negocio tiene un ritmo que con los años se conoce y hay que moverse a este ritmo. Es una cosa natural. Saber cuándo parar, cuándo avanzar. Los dos pasos atrás y el paso adelante.” Y se retiró sin ser fichado.
Si el mito es un habla, un modo de significación, como escribe Roland Barthes, o bien una forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene, un punto de referencia que alimenta la identidad personal, como piensa Rollo May, ciertamente el narcotraficante mexicano ha conseguido a lo largo de los años insertarse con todos sus valores y sus gustos (su estilo de vida y su lenguaje) en el habla corriente de las clases menos afortunadas desde el punto de vista económico y cultural. Es un personaje que da significado a la existencia de muchos individuos, jóvenes y viejos.
Luis Astorga, en su Mitología del “narcotraficante” en México, dice que las nociones de “bueno” y de “malo”, de “normal” y de “anormal”, o la presunción criminológica del “carácter patológico del crimen”, operan en la práctica de la procuración de justicia formal como justificaciones oficiales tendientes a preservar —al menos teóricamente— el bien común por encima de los intereses particulares. El sociólogo culiacanense profundiza en las “creaciones sociales” o en las producciones conceptuales que, de signo contrario, se dan tanto en las clases dominantes como en las subalternas. Lo que para unas es moralmente negativo para otras es normal y no supone una consecuencia perjudicial para nadie. Desde la óptica de los compositores de corridos, apunta Astorga, se proyecta el mundo y el mito de los traficantes: los corridos como una especie de retraducción oral de los visible (autos, armas, vestimenta, gestos) y sus “tímidas referencias elípticas y eufemísticas”.
Si la versión gubernamental está forjada por policías, abogados, políticos, académicos o periodistas, la otra cara de la historia está dada por los compositores de corridos —Fiden Astor, Paulino Vargas, Ángel González, Reinaldo Martínez, Carlos Meli— que reflejan tanto el mundo de valores de los delincuentes como el de los policías, como si a través de una asimilación inconsciente ambos mundos fueran uno y el mismo. De los corridos se deduce una lírica pero también una épica: el relato de las gestas, las hazañas de quienes sobreviven a salto de mata fuera de la ley. “Son una especie de memoria histórica y códigos de orientación ética para quiénes se dedican a esta actividad... narran sus epopeyas y las luchas entre los héroes y los villanos, categorías que no corresponden a las de las versiones gubernamentales”, dice Luis Astorga.
El tipo de mercado al que los compositores se dirigen, y con el que se identifican, les hace reproducir en canciones lo que los propios traficantes (formados en el mismo universo social) escribirían probablemente de ellos mismos. “El compositor es un verdadero creador de mitos constitutivos de su visión del mundo, su filosofía, su odisea social, su forma de vida, de la transmutación del estigma en emblema.”
La anécdota típica que suele aparecer en los corridos tiene que ver con la historia íntima del narcotráfico, al margen de cualquier consideración moral o política, como en las mejores novelas policiacas. Los trovadores asumen el punto de vista del criminal, están de su lado y se expresan desde la voz de las clases que no tienen acceso a la prensa ni a la televisión ni a la radio —en muchas regiones se prohibe su radiodifusión— ni, por supuesto, a los oídos de los gobernantes.
Una épica de la droga, pues, es lo que por lo menos desde 1971 han venido componiendo Los Alegres de Terán y Ramón Ayala en la zona de Tamaulipas, y Los Tigres del Norte y Chalino Sánchez en el Noreste, de Culiacán a Ciudad Obregón a Hermosillo a Caborca a Mexicali a Tijuana pasando por El Altar y Sonoita.
“Ciertamente algunos corridos exaltan a los narcotraficantes”, cuenta el periodista chihuahuense Alejandro Gutiérrez, “y existen informes de que muchas veces los delincuentes mandan hacer sus canciones para quedar registrados en la historia como héroes”. Muchas de estas composiciones, como “El temible cuerno de chivo”, “Rafael Caro Quintero”, “Entre yerba, polvo y plomo”, “Contrabando y traición”, “La banda del carro rojo”, “El rey de la morfina”, presentan no pocos ni disimulados rasgos laudatorios de su actividad, y hay otros, como “La pizca de la manzana”, que incluso exaltan la labor policiaca o son meros registros históricos.
“Aquí todos los días se venden por montones, y es que esos corridos se bailan requetesuave”, confiesa Yolanda Arbizu, dependienta en Chihuahua de una disquera al mayoreo.
Todo el cuerpo de México —y no sólo el confín— es una frontera de la droga entre Estados Unidos y Colombia, entre la cultura latina y la anglosajona. México es frontera: entre la ética protestante y la ética católica. México: país frontera. Buena parte de las historias suceden entre Sinaloa, Sonora y Arizona; entre ciudades de Chihuahua y California, en ambos lados de la frontera entre Tamaulipas y Texas e incluso en Chicago, en Cali o Medellín, o en la sierra Madre Occidental, entre Sonora, Chihuahua, Durango y Sinaloa. Hay una canción, “R— Uno”, alusiva al famoso sembradío de Búfalo, Chihuahua, y a Rafael Caro Quintero.
