La cultura de la prefabricación
Ciertamente el poder engendra realidad, manipulándola y sistematizándola, pero también produce fantasías: la ficción, la inventiva, la mentira del poder.
La asociación entre novela y política no es nueva. Lo habitual, sin embargo, es que esta reunión conceptual sugiere el tema de la política en la novela o la relación que podría guardar el escritor con la política. Para otros lo que interesa de la cópula novela-política es más bien algo que tienen en común ambas: su capacidad de invención.
Si la novela es creadora de mundo ficticios, que nunca excederán la dimensión humana, el poder también es fabricante de ficciones. Hay una suerte de circularidad entre la literatura y la vida: dos planos en los que la realidad se convierte en ficción y la ficción en realidad. En el fondo se trata de un antiguo problema: el de la verdad y la mentira, el de la falsedad y la verosimilitud (o credibilidad).
Hay una esfera de la realidad, en la vida de todos los días, en que las cosas se confunden o mimetizan unas entre otras. No se sabe muy bien lo que es una invención o un hecho.
En cierto modo los protagonistas del poder —un procurador de justicia, un policía, un jefe de prensa., un secretario de Estado, un gobernador, un madrina— van construyendo una ficción cuando sueltan o retienen datos a la opinión pública. Ofrecen verdades a medias. Regalan mentiras completas. Cuando mucho su generosidad llega a mostrar una parte de la verdad. Ya lo había sospechado Leonardo Sciascia: “Para quien esté provisto de imaginación, el poder ha adquirido una cualidad fantástica; es realidad que se ha convertido en ficción”.
Los problemas, pues, para el ocultamiento de la verdad, o para su disfraz, desde el punto de vista de un representante del Estado, son muy semejantes a los de un dramaturgo, un cineasta, un novelista, o cualesquiera otros manipuladores profesionales de la realidad. Se trata de volverla verosímil.
Los novelistas dan versiones acerca de las cosas y las personas. Desde su punto de vista, escriben una visión del mundo y de la época que les tocó vivir. Así también, como si fuera un novelista de misterio o un dramaturgo, el Poder trabaja de enigma en enigma y ofrece sus soluciones: la verdad del poder. En 1968 el Poder novelizó a través de la prensa los acontecimientos del 2 de octubre y estatuyó su verdad de los hechos. En cierto modo Gustavo Díaz Ordaz escribió una mala novela sobre la masacre, pero nadie creyó en su versión y todo mundo dedujo, como en aquella obra de Agatha Christie, que el narrador era el asesino.
No fue menos autor de la novela del 10 de junio de 1971 Luis Echeverría, quien en algún momento de su juventud —según recordaba Pepe Alvarado— tuvo inclinaciones literarias. Gran distorsionador de la realidad, talentoso para el disimulo en la misma medida en que alguien es genial para el ajedrez, Luis Echeverría —a quien exculpó Carlos Fuentes— escribió una novela sobre la matanza de los Halcones. Creó personajes: las “fuerzas oscuras”. Imaginó una trama: “un conflicto entre estudiantes”. Y redactó una ficción que confió a un propagandista político de la televisión: “Definitivamente, Jacobo, vamos a investigar, y los culpables serán castigados”.
Con esto se aspira a hacer ver que los usufructuarios del poder son creadores de “realidad”, que muchas veces la “verdad” es como ellos quieren que sea. Véanse los constantes boletines de prensa descalificadores de la Dirección de Comunicación Social de la Presidencia de la República. No es otra la función de un Ministerio de Propaganda. De ahí el carácter mágico de la política. De ahí la necesidad de un Complejo Propagandístico Gubernamental a través de la radio, la televisión y la prensa escrita. Mientras mantienen el poder, sus beneficiarios se comportan como historiadores de lo inmediato, irrebatibles. Su narcisismo no les permite tolerar la mínima disidencia. Los medios de gobernación se ponen al servicio de su “verdad” y reproducen su versión de los hechos. Durante década nadie se atrevió a cuestionar la “verdad” de Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón sobre el asesinato del general Francisco Serrano y sus acompañantes en Huitzilac, Morelos, el 3 de octubre de 1927. Sólo una novela, La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, supo preservar para la literatura —mediante una ficción paralela— el papel de decir la verdad.
Tarde o temprano, sin embargo, la verdad del poder se desvanece. Se tritura con el paso del tiempo. Mientras prevalece, en la medida en que sus autores detentan el poder, hay que saberla leer. El lenguaje y los actos del poder son como criptogramas, como palabras y frases que hay que saber ir descifrando. Los silencios también son signos como las elipsis y las omisiones de los novelistas: son como signos de puntuación. Es la novela del poder.
El caso Buendía está todo en los periódicos. Bastaría saberlos leer. Sobre todo en los diarios de los primeros días de junio de 1984. Las palabras y los hechos se desplazan como peces en una pecera. En las primerísimas crónicas, como la de Raymundo Riva Palacio en Excélsior, ya estaba la novela policiaca de Manuel Buendía. Sólo que había que saberla leer. Seguramente, como en el caso de Francisco Serrano asesinado en Huitzilac, tendremos que esperar 50 años para conocer la verdad.
