De cadaverum crematione
El crimen y las llamas asolaban los diarios,
el país y los espíritus, a los que nada interesaba
tanto. Si al crimen no sucedía algún incendio,
el placer era incompleto.
--Elías Canetti, Auto de fe.
Los zorros nos gobiernan. Son muy astutos. Difícilmente podría uno imaginar de lo que son capaces de hacer para que no nos demos cuenta de un acontecimiento. Son muy listos. Son muy zorros.
Por eso nos pasó de noche el día en que en un horno crematorio del Departamento del Distrito Federal, el jueves 26 de diciembre de 1991, se incineraron los votos de 1988. Fue como quemar el cuerpo del delito, que en el caso del asesinato podría ser el arma homicida, pero menos metafórico sería decir que fue como achicharrar el cadáver. ¿Por qué? ¿Por qué no nos dimos cuenta?
Porque así hacen las cosas los zorros: a veces a escondidas, a veces con un gran escándalo. Todo depende de que pongan a funcionar o no el Complejo Propagandístico Gubernamental. Son muy inteligentes.
Precavido, muy brillante (estudió en El Colegio de México), Manuel Camacho ya se había negado en agosto de 1988 a que se abrieran los paquetes de las elecciones presidenciales de ese año. Ahora, ahíto de legitimidad, se limitó a facilitar con un horno infalible la cremación de la voluntad ciudadana.
A Sergio Sarmiento no le pareció tan talentosa la jugada: “Si quienes ahora están tomando la decisión piensan que ésta garantizará que la historia olvide las dudas surgidas en torno al proceso electoral de 1988, cometen un grave error. Por el contrario, la destrucción de esta documentación asegurará que la historia registre finalmente como un hecho establecido el presunto fraude electoral de 1988, y que quienes están tomando ahora la decisión se vean simplemente confinados a un papel similar al que, con el paso del tiempo, los historiadores le han reservado a otros quemadores de libros y de documentación histórica”.
Los relámpagos de agosto de 1988 no ablandaron la cara dura de Manuel Bartlett ni el marmóreo y cenizo rostro de Fernando Elías calles, quienes al alimón, luego de “caído” el sistema (de cómputo), iban inventando cifras a las cinco de la madrugada. Ganaban con ello su sobrevivencia en la nómina, sin que ningún mexicano se percatara de la maniobra. ¿Por qué? Porque son muy listos. Son unos zorros. Muy astutos.
El par de alquimistas no sólo confesó el desvanecimiento del sistema el 6 de julio de 1988; también participó en el ocultamiento del 45 por ciento de las actas electorales y de la documentación de mil 434 casillas zapato (cien por ciento de los votos para el pri) junto con las 432 casillas, donde, según los resultados, los votantes cumplieron su obligación ciudadana en 36 segundos cada uno en promedio.
Los eficientísimos zorros del Complejo Propagandístico Gubernamental consiguieron, en efecto, al día siguiente del 26 de diciembre de 1991, que ningún periódico o canal de televisión (estatales o privados se disciplinan ante una orden del cpg) informara sobre la quema de los paquetes electorales.
Sólo en La Afición del viernes 27 de diciembre de 1991, Daniel Robles Luna logró colar en su nota informativa que “la Cámara de Diputados terminó ayer la incineración en un horno crematorio del Departamento del DF de los paquetes de la elección federal de 1988”. Se quemaron en total 10 toneladas de la documentación electoral que ocupaban en el Palacio Legislativo 6 mil metros cuadrados. El notario público 129 dio fe la cremación. ¿Cómo se llama este notario? No les fue concedido a los ciudadanos saberlo, pero se puede investigar.
Al abundar en el “compromiso histórico” que hermana ahora al pan con el pri —para empezar a compartir el poder—, Luis Javier Garrido escribió: “El caso más patético y significativo de este apoyo de la directiva del pan al gobierno lo ha constituido ahora el respaldar la propuesta priísta de incinerar los paquetes electorales de 1988 con el argumento de que nada significaban (20 de diciembre de 1991). Con esta decisión el pan dio un viraje de 180 grados a lo que fue su postura democrática en 1988, y no sólo avaló la consumación última del fraude y la destrucción de evidencias necesarias para la investigación científica: se situó en la línea del salinismo de reescribir la historia”.