Otros personajes, como Arnulfo González, Ramiro Sierra y Valentín Félix, comparecen asimismo en tragedias de abigeato y minería. En “El Espinazo del Diablo” el pleito es justamente por una mina de uranio. A los pilotos aviadores —como Manuel Atilano Escandón, que estrelló su avión contra la sierra de Badiraguato junto con los soldados que los custodiaban en vuelo y lo habían torturado— también se les da su crédito en estas historias de gesta. En “El avión de la muerte”, de Los Tigres de Norte, por ejemplo. Es el caso asimismo de “El zorro de Ojinaga”, al que se quiso derribar cuando sobrevolaba en su Cessna el cielo de Arizona.
No escasean, por lo demás, las letras dedicadas a traficantes o a policías: a Miguel Angel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero, a Florentino Ventura y Javier Coello Trejo, como protagonistas de un mismo teatro social. El corrido, le dijo a Astorga Jacobo Delavuelta, “entrega la nota informativa popular: es un estupendo noticiero que cuenta con la colaboración de un ejército de poetas anónimos que llevan, versificados, los relatos de los asuntos públicos”.
Se trata, pues, de una subcultura en el mundo del narcotraficante mexicano, con su propia legalidad ética y estética. Su conducta, registrada y celebrada en los corridos, es un desafío, pero también es una protesta: un disgusto cínico y no pocas veces alegre y relajiento, de risotada loca, contra la sociedad mexicana y su gobierno que no excluye ni a los lavadólares ni a los asesinos. Una protesta social, efectivamente, como quiere Hobsbawm, pero despolitizada y sin discurso explícito.
Historias, al fin, que en los pueblos se conocen, en Álamos, El Sáric, Tecate, la Rumorosa, Etchojoa, Magdalena, Cucurpe, desde el chamaco que se va y no vuelve sino años más tarde en una lujosa cheyenne, con botas vaqueras de 500 dólares y muchos billetes verdes, hasta la anécdota del hijo de la vecina que está en una cárcel de Tucson.
El anecdotario abunda en historias que cuentan cómo se establecen las conexiones y se corre la aventura, cómo la ven, cómo la viven los mexicanos, que se mueren de la risa y se burlan de todo el mundo, de la policía, del gobierno, de los gringos, de la Border Patrol. La cárcel es un hotel de lujo. No hay vergüenza carcelaria. Se alimentan muy bien. Aprenden inglés y algún oficio. Se hacen zapateros, electricistas, carpinteros, mecánicos.
“Allá está el Cesarón Montoya en la Tuna, Arizona. Está muy contento. Ya fueron a verlo. Está muy gordo. Pidió tortillas de harina el cabrón, vaquetón. Está aprendiendo técnico en refrigeración”, dicen las viejas del pueblo, al que llegan todos los mensajes. Pasan por el pueblo, por la báscula social y no hay fijón: no hay discriminación, no hay desprecio, no hay marginación social como se margina a un ladrón o a una puta. No la hay cuando caen en una prisión mexicana, menos la hay si terminan en una prisión gabacha.
“Allá está el muchacho”, dicen la mamá o la tía o la hermana. “Ay, que bueno, voy a descansar unos meses. De perdida sé dónde está el cabrón”. Así dicen. “Ya no voy a andar con el Jesús en la boca, de que me lo vayan a matar un día en la zona. Qué bueno, qué bueno que está en el bote. Que allá esté quieto una temporada.” Y ya se queda la mamá muy tranquila.
En la sierra no son infrecuentes las historias de equívocos. Se sabe que en Chihuahua a unos cazadores la policía judicial federal los confundió con narcotraficantes y los culpó mediante el habitual recurso mexicano de la prefabricación. Pero por otra parte —dado que la paranoia es el pan nuestro de cada día en este negocio— hay también anécdotas de cazadores o turistas a quienes los narcos toman por todo lo contrario: los creen agentes de la judicial federal y deciden —en su infinito ver moros con tranchete— que los vacacionistas andan investigando algo y los matan.
Existencia en la que va la vida de por medio, “el tráfico de drogas para algunos es una elección, para otros una segunda naturaleza”. Para quiénes se arriesgan y tienen éxito jugando en ambos bandos —en el de los judiciales y en el de los contrabandistas— significa riqueza, poder e impunidad, pues cosechan las ventajas de los dos campos. La letra misma de los corridos “sirve para discernir una realidad portadora de nuevos sentidos y de una no menos novedosa producción simbólica”, concluye Astroga.
El bandido héroe de otras épocas ha sido desplazado por el traficante héroe, pero no del todo, pues la vía de su presentación mítica —el corrido norteño y la tambora sinaloense— muestra aún huellas de convivencia de ambas categorías de héroes, a veces asimiladas o indiferenciadas. Y si bien el mito se encuentra en el imaginario colectivo como algo latente, algo que está allí a la mano de los sueños, a fin de darle coherencia a un mundo absurdo e incomprensible como la vida misma, lo cierto es que en el habla y las conversaciones de la gente, en los chismes y la transmisión oral de noticias, es donde mejor se presentan esos patrones narrativos que dan significado a la existencia de cada quien —puesto que cada quien se inventa la película que le conviene, la versión de la realidad que más coincide con sus fantasías— y le dan un color a la aventura que, de cualquier modo, significa estar en este mundo.

