El paradigma propagandístico
Como vivimos en casa tiempos de propaganda e intolerancia, no está de más evocar en estos días al doctor Joseph Paul Goebbels quien, sin ninguna hipocresía, se atrevió por primera vez en la historia a dar a su oficina de comunicación social el nombre que verdaderamente le correspondía: Ministerio de Propaganda.
Goebbels dio en los años treinta a la mentira categoría de ciencia y arte. Se jactaba, no sin razón, de haber dado al vocablo propaganda una connotación positiva. Antes de él no había habido en el mundo ningún ministerio de propaganda y convenció a Hitler de que lo creara con estas palabras: “Alemania perdió la guerra de 1914-1918 por no haber hecho bastante propaganda”.
Goebbels fue periodista y escritor, oficios que de no coronarse con la gloria intelectual resultan idóneos para las labores de desinformación. Nació en Rheydt, un pueblo de la Renania. Su padre había sido profesor de primaria o representante de una empresa holandesa de navegación por el Rhin. Su apellido, en lengua céltica, significa potro dorado. Desde la adolescencia, el padre de la propaganda moderna —no hay que olvidar que la radio se volvió medio masivo en la década de los treinta— sintió el llamado de las letras. Redactó periódicos manuscritos, cuya mordacidad contra los profesores le costó muy serios disgustos. Estudió filosofía en la Universidad de Heidelberg, bajo la dirección de un catedrático, Gunbold, que era judío. Goebbels también iba a ser profesor, pero, mientras tanto, cultivaba todos los géneros de la literatura y del periodismo. Escribió versos, que no querían publicar las revistas berlinesas, y artículos que los directores no terminaban de leer.
“Diminuto, la faz parda y escuálida, las manos como garras, un pie deforme envuelto en un zapato descomunal” —según lo retrata el estupendo redactor anónimo de una nota aparecida en la revista Tiempo que dirigía Martín Luis Guzmán en 1943 y de la que provienen la mayor parte de estos datos—, Goebbels escribió una novela, Micael, que no fue publicada porque los editores consideraron que su argumento era un plagio. Intentó, por otra parte, y en vano, que el dramaturgo Max Reinhardt, también judío, pusiera en escena sus comedias.
A los 27 años, en 1923, Goebbels consiguió la secretaría del Partido Nacionalsocialista Obrero, el futuro núcleo nazi, de Dusseldeorf. Le daban 200 marcos diarios, que no era mucho dinero debido a la constante inflación. Un año después llegó a la redacción de un diario nazi de publicación casi secreta, el Volkischer Freiheil, y Paul Strasser, un boticario bávaro, corpulento y alpinista, que dirigía a la sazón la propaganda del partido, puso en sus manos una revista sin lectores, la National Sozialische Briefe.
El mismo Strasser recomendó a Goebbels para que colaborara con la jefatura del partido en Berlín. Al principio, rodeado de fornidos guardaespaldas, Goebbels hacía propaganda hablada en las cervecerías de los barrios populares, pero muy pronto se apoderó del periodismo nazi en la capital, arrebatándoselo a su protector Strasser. Ya por su cuenta, el padre de la propaganda moderna fundó un diario agresivo y procaz: Der Angriff (El ataque). Entre 1923 y 1933, resaciéndose de su “larga inetidez”, dice el redactor anónimo de Tiempo, dio a la estampa una docena de volúmenes. En uno de ellos, Del Hotel Kaiserhoff a la Cancillería, cuenta toda la historia del nazismo hasta la asunción de Hitler.
Ya para entonces la muy bien aceitada maquinaria de propaganda de Goebbels andaba a todo marcha y había rendido estupendos frutos, pero, gracias a los recursos del erario público, su importancia se centuplicó. A finales de 1933 costaba al pueblo alemán 200 millones de marcos anuales y su presupuesto fue aumentado en 1941 a mil 200 millones de marcos.