Sin embargo, el caso Buendía fue teniendo innumerables autores: Victoria Adato, Paz Horta, Renato Sales Gasque, Zorrila Pérez, Jesús Miyazawa, y finalmente el subprocurador especial Miguel Ángel García Domínguez y algunos acusados, como Rafael Moro Ávila. Y es que del poliedro del caso Buendía sólo se permitió ver algunas de sus caras: las que buenamente concedió el fiscal especial en su último informe: un conjunto de verdades parciales que sólo sirvieron para dar más fuerza a la ficción y enriquecer el universo de dudas.
Pero sin duda alguna la práctica de la invención se ejerce con mayor libertad creativa en los casos prefabricados, es decir, cuando se resuelven crímenes prefabricando culpables.
“Los resultados en la resolución son espectaculares por la rapidez y aparente eficacia, pero de desastrosas consecuencias si de seguridad pública se trata. Con cualquier ciudadano se puede fabricar a un culpable, ni siquiera se necesita que tenga antecedentes penales, no hay apelación que valga cuando el mecanismo ha sido puesto en marcha: policías, ministerios públicos, jueces, magistrados y ministros condenan si clemencia y se convierten también en criminales, ya que un crimen es acusar, juzgar y sentenciar a un inocente. Cada crimen resuelto fabricando un culpable tiene por lo menos dos delincuentes sueltos: quien lo metió y quien lo fabricó, aunque éste haya sido premiado por la prontitud en la aparente solución”, ha escrito María Teresa Jardí.
“Decir que las cárceles están llenas de gente inocente no es exagerar en absoluto. Varios crímenes famosos cometidos en los últimos años así se han resuelto. Familias enteras destrozadas, en la miseria, tocando una y otra puerta, que siempre se cierra, mendigando una justicia que debieran poder exigir porque ningún funcionario quiere aceptar que el otro lo hizo mal, a pesar de que se conviertan en cómplices de la impunidad más vergonzosa: aquélla que emana del poder violando una garantía de importancia vital en cualquier democracia de seguridad jurídica.”
Vivimos, pues, en un país en el que no sólo se ve con naturalidad el ejercicio cotidiano de la tortura y el gobierno de las policías sino en el que, además, predomina la cultura de la prefabricación. Todos los días se le monta un delito a alguien. Se le inventan cargos (como en los años dorados de la Inquisición). Se colocan indicios para poder acusarlo. Se prefabrica, con gran imaginación escenográfica, el cuerpo del delito.
Y las elecciones, por lo demás, no son otra cosa que prefabricación. Tanto como la Presidencia misma de la República.
La asociación entre novela y política no es nueva. Lo habitual, sin embargo, es que esta reunión conceptual sugiere el tema de la política en la novela o la relación que podría guardar el escritor con la política. Para otros lo que interesa de la cópula novela-política es más bien algo que tienen en común ambas: su capacidad de invención.
Si la novela es creadora de mundo ficticios, que nunca excederán la dimensión humana, el poder también es fabricante de ficciones. Hay una suerte de circularidad entre la literatura y la vida: dos planos en los que la realidad se convierte en ficción y la ficción en realidad. En el fondo se trata de un antiguo problema: el de la verdad y la mentira, el de la falsedad y la verosimilitud (o credibilidad).
Hay una esfera de la realidad, en la vida de todos los días, en que las cosas se confunden o mimetizan unas entre otras. No se sabe muy bien lo que es una invención o un hecho.
En cierto modo los protagonistas del poder —un procurador de justicia, un policía, un jefe de prensa., un secretario de Estado, un gobernador, un madrina— van construyendo una ficción cuando sueltan o retienen datos a la opinión pública. Ofrecen verdades a medias. Regalan mentiras completas. Cuando mucho su generosidad llega a mostrar una parte de la verdad. Ya lo había sospechado Leonardo Sciascia: “Para quien esté provisto de imaginación, el poder ha adquirido una cualidad fantástica; es realidad que se ha convertido en ficción”.
Los problemas, pues, para el ocultamiento de la verdad, o para su disfraz, desde el punto de vista de un representante del Estado, son muy semejantes a los de un dramaturgo, un cineasta, un novelista, o cualesquiera otros manipuladores profesionales de la realidad. Se trata de volverla verosímil.
Los novelistas dan versiones acerca de las cosas y las personas. Desde su punto de vista, escriben una visión del mundo y de la época que les tocó vivir. Así también, como si fuera un novelista de misterio o un dramaturgo, el Poder trabaja de enigma en enigma y ofrece sus soluciones: la verdad del poder. En 1968 el Poder novelizó a través de la prensa los acontecimientos del 2 de octubre y estatuyó su verdad de los hechos. En cierto modo Gustavo Díaz Ordaz escribió una mala novela sobre la masacre, pero nadie creyó en su versión y todo mundo dedujo, como en aquella obra de Agatha Christie, que el narrador era el asesino.