Puntos ciegos

No puede uno escotomizar ciertas zonas de la realidad nacional para luego campantemente deducir que todo, en la era del actual Presidente Constitucional de los Estados Unidos Mexicanos, está muy bien. Es como si de un archipiélago borráramos las islas desagradables: la isla de la tortura, la isla de la propaganda, la isla del fraude perfecto, la isla de la prefabricación en todos los órdenes —especialmente el judicial y el electoral—, la isla de la soberbia para imponer —por la fuerza— a gobernadores, senadores y diputados y, sobre todo, a un sucesor en la Presidencia.

***
La razón de Estado: la razón del Presidente o del “Estado presidencial”.

***
Como gremio, muy pocas veces se ha manifestado los escritores, en grupo, en un solo bloque. Posiblemente el actuar como gremio no corresponda al modo de ser natural de los intelectuales mexicanos, sobre todo porque no es muy cierta su existencia como gremio o corporación. (Cualquier ciudadano pensante y crítico es un intelectual.) Sólo una vez, que se tenga memoria, se pronunciaron: cuando fue encarcelado La Quina. Fernando Gamboa leyó en el noticiero de jz24 que todos los intelectuales estaban muy contentos con la medida: leyó el mismo texto que apareció al día siguiente en todos los periódicos en desplegados pagados por el gobierno, que también había convocado a la firma del pronunciamiento.
Pero como gremio los escritores habían guardado silencio —seis meses antes— ante unas elecciones presidenciales tan fraudulentas como las de Pascual Ortíz Rubio, Manuel Ávila Camacho y Adolfo Ruiz Cortines. Como gremio, en conjunto, en bola, los intelectuales no nos hemos enterado de que vivimos en uno de los países del mundo —los Estados Unidos Mexicanos, llamado así extraña y oficialmente— en que más se tortura y en el que, en el correr de una década, desaparecieron por lo menos más de 500 mexicanos. Como gremio, hemos callado ante la tortura y la desaparición de personas. Antes de 1962, unos 120 intelectuales franceses —con riesgo de su propia vida, en los años de la oas— firmaron una protesta contra la tortura en Argelia. Y protestaron como gremio. Como grupo. Sartre, entre ellos. Simone de Beauvoir.
“El intelectual, el hombre de letras, es aquel que interviene y se sitúa en el espacio de la polémica. Resulta entonces que intelectual es sinónimo de opositor y que el intelectual orgánico es la negación del intelectual tout court. Por otra parte, los intelectuales no son una corporación: ser intelectual es un derecho de cualquier ciudadano y toca a cada quien ejercerlo o no”.
—Claude Ambroise.

***
Vivimos bajo el imperio de la subjetividad, como observaba Pirandello. Es impresionante de qué manera cada uno de los actores proyecta su imaginario político. Cada quien está viendo la película que le conviene a sus necesidades políticas e imaginativas. Y quiere que su proyección prevalezca por encima de todas las demás.

***
El primero en utilizar el verbo escotomizar fue Sigmund Freud, en su ensayo sobre el fetichismo cuando habla de dos jóvenes que se habían rehusado a reconocer —es decir: habían “escotomizado”— la muerte del padre amado.
Se quiere sugerir con “escotomización” simplemente que ha sido cancelada una cierta zona del campo visual, perfilándose como una manchita, es decir: como un punto ciego.
La percepción ha sido borrada, “de modo que el resultado sería el mismo que si una impresión visual cayera sobre la mancha ciega de la retina”.

***
Una contradicción en los términos: el “Estado presidencial”, tanto como “revolucionario institucional” o “muerte viva”.

***
Al principio del poder consiste en su repetición. Quien lo ha probado quiere volver a ejercerlo y disfrutarlo. Es como el principio del placer: quien ha probado una sabrosa manzana roja quiere volver a deglutirla.
—No me digas —dice Hugo Hiriart—. Es como si tú me dijeras que una vez que una persona se acuesta con una mujer dice: Bueno, ya sé, ya no quiero más. No. ¿Cómo? Está el principio del repetir. Es el principio del placer de Freud: todo lo que te causa placer tiendes a repetirlo. Claro, una y otra vez. Si a ti te gusta un pastel o un helado, digamos uno de esos maravillosos tartufos que venden en Roma, un verdadero platillo para ángeles, tú no vas a decir: no, ya me comí uno y ya, no. Al contrario: uno quisiera comerse muchos más y todos los días.
Por ello mismo, por el principio del poder, no era del todo absurda la nunca prematura hipótesis de que el Presidente de los Estados Unidos Mexicanos en 1992 pensaba reelegirse —o elegirse, más bien— en 1994.

***
Escotoma: falta de visión en cierta zona del campo visual por insensibilidad en la parte correspondiente de la retina.