Julieta González Irrigoyen, por su parte, no fue la única mexicana indignada por la operación de los zorros. No se aguantó el coraje y publicó una carta: “Las reformas y reformistas a la traqueteada Constitución sirvieron para disimular los verdaderos propósitos —que nunca fueron de enmienda ni mucho menos— de los piístas: desaparecer en el incinerador los paquetes electorales, que reposaban cifras reveladoras. Eran el cuerpo del delito y una vez chamuscados los restos del cadáver de la democracia pregonada en el discurso de 1988 todos recordamos con nostalgia los humos y las cenizas de esa tatema...”.
“...se trata de desaparecer memoria y testimonio de hechos concretos; allí no hay (¿había?) abstracciones ni supuestos viscerales; en los paquetes electorales permanecían impresas cifras, evidencias de una realidad que laceró el espíritu cívico de una ciudadanía que a pesar de los golpes de miseria e impotencia se decidió a elegir por la vía pacífica a sus gobernantes”.
Dijo lo suyo también Néstor de Buen: “...sólo el planteamiento de la posibilidad de destruir los paquetes electorales ha renovado todas las dudas, más que fundadas, acerca de la legitimidad”.
Más allá del cuerpo del delito quiso ir José Antonio Crespo al razonar que ahora “no es sólo la oposición la que habla del fraude de 1988, sino también el gobierno, con su decisión sobre la paquetería electoral. Su quema es el más claro reconocimiento de ese fraude”.
Para la inmolación de la memoria documental y colectiva se eligió calculadamente una semana de dispersión y vacaciones: días de laxitud y desatención civil como los que van del 25 al 31 de diciembre, ideales para las operaciones furtivas, perfectos para hacer cualquier cosa —como los ladrones— sin llamar la atención o actuar de manera vergonzante. En silencio. En secreto. Sin prensa. Sin propaganda.
“Quienes ahora han promovido o respaldado la decisión quedarán históricamente en la fina compañía de los ideólogos nazis y de los miembros de la Inquisición. Y éste es, para cualquier individuo consciente de la historia, un peso muy grande para llevar sobre las espaldas”, lamentó SS.
Pero, en fin, ya que no podemos cambiar la historia, como decía James Joyce, cambiemos de tema.
el país y los espíritus, a los que nada interesaba
tanto. Si al crimen no sucedía algún incendio,
el placer era incompleto.
--Elías Canetti, Auto de fe.
Los zorros nos gobiernan. Son muy astutos. Difícilmente podría uno imaginar de lo que son capaces de hacer para que no nos demos cuenta de un acontecimiento. Son muy listos. Son muy zorros.
Por eso nos pasó de noche el día en que en un horno crematorio del Departamento del Distrito Federal, el jueves 26 de diciembre de 1991, se incineraron los votos de 1988. Fue como quemar el cuerpo del delito, que en el caso del asesinato podría ser el arma homicida, pero menos metafórico sería decir que fue como achicharrar el cadáver. ¿Por qué? ¿Por qué no nos dimos cuenta?
Porque así hacen las cosas los zorros: a veces a escondidas, a veces con un gran escándalo. Todo depende de que pongan a funcionar o no el Complejo Propagandístico Gubernamental. Son muy inteligentes.
Precavido, muy brillante (estudió en El Colegio de México), Manuel Camacho ya se había negado en agosto de 1988 a que se abrieran los paquetes de las elecciones presidenciales de ese año. Ahora, ahíto de legitimidad, se limitó a facilitar con un horno infalible la cremación de la voluntad ciudadana.
A Sergio Sarmiento no le pareció tan talentosa la jugada: “Si quienes ahora están tomando la decisión piensan que ésta garantizará que la historia olvide las dudas surgidas en torno al proceso electoral de 1988, cometen un grave error. Por el contrario, la destrucción de esta documentación asegurará que la historia registre finalmente como un hecho establecido el presunto fraude electoral de 1988, y que quienes están tomando ahora la decisión se vean simplemente confinados a un papel similar al que, con el paso del tiempo, los historiadores le han reservado a otros quemadores de libros y de documentación histórica”.
Los relámpagos de agosto de 1988 no ablandaron la cara dura de Manuel Bartlett ni el marmóreo y cenizo rostro de Fernando Elías calles, quienes al alimón, luego de “caído” el sistema (de cómputo), iban inventando cifras a las cinco de la madrugada. Ganaban con ello su sobrevivencia en la nómina, sin que ningún mexicano se percatara de la maniobra. ¿Por qué? Porque son muy listos. Son unos zorros. Muy astutos.