Un ejército de funcionarios, redactores, experiodistas, fotógrafos, encuadrados en dos direcciones generales y 250 negocios, estaba a las órdenes de Goebbels, tan sólo en Berlín. El Ministerio de Propaganda ocupaba en la capital alemana tres grandes edificios emplazados cerca de la calzada de Charlotenburgo. Pronto se apoderó Goebbels del teatro y del cine alemanes, desplazando a propietarios y técnicos del antiguo régimen, aunque fueran ultranacionalistas y ministros de Hitler, como el multimillonario Hugenberg, dueño de una amplia red de periódicos y empresas cinematográficas.
En muchos aspectos el trabajo de Goebbels interfería en el de otros cabecillas nazis, capitanes de espías, como Hermann Esser, director del Departamento de Turismo.
La célebre Orquesta Sinfónica de Berlín, que durante los primeros años de la guerra había recorrido casi todos los países neutrales, recibía órdenes directas de Goebbels.
Los noticieros cinematográficos, especialmente las películas de guerra, como Victoria en el Oeste, se filmaron bajo la supervisión del taumaturgo de la propaganda nazi. Pero lo que en este asunto eran para Goebbels resonantes victorias políticas, “se transformaba por culpa de su donjuanismo faunesco, en contratiempos terribles: no había estrella de la que no intentase hacer barragana, y el empeño le valió más de una paliza”. Futbolistas, boxeadores —a Max Schmeling, el marido de la lindísima Any Ondra, lo explotó hábilmente en el ring y, como paracaidista, en la batalla de Creta—, “ciclistas y andarines estaban también bajo la jurisdicción del maquiavélico enano”, apunta el anónimo redactor.
En su ensayo sobre “El poder y la propaganda en la España de Felipe IV”, que se incluye en Rites of Power, de Sean Wilentz (University of Pennsylvania Press; Filadelfia, 1985), J. H. Elliott escribe: “More recent fashions in research, however, have introduced a nes and not ye fully integrated element into his post-Second World War pinture of the early modern state as a leviathan manqué. Contemporary fascination with the problems and possibilities of image making and ideological control has done much to inspire these fashions, and has helped to stimulate historical inquiry into attempts by those in authority to manipulate public opinion by means of ritual, ceremonial, and propaganda, whether in written, pictorial, or spoken form.
“Contemporary interest in the development of images and symbols by those in power has undoubtedly added an important new dimension to our knowledge and understanding of early modern Europe.”
Tanto en el sentido político como en el militar y el comercial, la información es una de las formas en que el poder se manifiesta y procura perseverar en su ser. Ya lo sabían los asesores de Napoleón y los espías del Tercer Reich. Ya lo han sabido desde hace muchos sexenios los gobernantes de México: se gobierna con los periódicos (aunque su tiraje sea mínimo: un poco más de 2 millones diariamente en toda la República), se consigue aparentemente la gobernabilidad a través de la radio y la televisión, se fabrica una “verdad”, una “realidad”, un “candidato presidencial” con los medios que en el caso mexicano más que de información son de gobernación. Es el valor de la propaganda (ya lo sabía Goebbels) que tanto sirve para imponer —desde un altavoz que aturde a todos los oyentes y dialogantes de la plaza— la versión de lo que aconteció el día anterior o para establecer una verdad electoral o “criminológica”.
Si gobernar es aparentar, como decía Maquiavelo (el padre involuntario de la propaganda, antes que Goebbels), si algo práctico nos enseñan los signos más obvios del actual régimen (1994) en los últimos años es a descifrar una estrategia: la de ir minando poco a poco, gota a gota, día a día, a la oposición.
Lo que nos enseña el descarado despliegue propagandístico es a confirmar, pues, esa estrategia elemental del poder para preservarse a través de muchos instrumentos (de ser posible pacíficos e incruentos, aunque también considere los riesgos calculados de la fuerza intimidatoria) entre los que se encuentran no sólo la compra de votos sino también los medios de información y propaganda.
Ningún gobierno como el del actual sexenio (1988-1994) había puesto tanto interés en su aparato de propaganda e intimidación. Ningún régimen anterior había sido tan sensible a la convicción de que “gobernar es hacer creer”, como postulaba, no sin humildad, el secretario florentino.