***
La idea de la sicilianización de México y del mundo no se da en un territorio concreto sino constituye una zona, un estrato de la realidad mexicana en la que conviven los políticos, los narcotraficantes y los dueños de casas de bolsa: la santísima trinidad que verdaderamente ha saqueado al país. Ahí es donde se da la sicilianización de la República (la pérdida del espíritu público, el gobernar para favorecer intereses particulares) que consiste en haber conseguido, por fin, la inexistencia del Estado.
En México no existe el Estado. El Estado no sólo es la ley escrita sino la obediencia de la ley, que se cumpla la ley. Para que un Estado esté vivo es necesario que se cumpla ley. En México existe la ley escrita, pero no se obedece, no se cumple. Lo que tenemos en México es un Estado muerto, inexistente, una necrosis. En otras palabras, la sicilianización de la sociedad política mexicana, no tanto de la sociedad civil, es que desde el gobierno se ejerce el poder en beneficio de grupos e interese particulares y no a favor del bien común.
De ahí que decir “Estado de derecho” se un pleonasmo en la práctica. Basta decir “Estado”.

***
Una máscara es un aditamento que distorsiona la identidad y que la esconde. Hay la máscara física, en el teatro, y en sentido figurado, las máscaras que nos ponemos y quitamos todos los días.

***
Que si el poder lo cambia a uno o no.
Le toma a uno muchos años llegar a ese círculo. tiene que cumplir antes con el rito de la abyección. Los peldaños del poder suelen estar llenos de mierda. Pero luego de unos 25 años de intentarlo traspasa uno el umbral y ya está del otro lado: en el cielo. Entra como en un estado de gracia. Paradójicamente se vuelve mejor. Más generoso. Más comprensivo. Más tolerante.

***
Imagino una novela policiaca mexicana con títulos como Personas desaparecidas, Cárceles clandestinas, El autor intelectual, La reina de las pruebas, De cadaverum crematione.
En las novelas malas se da una división muy marcada entre los buenos y los malos, pero en otro tipo de novelas nunca está muy bien dividida la bondad en relación con la maldad. Hay quien dice que en nuestro medio no se puede escribir novela policiaca porque no hay Estado, y si no hay Estado no puede haber un sistema de justicia confiable. No se puede escribir de policías que hacen respetar la ley porque el novelista caería en una de los problemas más escabrosos de su oficio: el de la falta de verosimilitud (o de credibilidad). Nadie se lo creería. (Volvemos al tema de la credibilidad, tan esencial al gobierno como al arte). En la realidad mexicana los delincuentes también son los policías. por eso la novela policiaca mexicana más auténtica y realista sería aquella en la que los asesinos y los ladrones y los asaltantes, además de los tradicionales, fueran también los policías. Hay una fusión entre policía y delincuencia, porque los que persiguen a los narcotraficantes son narcotraficantes ellos mismos, y hay una simbiosis entre policía y delincuencia tolerada por el poder público.

***
Escotoma: síntoma de varias lesiones oculares; se caracteriza por una mancha oscura o centelleante que cubre parte del campo visual.

***
Oíganlo bien, dice el Poder: En ningún caso, bajo ninguna circunstancia, en ninguna hipótesis, les vamos a transferir el poder. La Presidencia de la República no está en disputa. Eso no se discute. Para nosotros ése es el principio del poder: que no se transmite. Ni siquiera en el improbable caso de que perdamos las elecciones. ¿Está claro? ¿Se ha entendido el mensaje?

***
Una vez, durante la guerra del golfo Pérsico en enero de 1992, el comandante en jefe de las fuerzas norteamericanas, un inmigrante checoslovaco de apellido impronunciable, dijo en la televisión que en ese momento se encontraban —ellos, los norteamericanos y los iraquíes— en una especie de “mexican standoff”.
¿Qué quiere decir eso, “a mexican standoff”?, se estuvo preguntando durante años David Huerta.
Y yo me encontré un día con la definición en un diccionario de slang norteamericano.
Mexican standoff: A stalemate, deadlock Mexican seems to be used to give a sense of peril and crudeness to the situation, as if two personas faced each other directly with raised machetes of loaded-guns.
Algo así como “en jaque”. Estancamiento. Empate. Punto muerto. Ahogo del rey (en ajedrez). Sólo que en 1994 quienes se encontraban en un mexican standoff eran el gobierno y los nuevos zapatistas.

***

Miedo y poder.
Postular un “poder intimidatorio” equivale en cierto modo a proponer un pleonasmo tan ocioso como todos los pleonasmos pues está en la naturaleza misma de todo poder infundir miedo. Es una prerrogativa también de la divinidad en la invención de los creyentes o en las personas de sensibilidad religiosa: si se imagina o se inventa, como en la literatura fantástica, una figura como la del dios iracundo y vengativo, es porque a ése ser o poder superior se le consiente la gracia de despertar temor.
La estrategia de la intimidación puede ser una opción de quienes —al sospechar que su demasiado poder se les puede escurrir como agua de las manos— quieren mantenerse en el trono.
Hannah Arendt concluye así su ensayo Sobre la violencia: “Cada disminución del poder constituye una invitación abierta a la violencia. Y eso ocurre porque quienes tienen el poder y sienten que se desliza de sus manos, sean el gobierno o los gobernados, siempre han tenido dificultad en resistir la tentación de sustituirlo por la violencia.”
A Norberto Bobbio lo interrogaron una vez sobre la relación entre miedo y poder y contestó:
“El miedo siempre ha sido un instrumento del poder. Por una razón muy simple: tener poder quiere decir tener la capacidad de determinar el comportamiento de los demás, de hacer que los demás hagan lo que espontáneamente no harían. Nada mejor que el miedo sirve a este propósito. El miedo tiene un efecto paralizante. Te desanima a hacer lo que querías y te constriñe a hacer lo que no querías.”
El miedo hobbesiano queda explicado así en el Leviatán: el temor a la muerte se localiza en el origen mismo de la ley el Estado. Antes de reunirse y ponerse de acuerdo, los seres humanos viven en una virtual situación de guerra y temor en la que no existe “conocimiento de la faz de la tierra, ni cómputo del tiempo, ni artes, ni letras, ni sociedad; y lo que es peor de todo, existe continuo temor y peligro de muerte violenta; y la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”.