No fue menos autor de la novela del 10 de junio de 1971 Luis Echeverría, quien en algún momento de su juventud —según recordaba Pepe Alvarado— tuvo inclinaciones literarias. Gran distorsionador de la realidad, talentoso para el disimulo en la misma medida en que alguien es genial para el ajedrez, Luis Echeverría —a quien exculpó Carlos Fuentes— escribió una novela sobre la matanza de los Halcones. Creó personajes: las “fuerzas oscuras”. Imaginó una trama: “un conflicto entre estudiantes”. Y redactó una ficción que confió a un propagandista político de la televisión: “Definitivamente, Jacobo, vamos a investigar, y los culpables serán castigados”.
Con esto se aspira a hacer ver que los usufructuarios del poder son creadores de “realidad”, que muchas veces la “verdad” es como ellos quieren que sea. Véanse los constantes boletines de prensa descalificadores de la Dirección de Comunicación Social de la Presidencia de la República. No es otra la función de un Ministerio de Propaganda. De ahí el carácter mágico de la política. De ahí la necesidad de un Complejo Propagandístico Gubernamental a través de la radio, la televisión y la prensa escrita. Mientras mantienen el poder, sus beneficiarios se comportan como historiadores de lo inmediato, irrebatibles. Su narcisismo no les permite tolerar la mínima disidencia. Los medios de gobernación se ponen al servicio de su “verdad” y reproducen su versión de los hechos. Durante década nadie se atrevió a cuestionar la “verdad” de Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón sobre el asesinato del general Francisco Serrano y sus acompañantes en Huitzilac, Morelos, el 3 de octubre de 1927. Sólo una novela, La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, supo preservar para la literatura —mediante una ficción paralela— el papel de decir la verdad.
Tarde o temprano, sin embargo, la verdad del poder se desvanece. Se tritura con el paso del tiempo. Mientras prevalece, en la medida en que sus autores detentan el poder, hay que saberla leer. El lenguaje y los actos del poder son como criptogramas, como palabras y frases que hay que saber ir descifrando. Los silencios también son signos como las elipsis y las omisiones de los novelistas: son como signos de puntuación. Es la novela del poder.
El caso Buendía está todo en los periódicos. Bastaría saberlos leer. Sobre todo en los diarios de los primeros días de junio de 1984. Las palabras y los hechos se desplazan como peces en una pecera. En las primerísimas crónicas, como la de Raymundo Riva Palacio en Excélsior, ya estaba la novela policiaca de Manuel Buendía. Sólo que había que saberla leer. Seguramente, como en el caso de Francisco Serrano asesinado en Huitzilac, tendremos que esperar 50 años para conocer la verdad.
Sin embargo, el caso Buendía fue teniendo innumerables autores: Victoria Adato, Paz Horta, Renato Sales Gasque, Zorrila Pérez, Jesús Miyazawa, y finalmente el subprocurador especial Miguel Ángel García Domínguez y algunos acusados, como Rafael Moro Ávila. Y es que del poliedro del caso Buendía sólo se permitió ver algunas de sus caras: las que buenamente concedió el fiscal especial en su último informe: un conjunto de verdades parciales que sólo sirvieron para dar más fuerza a la ficción y enriquecer el universo de dudas.
Pero sin duda alguna la práctica de la invención se ejerce con mayor libertad creativa en los casos prefabricados, es decir, cuando se resuelven crímenes prefabricando culpables.
“Los resultados en la resolución son espectaculares por la rapidez y aparente eficacia, pero de desastrosas consecuencias si de seguridad pública se trata. Con cualquier ciudadano se puede fabricar a un culpable, ni siquiera se necesita que tenga antecedentes penales, no hay apelación que valga cuando el mecanismo ha sido puesto en marcha: policías, ministerios públicos, jueces, magistrados y ministros condenan si clemencia y se convierten también en criminales, ya que un crimen es acusar, juzgar y sentenciar a un inocente. Cada crimen resuelto fabricando un culpable tiene por lo menos dos delincuentes sueltos: quien lo metió y quien lo fabricó, aunque éste haya sido premiado por la prontitud en la aparente solución”, ha escrito María Teresa Jardí.
“Decir que las cárceles están llenas de gente inocente no es exagerar en absoluto. Varios crímenes famosos cometidos en los últimos años así se han resuelto. Familias enteras destrozadas, en la miseria, tocando una y otra puerta, que siempre se cierra, mendigando una justicia que debieran poder exigir porque ningún funcionario quiere aceptar que el otro lo hizo mal, a pesar de que se conviertan en cómplices de la impunidad más vergonzosa: aquélla que emana del poder violando una garantía de importancia vital en cualquier democracia de seguridad jurídica.”
Vivimos, pues, en un país en el que no sólo se ve con naturalidad el ejercicio cotidiano de la tortura y el gobierno de las policías sino en el que, además, predomina la cultura de la prefabricación. Todos los días se le monta un delito a alguien. Se le inventan cargos (como en los años dorados de la Inquisición). Se colocan indicios para poder acusarlo. Se prefabrica, con gran imaginación escenográfica, el cuerpo del delito.
Y las elecciones, por lo demás, no son otra cosa que prefabricación. Tanto como la Presidencia misma de la República.
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