Dentro de una estrategia de sobrevivencia, a fin de mantener el poder a toda costa, el actual grupo gobernante ha diseñado, o instrumentado, o aterrizado, como suelen decir sus analistas intelectuales, una muy efectiva política de control de los medios que desde el punto de vista del interés presidencial ha tenido bastante éxito, y si la mayor parte de los mexicanos no lo reconoce, o no se ha dado cuenta del operativo, es porque sus instrumentalizadores son muy zorros. Muy astutos. Muy inteligentes. Tiran la piedra y esconden la mano. Todos lo hacen a escondidas. Montan las cosas, a través de terceros, pero no las actúan.
“El gobierno de Salinas”, escribió Luis Javier Garrido el 14 de agosto de 1992, “al hacer enormes erogaciones para promocionarles lo mismo en el país que en el exterior, confirma así el principio aplicable a todos los regímenes autoritarios: que quienes detentan el poder antidemocráticamente, a fin de poder gobernar, es decir para mantenerse en el poder y aplicar ciertas políticas, no pueden hacerlo sin el arma de la propaganda. No se trata por lo tanto sólo de una obsesión personal por fabricarse una imagen, sino de un requerimiento para ejercer el poder”.
Este proyecto propagandístico, ya consumado, se ha visto en los monumentales gastos en la prensa extranjera (muchos millones de dólares) para propaganda presidencial, en mantener a cientos de periódicos que integran una prensa de Estado —abunda Luis Javier Garrido—, “la cual actúa esencialmente como propagandista del poder”, y en “el abuso personal que hacen sistemáticamente los funcionarios públicos con fines políticos de autopromoción y para pagar propaganda de la dependencia a su cargo, directa o indirectamente, a través de gacetillas, anuncios, desplegados o esquelas”.
Desde 1988, más que antes, la Dirección de esta hazaña de las relaciones públicas ha logrado aglutinar en un solo equipo, en un solo ejército de informadores y deformadores, a medios pertenecientes tanto a la nación como a la iniciativa privada: tanto el periódico El Nacional como Unomásuno, tanto Excélsior, Novedades, El Heraldo, El Día, y la agencia Notimex, como los noticieros (24 Horas, Eco) de Televisa, del Canal 11, de Televisión Azteca y de Multivisión, se coordinan como una sola voz, o más bien: son coordinados como un solo agente de la desinformación que no excluye la calumnia ni la difamación. Este Complejo Propagandístico Gubernamental funciona ahora con una maquinaria tan bien aceitada como en 1988 y seguramente se perfeccionará en lo que resta del siglo.
Sin embargo, no hay que asombrarse tanto de los quehaceres —no siempre éticos, no siempre legales— de un poder que quiere perpetuarse y se siente amenazado. La propaganda, con otros nombres, ha existido prácticamente desde siempre, desde la Edad Media, desde los tiempos de Luis xiv y más tarde con Napoleón, en Francia, disimulada en lo que los militares llaman “guerra psicológica”.
La Congretatio de Propaganda Fide, de la que deriva la palabra, fue un organismo de la Iglesia católica para propagar la fe y combatir la acción de la Reforma. De 1592 a 1585, al papa Gregorio xiii reunió en esa congregación a tres cardenales para estudiar los medios más eficaces de hacer frente al protestantismo, pero en 1622, con la bula Incrustabili divine, Clemente viii instituyó la congregación de Propaganda Fide como un órgano permanente.
Maquiavelo no dedicó un capítulo especial a la propaganda, pero es evidente que está implícita a lo largo de toda su obra y que su teoría bien puede resumirse en la presunción de que “gobernar es hacer creer”, lo cual lo vuelve avant la lettre (y antes que Goebbels) el primer teórico de la propaganda en la historia.