***
En tiempos de propaganda, como nos ha tocado vivir en este nuestro fin de siglo mexicano, es estridencia del Complejo Propagandístico Gubernamental no deja oír muy bien las voces individuales del ciudadano en la plaza, el libro o la revista. Sin embargo, como decía Francis Scott Fitzgerald:
“La prueba de una inteligencia de primera es la capacidad de retener en la mente al mismo tiempo dos ideas opuestas sin perder la facultad de funcionar. Uno debería, por ejemplo, ser capaz de ver que las cosas no tienen remedio y, sin embargo, estar decidido a cambiarlas.”
Es la paradoja de la inteligencia y la esperanza.

***
Escotoma: punto ciego en algún lugar de la retina.

Sueños políticos

Nunca me he explicado del todo por qué desde hacia años sueño con los presidentes. Les tenga o no simpatía, aparecen y reaparecen en mis sueños.
Sabemos que no siempre recordamos nuestros sueños. Lo más frecuente es que los neguemos, que los cancelemos. Se supone que es ésa una maniobra del inconsciente para no dejarlos salir a la luz. Que yo recuerde, el primer Presidente que soñé fue x. Quiero decir: no tengo noticia de que arc o alm o gdo se hayan hecho invitar desde el más allá al escenario de mis sueños. No. Seguro que el primero fue x.
Uno es el creador de sus sueños. Todo lo que sucede allí en el teatro de los acontecimientos oníricos es creación de uno. Son los sueños la típica proyección de uno mismo. Nada tiene que ver más con uno que sus sueños. Y lo más curioso es que los personajes soñados no suelen ser los que parecen ser: generalmente son disfraces (máscaras) de otros seres significativos en nuestra vida. Así, es muy posible que x no haya sido en mis sueños más que un símbolo de autoritarismo y la intolerancia. Mi imagen consciente de x es que el hombre es un genio del mal. Tiene en realidad un talento especializado, una mente política, para destruir a sus enemigos. Su animalidad política por muy pocos ha sido igualada. Tal vez fue el último con verdadera vocación para dominar, con auténtico deseo de poder. Probablemente su placer más secreto era la venganza. Nunca le faltó inteligencia para premeditarla, calcularla, realizarla y disfrutarla. Sea como sea, el tanto no siempre está al servicio del bien. En el caso de x es indudable que había genio, pero para el mal. Gozaba él de una creatividad realmente notable para hacer daño y, por otra parte, no tenía conciencia del mal (como los personajes de Buenos muchachos, la película de Martin Scorsese). Ninguna sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Creo también que dio asilo en su persona a una personalidad dividida. Por un lado se conmovía ante los campesinos muertosdehambre; por otro, los destuía. Decía cosas —con muy desafortunada sintaxis— que casi nunca tenían que ver con la realidad, miembro como lo era de un partido esquizoide. En fin, se trata, para bien o para mal, legítima o ilegítimamente, de una figura de autoridad, de un cadáver ilustre que ya no está en la película de los mexicanos, pero al que yo soñaba de vez en cuando en los años 70.
Cuando x se ausentaba del país lo soñaba más que de costumbre. Era como la silueta de un padre que me hubiera abandonado.
Digamos que empecé a tener sueños políticos hacia los 30 años. A principios de los 70 y después del 68. No sé si hay una relación entre esa edad (la edad de la ideología) y esa fecha. El caso es que también soñaba a y cuando andaba de viaje por Europa. Es obvio que estrictamente soñando no eran ni x ni y, sino los disfraces de otras personalidades importantes en mi más remota vida afectiva. Eran los actores que encarnaban a figuras que yo no me atrevía a ver directamente a los ojos y cuyos rostros no me podía yo representar.
He de haber soñado a y más de una vez: un padre débil, frivolón y fundamentalmente narcisista e infantil. Se volvió loquito con todo el oro del mundo —el oro negro— que da una presidencia mexicana. Realmente regresó a la cuna de ruedas de los bebés que dan órdenes chillando y chantajeando con sus gritos. Dios mío, me decía, ¿cómo es posible que estos señores hayan sido nuestros presidente? Cuando mucho pudieron haber sido unos muy competentes gerentes de Sears Insurgentes.
¿Por qué, pues, le da a uno por soñar presidentes? Una vez asistí como periodista a una sesión de veinte horas continuas con el doctor Roquet, que daba una tipo de terapia psicoanalítica con drogas. En la madrugada, cuando los pacientes yacían tranquilos o excitados (pero sobre todo muy ensimismados) en el suelo, de pronto el doctor Roquet proyectó en la pared una enorme fotografía en colores del presidente x y su esposa. Supongo que el terapeuta quería propiciar en los pacientes la imagen de la autoridad o de los padres: inducir en los receptores alguna proyección personal, algún conflicto con la autoridad, o alguna muestra de cariño, como si x y su señora fueran los papás de todos los mexicanos.
El mero contacto con un Presidente, el acercamiento al tótem, la mera relación social, le puede a uno cambiar la película de lo que está ocurriendo en el país. El tratar a alguien, el darle la mano, el compartir su misma mesa, es como estar de acuerdo con él. Equivale a sancionarlo. Se crea una convicción muy especial, me decía gt, cuando uno viaja, por ejemplo, en el avión presidencial. Basta que te tome en cuenta el Presidente para que te sientas de su lado. Es algo en cierto modo mágico. El poder crea a partir de la nada. El poder inventa realidades, construye, al mismo tiempo que es una invención.
z siempre me pareció un personaje bastante gris; un hombre titubeante, indeciso, absolutamente sin ninguna imaginación para nada, incapaz de tomar una iniciativa. Mediocre. Ni bueno ni malo. No era él en rigor —en mi sueño— sino una creación mía. Yo era el que ponía en z esos tributos. De todas maneras, como digo, llegué a soñarlo. ¿Por qué?
Porque era el Presidente. Legítimo o no, amado u odiado por el pueblo, haya tomado el poder por las buenas o por las malas, el Presidente es el jefe de la tribu, en los términos más ancestrales y míticos. La figura presidencial intimida, es la encarnación perfecta de la intimidación. Como jefe de la tribu, equivale al poder intimidatorio por excelencia. Por eso despiertan tanto extraño miedo las interrupciones al Presidente en la Cámara de Diputados. Hay algo de visceral y religioso en el poder mexicano. Hay mucho de sagrado. Y no poco de macabro. Por eso sataniza a quien le dispute su ejercicio. Y si el Ejército es tótem, el Presidente es tabú
.