El par de alquimistas no sólo confesó el desvanecimiento del sistema el 6 de julio de 1988; también participó en el ocultamiento del 45 por ciento de las actas electorales y de la documentación de mil 434 casillas zapato (cien por ciento de los votos para el pri) junto con las 432 casillas, donde, según los resultados, los votantes cumplieron su obligación ciudadana en 36 segundos cada uno en promedio.
Los eficientísimos zorros del Complejo Propagandístico Gubernamental consiguieron, en efecto, al día siguiente del 26 de diciembre de 1991, que ningún periódico o canal de televisión (estatales o privados se disciplinan ante una orden del cpg) informara sobre la quema de los paquetes electorales.
Sólo en La Afición del viernes 27 de diciembre de 1991, Daniel Robles Luna logró colar en su nota informativa que “la Cámara de Diputados terminó ayer la incineración en un horno crematorio del Departamento del DF de los paquetes de la elección federal de 1988”. Se quemaron en total 10 toneladas de la documentación electoral que ocupaban en el Palacio Legislativo 6 mil metros cuadrados. El notario público 129 dio fe la cremación. ¿Cómo se llama este notario? No les fue concedido a los ciudadanos saberlo, pero se puede investigar.
Al abundar en el “compromiso histórico” que hermana ahora al pan con el pri —para empezar a compartir el poder—, Luis Javier Garrido escribió: “El caso más patético y significativo de este apoyo de la directiva del pan al gobierno lo ha constituido ahora el respaldar la propuesta priísta de incinerar los paquetes electorales de 1988 con el argumento de que nada significaban (20 de diciembre de 1991). Con esta decisión el pan dio un viraje de 180 grados a lo que fue su postura democrática en 1988, y no sólo avaló la consumación última del fraude y la destrucción de evidencias necesarias para la investigación científica: se situó en la línea del salinismo de reescribir la historia”.
Julieta González Irrigoyen, por su parte, no fue la única mexicana indignada por la operación de los zorros. No se aguantó el coraje y publicó una carta: “Las reformas y reformistas a la traqueteada Constitución sirvieron para disimular los verdaderos propósitos —que nunca fueron de enmienda ni mucho menos— de los piístas: desaparecer en el incinerador los paquetes electorales, que reposaban cifras reveladoras. Eran el cuerpo del delito y una vez chamuscados los restos del cadáver de la democracia pregonada en el discurso de 1988 todos recordamos con nostalgia los humos y las cenizas de esa tatema...”.
“...se trata de desaparecer memoria y testimonio de hechos concretos; allí no hay (¿había?) abstracciones ni supuestos viscerales; en los paquetes electorales permanecían impresas cifras, evidencias de una realidad que laceró el espíritu cívico de una ciudadanía que a pesar de los golpes de miseria e impotencia se decidió a elegir por la vía pacífica a sus gobernantes”.
Dijo lo suyo también Néstor de Buen: “...sólo el planteamiento de la posibilidad de destruir los paquetes electorales ha renovado todas las dudas, más que fundadas, acerca de la legitimidad”.
Más allá del cuerpo del delito quiso ir José Antonio Crespo al razonar que ahora “no es sólo la oposición la que habla del fraude de 1988, sino también el gobierno, con su decisión sobre la paquetería electoral. Su quema es el más claro reconocimiento de ese fraude”.
Para la inmolación de la memoria documental y colectiva se eligió calculadamente una semana de dispersión y vacaciones: días de laxitud y desatención civil como los que van del 25 al 31 de diciembre, ideales para las operaciones furtivas, perfectos para hacer cualquier cosa —como los ladrones— sin llamar la atención o actuar de manera vergonzante. En silencio. En secreto. Sin prensa. Sin propaganda.
“Quienes ahora han promovido o respaldado la decisión quedarán históricamente en la fina compañía de los ideólogos nazis y de los miembros de la Inquisición. Y éste es, para cualquier individuo consciente de la historia, un peso muy grande para llevar sobre las espaldas”, lamentó SS.
Pero, en fin, ya que no podemos cambiar la historia, como decía James Joyce, cambiemos de tema.
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