Todo está en Maquiavelo, sabiéndolo leer: por ejemplo esta explicación suya en la teoría del “aparentar”: el Príncipe puede ser infiel a sus compromisos, pero debe parecer fiel. No es necesario que un príncipe posea todas las cualidades, pero es muy necesario que parezca tenerlas, “pues los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos, ya que todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para defenderlos”.
Tal vez la única carta que le queda para sobrevivir al actual grupo gobernante —un conjunto de patriotas, como los siete sumaris, que han tomado al país por asalto, para salvarlo, dicen— sea la propaganda. Y es una buena apuesta. La propaganda es un buen caballo de carreras. Efectivamente, se puede ganar con ella, pero lo cierto es que las sociedades, a la hora de la hora, son imprevisibles. Si hay sociedad civil la propaganda puede pasar, pero también: podría no pasar. Bastaría el freno ciudadano.
Por todo ello desde un innombrable Ministerio de Propaganda se orquestan las líneas editoriales e informativas de la mayor parte de los periódicos y canales de televisión, sean públicos (del Estado) o privados. Para los fines del efecto propagandístico tanto medios particulares como de la nación actúan como un solo ejército, en defensa de la clase gobernante.
La propaganda quiere controlar el futuro inmediato y, si es posible, a largo plazo, pero los pueblos son cajas de sorpresas, y la conciencia ciudadana puede neutralizar sus efectos.
El tema de nuestro tiempo es la propaganda, como nunca antes lo había sido, particularmente en México. No casualmente el hombre más rico del país, Emilio Azcárraga, es un propagandista (imprescindible para la casta en el poder). La globalización de los sistemas de comunicación por medio de satélites no había sido antes tan opresiva como lo es ahora.
Ciertamente lo que cuenta de los medios es su utilización, independientemente de su avanzada tecnología, pero así como en los años 30 entró la radio en los hogares de manera masivo (en Alemania, curiosamente, paralelamente al nazismo) ahora, a finales del siglo, también es el uso propagandístico de los medios audiovisuales e impresos lo que los ha pervertido: durante las 24 horas del día los contemporáneos de la última década del siglo xx reciben cantidades inconmensurables de propaganda disimulada como información o “periodismo”.
Lo que importa de la propaganda es la repetición, el efecto de conjunto. Sus operadores tienen que hacer el mayor ruido posible y el mayor número de veces para acallar los puntos de vista discordantes. No importa lo que diga éste o aquel escritor en un periódico, en una revista. (Vale más, en términos propagandísticos, un minuto de Jacobo Zabludovsky que, por ejemplo, un artículo crítico de Lorenzo Meyer.) La verdad que prevalece es la que promueve el aparato propagandístico del gobierno: la verdad del poder. El trabajo del Ministerio de Propaganda consiste en ir construyendo el presente histórico. El pasado se lo deja a los historiadores del régimen.
Una sociedad electronizada es así mucho más gobernable y manipulable que una sociedad alfabetizada. La masa razona menos si no lee. Por ello la propaganda es más eficaz a través de los medios electrónicos, promotores de una suerte de analfabetismo regresivo que aleja al público de la cultura gráfica. “Analfabetismo di ritorno” llaman al fenómeno los italianos y con esa expresión quieren definir la tendencia de los maass-media que, a través de la radio, la televisión, el cine, el video, difunden una cultura oral y visual que propician en la población el alejamiento de la palabra escrita.
En el caso que padecemos cotidianamente, pero sobre todo en épocas de fraude electoral, una posición optimista podría ser la de Carlos Monsiváis en su artículo sobre el vacío informativo que se le hizo al Exodo por la Democracia, la marcha que venía a la Capital (en 1991) de Tabasco: “Para institucionalizar y normalizar el pensamiento y el sentimiento democráticos hace falta regular de manera pública la intervención gubernamental, clarificar al máximo anuncios y subsidios, abrir la televisión al debate público, crear las presiones ciudadanas que en algo o en mucho disminuyen el monopolio informativo”.