La gallina de los huevos de oro

Con el mutis del PRI, es decir, con su salida del escenario –esperemos que no por pocos años— empiezan a ponerse sobre la mesa cuestiones antes impensables.
Por ejemplo: ya no tienen ninguna razón de ser los senadores y diputados plurinominales. Su invención se juzgó necesaria en los tiempos de Jesús Reyes Heroles cuando había que taparle el ojo al macho a una representación popular copada al cien por ciento por legisladores del PRI. Ya no tenemos por qué tener senadores y diputados que no elegimos.
Otro asunto que favorece la nueva situación: es el momento justo para quitarle al PRI el monopolio de los colores de la Patria, que son de todos (como los colores de los chiles de Nogada y la virgen de Guadalupe).
Y otra cosa más: vivimos el gran momento para impedir de hoy en adelante que los gobernadores se sigan volviendo tan millonarios en dólares como hasta ahora. Aprovechemos la coyuntura para incorporar a las leyes estatales mecanismos de rendición de cuentas y un control más estricto de los secretarios administrativos.
Ya en los años 70 un gobernador de Sinaloa decía que una gubernatura, por pobre que fuera (la de Tlaxcala, por ejemplo), dejaba por lo menos cien millones de dólares. No se trata de perseguir a nadie, pero habría por lo menos que reflexionar acerca de cómo es posible que exgobernadores de Chiapas (con ranchos en San Luis Potosí), Tabasco, Sonora, Tamaulipas, Yucatán, Campeche, Veracruz, Nuevo León, Baja California (con casas en Los Cabos y en La Paz) y Baja California Sur, Sinaloa, se cuenten entre los hombres más ricos de México, con unos cuentones de muchos millones de dólares en el Wells Fargo de San Diego o en las islas Caimán. ¿Cómo se pueden dar ese tren de vida, con casas en Miami y en Houston, en Cuernavaca y en Acapulco, o en La Jolla, California (no en París o Nueva York porque son lugares demasiados cultos para ellos y no hablan otros idiomas)? ¿Cómo le hacen, si ya no trabajan, para andar en Mercedes o en BMW, con escoltas de 50 mil pesos mensuales?
Eso tendría que acabarse: la plaga de los exgobernadores. A la mejor habría que normar las relaciones entre los gobernadores y los hombres de negocios. Hasta ahora, la mayoría ha aspirado a las gubernaturas primordialmente para una cosa: para hacer negocios con sus amigos.
Otra cosa: los secretarios adiministrativos. Hay que cuidarles las manos. Normalmente roban para su jefe y lo protegen legalmente: cubren la “normatividad”, para que a su vez su jefe los deje robar a ellos o recibir prebendas y comisiones por debajo de la mesa. Generalmente son contadores públicos y se dedican sobre todo a robar dentro de la ley. Saben hacerlo.
Si alguna vez se pedía una definición acerca de lo que era el PRI lo primero que se barruntaba era una estructura de saqueo. Lo definitorio del PRI era que era un partido que para mantenerse en el poder utilizaba fondos del erario público. El reparto del botín se daba sobre todo en las campañas, pues no había contabilidad alguna. Los candidatos a gobernador pasaban las cuentas de la campaña a la Tesorería una vez que tomaban posesión. Eso era el PRI. Con el erario público se financiaba la casi siempre fraudulenta elección. Pero se les acabó la película. Gobernaban para sus amigos. Llegaban y humillaban a los que antes estaban trabajado allí en las oficinas que estrenaban. Se les pagaba la gasolina, los hoteles, los aviones, los carros y hasta la cuenta de sus sastres. El colmo de la descomposición priísta alcanzó su punto más grave en el Estado de Morelos, donde una verdadera organización criminal de secuestros tenía su asiento en la procuraduría y los cuerpos policiacos. El hampa estaba en el mismo poder, en la infraestructura policiaca, como en los años de José López Portillo o los de Carlos Salinas.
Pero la verdad es que la derrota incluso ha sido buena para los militantes del PRI: un cable a tierra, una vuelta al principio de realidad. Empieza a ser un partido político. Sus miembros discuten, compiten por la dirigencia, y (dicen) ya no le hacen mucho caso al Presidente.
A lo que había que pasar ahora es a la corrupción del poder legislativo. ¿Por qué tienen que seguir ganando 100 mil pesos mensuales los senadores más otros 120 mil pesos si tienen personal de apoyo y comisiones? ¿Por qué cada diputado ha de costarnos más de 100 mil pesos cada mes? En los pasillos de las cámaras corre el billete, y muy fuerte. El billete que no les pertenece. Y a nadie tiene que rendirles cuentas los diputados y los senadores. Ya no digamos cuando se compran los votos. En la penúltima legislatura los diputados no regresaron los carros que la propia Cámara les había prestado. Se los robaron.
Ah, y sobre todo, ¿qué tienen que seguir haciendo allí los diputados y senadores plurinominales a quienes el pueblo no eligió? Forman parte de esta misma componenda que en el fondo corrompe y debilita al poder legislativo.

Coca Cola en la sangre

“México principiará por vagar sin rumbo, a la deriva, perdiendo un tiempo que no puede perder un país tan atrasado en su progreso, para concluir en confiar sus problemas mayores a la inspiración, a la imitación y la sumisión a Estados Unidos, no sólo por vecino rico y poderoso, sino por el éxito que ha tenido y que nosotros no hemos sabido alcanzar”, escribía Daniel Cosío Villegas en 1946, cuando no lo impresionaba para nada el triunfalismo de Miguel Alemán.
“A ese país llamaríamos en demanda de dinero, de adiestramiento técnico, de caminos para la cultura y el arte, de consejo político, y concluiríamos por adoptar íntegra su tabla de valores, tan ajena a nuestra historia, a nuestra convivencia y nuestro gusto.”
Hace cincuenta y cinco años México debía industrializarse, crear capital y riqueza para después repartirla, pero la estrategia económica del alemanismo sólo beneficiaba a un sector muy reducido de la sociedad. Pese a la estabilidad política, el desempleo iba en aumento y por ello ni Cosío Villegas ni Frank Tannenbaum se ilusionaban con un proyecto semejante.
Tannenbaum pensaba que no había que abandonar al campo, que las comunidades rurales debían desarrollarse con todos los adelantos de la técnica y el apoyo estatal hasta lograr su autosuficiencia regional. Postulaba una filosofía de las “pequeñas cosas”, para aprovechar lo que se tenía en las regiones. Pero no fue comprendido. Cuando vino a México a discutir sus ideas, en 1951, fue abruptamente rechazado por los economistas mexicanos y sólo dos intelectuales, Daniel Cosío Villegas y Emilio Uranga, lo defendieron.
Las categorías con que entonces se interpretaba la realidad nacional tal vez no funcionan ahora de la misma manera —dada la globalización, visto el viraje del gobierno de Miguel de la Madrid hacia una liberalización completa de la economía—, pero la historia sabe y al menos la constante de la imitación sigue caracterizando nuestra actuación nacional.
En 1953 otro historiador, don Silvio Zavala, veía una secuela del porfirismo en la marcha general de la sociedad mexicana. La admiración de lo extranjero va produciendo cierto apartamiento de los problemas propios de México, escribía: Nunca el concepto de México se había ido tan lejos y más contrariamente a la realidad, “no obstante que esa tendencia imitativa de lo extranjero implicaba una actitud cosmopolita y ajena al nacionalismo excluyente de otros valores”.
Pero su defecto radicaba en que partía de un vergonzante rechazo o disimulo de la personalidad propia, de la realidad esencial de México, que no podía lograrse como país, ni crear con fuerza y autenticidad, “sin violar su constitución histórica, tratando en vano de imitar a Europa y Estados Unidos”.
Da pena volver a citar una y otra vez la multicitada frase de Robert Lansing, el secretario de Estado norteamericano, que en 1925 declaraba que “México es un país fácil de dominar, basta controlar a un solo hombre: el Presidente. Debemos abrirles las puertas de nuestras universidades a los jóvenes mexicanos que llegarán a ocupar cargos importantes y a adueñarse de la Presidencia”.
Y dentro del esquema de esta imitación extralógica el actual escudo de la Presidencia habla inocente, inconscientemente. Su mutilación resulta un acting out, una proyección de valores y tendencias, si atendemos a la semiótica, a la teoría general de los signos.
Porque la mutilación del escudo nacional es simbólica, un reconocimiento tal vez indeliberado por parte no sólo de Fox (también de Zedillo, Salinas, De la Madrid) de que la soberanía se ha vuelto relativa en la práctica, de que el corte transversal del águila (tan parecida al águila de todos los poderes, de los antiguos romanos, del escudo de Estados Unidos, de la Italia de Mussolini) rememora la amputación del territorio nacional en 1848. ¿Lo estarán celebrando? ¿O es una manera de aludir a la memoria histórica? ¿O es un intento mercadotécnico de homologar el logo de la Presidencia de la República al logo de la Coca Cola? Porque la ola allí está. Por debajo y como firma, como latiguillo de una rúbrica que se sabe a media águila. No a todo vuelo ni a todo cuerpo. A medias. El águila del poder cercenada. Sin patas ni rabadilla. Un país a medias. México en dos.
Lo intentaron decir en 1964 Juan Rulfo y Rubén Gámez en La fórmula secreta, una película que vio censurado su título original: “Coca Cola en la sangre”.