Lo único que puede conjurar el efecto degradante de la propaganda, cuya madre es la mentira, es la barrera ciudadana: la verdad en los medios que, tarde o temprano, se abre paso. La verdad no puede sino prevalecer, porque por sí misma enseña, según decía Torcuato Tasso en La Jerusalén libertad.
Goebbels dio en los años treinta a la mentira categoría de ciencia y arte. Se jactaba, no sin razón, de haber dado al vocablo propaganda una connotación positiva. Antes de él no había habido en el mundo ningún ministerio de propaganda y convenció a Hitler de que lo creara con estas palabras: “Alemania perdió la guerra de 1914-1918 por no haber hecho bastante propaganda”.
Goebbels fue periodista y escritor, oficios que de no coronarse con la gloria intelectual resultan idóneos para las labores de desinformación. Nació en Rheydt, un pueblo de la Renania. Su padre había sido profesor de primaria o representante de una empresa holandesa de navegación por el Rhin. Su apellido, en lengua céltica, significa potro dorado. Desde la adolescencia, el padre de la propaganda moderna —no hay que olvidar que la radio se volvió medio masivo en la década de los treinta— sintió el llamado de las letras. Redactó periódicos manuscritos, cuya mordacidad contra los profesores le costó muy serios disgustos. Estudió filosofía en la Universidad de Heidelberg, bajo la dirección de un catedrático, Gunbold, que era judío. Goebbels también iba a ser profesor, pero, mientras tanto, cultivaba todos los géneros de la literatura y del periodismo. Escribió versos, que no querían publicar las revistas berlinesas, y artículos que los directores no terminaban de leer.
“Diminuto, la faz parda y escuálida, las manos como garras, un pie deforme envuelto en un zapato descomunal” —según lo retrata el estupendo redactor anónimo de una nota aparecida en la revista Tiempo que dirigía Martín Luis Guzmán en 1943 y de la que provienen la mayor parte de estos datos—, Goebbels escribió una novela, Micael, que no fue publicada porque los editores consideraron que su argumento era un plagio. Intentó, por otra parte, y en vano, que el dramaturgo Max Reinhardt, también judío, pusiera en escena sus comedias.
A los 27 años, en 1923, Goebbels consiguió la secretaría del Partido Nacionalsocialista Obrero, el futuro núcleo nazi, de Dusseldeorf. Le daban 200 marcos diarios, que no era mucho dinero debido a la constante inflación. Un año después llegó a la redacción de un diario nazi de publicación casi secreta, el Volkischer Freiheil, y Paul Strasser, un boticario bávaro, corpulento y alpinista, que dirigía a la sazón la propaganda del partido, puso en sus manos una revista sin lectores, la National Sozialische Briefe.
El mismo Strasser recomendó a Goebbels para que colaborara con la jefatura del partido en Berlín. Al principio, rodeado de fornidos guardaespaldas, Goebbels hacía propaganda hablada en las cervecerías de los barrios populares, pero muy pronto se apoderó del periodismo nazi en la capital, arrebatándoselo a su protector Strasser. Ya por su cuenta, el padre de la propaganda moderna fundó un diario agresivo y procaz: Der Angriff (El ataque). Entre 1923 y 1933, resaciéndose de su “larga inetidez”, dice el redactor anónimo de Tiempo, dio a la estampa una docena de volúmenes. En uno de ellos, Del Hotel Kaiserhoff a la Cancillería, cuenta toda la historia del nazismo hasta la asunción de Hitler.
Ya para entonces la muy bien aceitada maquinaria de propaganda de Goebbels andaba a todo marcha y había rendido estupendos frutos, pero, gracias a los recursos del erario público, su importancia se centuplicó. A finales de 1933 costaba al pueblo alemán 200 millones de marcos anuales y su presupuesto fue aumentado en 1941 a mil 200 millones de marcos.