“Yo la única película que hice se llamó La fórmula secreta. Originalmente se llamaba Coca Cola en la sangre, pero le quitaron ese título porque pensaban que nadie iba a verla. Es la historia de un hombre al que le están inyectando Coca Cola en lugar de suero y cuando empieza a perder el conocimiento siente unos chispazos de luz y la Coca Cola le produce unos efectos horribles, y entonces tiene una serie de pesadillas y en algunas ocasiones habla contra todo. Es una película anti. Es antiyanqui, anticlerical, antigobiernista, antitodo.”
Así habló Juan Rulfo en Caracas, en la Universidad Central de Venezuela, el 13 de marzo de 1974. Se refería a la película de Rubén Gámez de 1964 en la que un hombre es conducido dentro de un túnel “como si hubiera caído en la sonda de un remolino”. Falso cine directo, de dimensión brechtiana, dice Jorge Ayala Blanco que es este mediometraje (42 minutos) en el que se abunda hasta la náusea en al proceso de norteamericanización de México.
A treinta y siete años de distancia, éste que en su tiempo se consideraba un discurso “antiimperialista” ha escapado ya al campo referencial de los análisis políticos. Muchos de los espectadores entenderían muy bien la película si la vieran ahora, pero otros tal vez no alcanzarían a descifrar su mundo de referencias porque la profusión de marcas transnacionales en los anuncios espectaculares y en la televisión, no menos que el español de construcción inglesa que usan por igual publicistas y gobernantes, se acepta con una aletargada naturalidad.
La Coca Cola ha estado entre nosotros desde que nacimos, no importa a qué generación pertenezcamos: en las calles, los periódicos, las carreteras, en los pueblos mas apartados de la sierra de Oaxaca. Con más incidencia que el logotipo de PRI. Tiene carbonato, se dice, y sirve para sustituir el agua de los ríos que causan enfermedades gastrointestinales en las comunidades rurales. México es uno de los países en que más se vende.
No se sabe si su fórmula sigue siendo “secreta” o un mito que mantienen sus fabricantes de Atlanta. Lo cierto es que contiene coca descocaínada, agua, azúcar, dióxido de carbono, ácido de limón o ácido ortofósforo, según el Diccionario de errores alimenticios más populares, que publicaron en Alemania el año pasado Uddo Pollmer y Susanne Warmuth. Para su aroma lleva tinturas de algarroba, hojas de “coca sin cocaína”, extracto de nuez moscada y agentes activos de miristicina y elemicina.
El corresponsal de EFE en Berlín lee que estas sustancias se transforman en el hígado en anfetaminas como la MNDA, que químicamente está relacionada con la droga éxtasis, y cuyos efectos son los mismos que causa la cannabis: relaja y proporciona una agradable sensación. Se necesitan conocimientos de química para añadirle cafeína, que la tiene, entre otros ingredientes como destilados de lima, cacao, tinturas de hojas de mandarina y una pizca de gengibre. Los autores del Instituto Europeo de Alimentos informan que la chispa de la vida contiene asimismo extractos de corteza de árbol de mimosa, canela, vainilla, y un par de gotas de aceites etéricos especiales. Por cada litro de agua va un gramo de esta mezcla.
Las serpenteantes letras blancas o rojo “coca cola” del logotipo ya estaban en 1892 cuando la empresa invirtió 300 mil dólares en la prensa, en un millón de calendarios, en ceniceros, en diez millones de cajetillas de cerillos, en cinco millones de placas para los muros. “La repetición publicitaria habrá de penetrar como una gota de agua en una roca. Si se golpea ininterrumpidamente, el clavo se instalará en el cerebro”, decía uno de los publicistas de la época.
Sería demasiado capcioso atribuirles tanta intención subliminal a los diseñadores del nuevo logotipo de la Presidencia mexicana, pero juro que a un hombre de la calle y no a un discípulo de Umberto Eco —especialista en semiología— se le ocurrió que hay un curioso parecido entre el logo de la Coca Cola y el nuevo escudo nacional ahora mutilado por la oficina de Los Pinos: por debajo de la media águila serpentea la misma ola de la rúbrica de la primera C de la Coca Cola.
Se trata del “subidón” del que habla el diseñador gráfico Javier Mariscal, ganador en Madrid del logo olímpico para el año 2012: “Una llama o bandera dinámica fácil de retener y de reconocer”.
Gobernar a media águila puede equivaler a cabalgar sin grupa, y a dos patas, como no haría el hombrecito de Marlboro.