Un ejército de funcionarios, redactores, experiodistas, fotógrafos, encuadrados en dos direcciones generales y 250 negocios, estaba a las órdenes de Goebbels, tan sólo en Berlín. El Ministerio de Propaganda ocupaba en la capital alemana tres grandes edificios emplazados cerca de la calzada de Charlotenburgo. Pronto se apoderó Goebbels del teatro y del cine alemanes, desplazando a propietarios y técnicos del antiguo régimen, aunque fueran ultranacionalistas y ministros de Hitler, como el multimillonario Hugenberg, dueño de una amplia red de periódicos y empresas cinematográficas.
En muchos aspectos el trabajo de Goebbels interfería en el de otros cabecillas nazis, capitanes de espías, como Hermann Esser, director del Departamento de Turismo.
La célebre Orquesta Sinfónica de Berlín, que durante los primeros años de la guerra había recorrido casi todos los países neutrales, recibía órdenes directas de Goebbels.
Los noticieros cinematográficos, especialmente las películas de guerra, como Victoria en el Oeste, se filmaron bajo la supervisión del taumaturgo de la propaganda nazi. Pero lo que en este asunto eran para Goebbels resonantes victorias políticas, “se transformaba por culpa de su donjuanismo faunesco, en contratiempos terribles: no había estrella de la que no intentase hacer barragana, y el empeño le valió más de una paliza”. Futbolistas, boxeadores —a Max Schmeling, el marido de la lindísima Any Ondra, lo explotó hábilmente en el ring y, como paracaidista, en la batalla de Creta—, “ciclistas y andarines estaban también bajo la jurisdicción del maquiavélico enano”, apunta el anónimo redactor.
En su ensayo sobre “El poder y la propaganda en la España de Felipe IV”, que se incluye en Rites of Power, de Sean Wilentz (University of Pennsylvania Press; Filadelfia, 1985), J. H. Elliott escribe: “More recent fashions in research, however, have introduced a nes and not ye fully integrated element into his post-Second World War pinture of the early modern state as a leviathan manqué. Contemporary fascination with the problems and possibilities of image making and ideological control has done much to inspire these fashions, and has helped to stimulate historical inquiry into attempts by those in authority to manipulate public opinion by means of ritual, ceremonial, and propaganda, whether in written, pictorial, or spoken form.
“Contemporary interest in the development of images and symbols by those in power has undoubtedly added an important new dimension to our knowledge and understanding of early modern Europe.”
Tanto en el sentido político como en el militar y el comercial, la información es una de las formas en que el poder se manifiesta y procura perseverar en su ser. Ya lo sabían los asesores de Napoleón y los espías del Tercer Reich. Ya lo han sabido desde hace muchos sexenios los gobernantes de México: se gobierna con los periódicos (aunque su tiraje sea mínimo: un poco más de 2 millones diariamente en toda la República), se consigue aparentemente la gobernabilidad a través de la radio y la televisión, se fabrica una “verdad”, una “realidad”, un “candidato presidencial” con los medios que en el caso mexicano más que de información son de gobernación. Es el valor de la propaganda (ya lo sabía Goebbels) que tanto sirve para imponer —desde un altavoz que aturde a todos los oyentes y dialogantes de la plaza— la versión de lo que aconteció el día anterior o para establecer una verdad electoral o “criminológica”.
Si gobernar es aparentar, como decía Maquiavelo (el padre involuntario de la propaganda, antes que Goebbels), si algo práctico nos enseñan los signos más obvios del actual régimen (1994) en los últimos años es a descifrar una estrategia: la de ir minando poco a poco, gota a gota, día a día, a la oposición.
Lo que nos enseña el descarado despliegue propagandístico es a confirmar, pues, esa estrategia elemental del poder para preservarse a través de muchos instrumentos (de ser posible pacíficos e incruentos, aunque también considere los riesgos calculados de la fuerza intimidatoria) entre los que se encuentran no sólo la compra de votos sino también los medios de información y propaganda.
Ningún gobierno como el del actual sexenio (1988-1994) había puesto tanto interés en su aparato de propaganda e intimidación. Ningún régimen anterior había sido tan sensible a la convicción de que “gobernar es hacer creer”, como postulaba, no sin humildad, el secretario florentino.
Dentro de una estrategia de sobrevivencia, a fin de mantener el poder a toda costa, el actual grupo gobernante ha diseñado, o instrumentado, o aterrizado, como suelen decir sus analistas intelectuales, una muy efectiva política de control de los medios que desde el punto de vista del interés presidencial ha tenido bastante éxito, y si la mayor parte de los mexicanos no lo reconoce, o no se ha dado cuenta del operativo, es porque sus instrumentalizadores son muy zorros. Muy astutos. Muy inteligentes. Tiran la piedra y esconden la mano. Todos lo hacen a escondidas. Montan las cosas, a través de terceros, pero no las actúan.
“El gobierno de Salinas”, escribió Luis Javier Garrido el 14 de agosto de 1992, “al hacer enormes erogaciones para promocionarles lo mismo en el país que en el exterior, confirma así el principio aplicable a todos los regímenes autoritarios: que quienes detentan el poder antidemocráticamente, a fin de poder gobernar, es decir para mantenerse en el poder y aplicar ciertas políticas, no pueden hacerlo sin el arma de la propaganda. No se trata por lo tanto sólo de una obsesión personal por fabricarse una imagen, sino de un requerimiento para ejercer el poder”.
Este proyecto propagandístico, ya consumado, se ha visto en los monumentales gastos en la prensa extranjera (muchos millones de dólares) para propaganda presidencial, en mantener a cientos de periódicos que integran una prensa de Estado —abunda Luis Javier Garrido—, “la cual actúa esencialmente como propagandista del poder”, y en “el abuso personal que hacen sistemáticamente los funcionarios públicos con fines políticos de autopromoción y para pagar propaganda de la dependencia a su cargo, directa o indirectamente, a través de gacetillas, anuncios, desplegados o esquelas”.
Desde 1988, más que antes, la Dirección de esta hazaña de las relaciones públicas ha logrado aglutinar en un solo equipo, en un solo ejército de informadores y deformadores, a medios pertenecientes tanto a la nación como a la iniciativa privada: tanto el periódico El Nacional como Unomásuno, tanto Excélsior, Novedades, El Heraldo, El Día, y la agencia Notimex, como los noticieros (24 Horas, Eco) de Televisa, del Canal 11, de Televisión Azteca y de Multivisión, se coordinan como una sola voz, o más bien: son coordinados como un solo agente de la desinformación que no excluye la calumnia ni la difamación. Este Complejo Propagandístico Gubernamental funciona ahora con una maquinaria tan bien aceitada como en 1988 y seguramente se perfeccionará en lo que resta del siglo.
Sin embargo, no hay que asombrarse tanto de los quehaceres —no siempre éticos, no siempre legales— de un poder que quiere perpetuarse y se siente amenazado. La propaganda, con otros nombres, ha existido prácticamente desde siempre, desde la Edad Media, desde los tiempos de Luis xiv y más tarde con Napoleón, en Francia, disimulada en lo que los militares llaman “guerra psicológica”.
La Congretatio de Propaganda Fide, de la que deriva la palabra, fue un organismo de la Iglesia católica para propagar la fe y combatir la acción de la Reforma. De 1592 a 1585, al papa Gregorio xiii reunió en esa congregación a tres cardenales para estudiar los medios más eficaces de hacer frente al protestantismo, pero en 1622, con la bula Incrustabili divine, Clemente viii instituyó la congregación de Propaganda Fide como un órgano permanente.
Maquiavelo no dedicó un capítulo especial a la propaganda, pero es evidente que está implícita a lo largo de toda su obra y que su teoría bien puede resumirse en la presunción de que “gobernar es hacer creer”, lo cual lo vuelve avant la lettre (y antes que Goebbels) el primer teórico de la propaganda en la historia.
Todo está en Maquiavelo, sabiéndolo leer: por ejemplo esta explicación suya en la teoría del “aparentar”: el Príncipe puede ser infiel a sus compromisos, pero debe parecer fiel. No es necesario que un príncipe posea todas las cualidades, pero es muy necesario que parezca tenerlas, “pues los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos, ya que todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para defenderlos”.
Tal vez la única carta que le queda para sobrevivir al actual grupo gobernante —un conjunto de patriotas, como los siete sumaris, que han tomado al país por asalto, para salvarlo, dicen— sea la propaganda. Y es una buena apuesta. La propaganda es un buen caballo de carreras. Efectivamente, se puede ganar con ella, pero lo cierto es que las sociedades, a la hora de la hora, son imprevisibles. Si hay sociedad civil la propaganda puede pasar, pero también: podría no pasar. Bastaría el freno ciudadano.
Por todo ello desde un innombrable Ministerio de Propaganda se orquestan las líneas editoriales e informativas de la mayor parte de los periódicos y canales de televisión, sean públicos (del Estado) o privados. Para los fines del efecto propagandístico tanto medios particulares como de la nación actúan como un solo ejército, en defensa de la clase gobernante.
La propaganda quiere controlar el futuro inmediato y, si es posible, a largo plazo, pero los pueblos son cajas de sorpresas, y la conciencia ciudadana puede neutralizar sus efectos.
El tema de nuestro tiempo es la propaganda, como nunca antes lo había sido, particularmente en México. No casualmente el hombre más rico del país, Emilio Azcárraga, es un propagandista (imprescindible para la casta en el poder). La globalización de los sistemas de comunicación por medio de satélites no había sido antes tan opresiva como lo es ahora.
Ciertamente lo que cuenta de los medios es su utilización, independientemente de su avanzada tecnología, pero así como en los años 30 entró la radio en los hogares de manera masivo (en Alemania, curiosamente, paralelamente al nazismo) ahora, a finales del siglo, también es el uso propagandístico de los medios audiovisuales e impresos lo que los ha pervertido: durante las 24 horas del día los contemporáneos de la última década del siglo xx reciben cantidades inconmensurables de propaganda disimulada como información o “periodismo”.
Lo que importa de la propaganda es la repetición, el efecto de conjunto. Sus operadores tienen que hacer el mayor ruido posible y el mayor número de veces para acallar los puntos de vista discordantes. No importa lo que diga éste o aquel escritor en un periódico, en una revista. (Vale más, en términos propagandísticos, un minuto de Jacobo Zabludovsky que, por ejemplo, un artículo crítico de Lorenzo Meyer.) La verdad que prevalece es la que promueve el aparato propagandístico del gobierno: la verdad del poder. El trabajo del Ministerio de Propaganda consiste en ir construyendo el presente histórico. El pasado se lo deja a los historiadores del régimen.
Una sociedad electronizada es así mucho más gobernable y manipulable que una sociedad alfabetizada. La masa razona menos si no lee. Por ello la propaganda es más eficaz a través de los medios electrónicos, promotores de una suerte de analfabetismo regresivo que aleja al público de la cultura gráfica. “Analfabetismo di ritorno” llaman al fenómeno los italianos y con esa expresión quieren definir la tendencia de los maass-media que, a través de la radio, la televisión, el cine, el video, difunden una cultura oral y visual que propician en la población el alejamiento de la palabra escrita.
En el caso que padecemos cotidianamente, pero sobre todo en épocas de fraude electoral, una posición optimista podría ser la de Carlos Monsiváis en su artículo sobre el vacío informativo que se le hizo al Exodo por la Democracia, la marcha que venía a la Capital (en 1991) de Tabasco: “Para institucionalizar y normalizar el pensamiento y el sentimiento democráticos hace falta regular de manera pública la intervención gubernamental, clarificar al máximo anuncios y subsidios, abrir la televisión al debate público, crear las presiones ciudadanas que en algo o en mucho disminuyen el monopolio informativo”.
Lo único que puede conjurar el efecto degradante de la propaganda, cuya madre es la mentira, es la barrera ciudadana: la verdad en los medios que, tarde o temprano, se abre paso. La verdad no puede sino prevalecer, porque por sí misma enseña, según decía Torcuato Tasso en La Jerusalén libertad.
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