Wednesday, September 06, 2006

Sueños políticos

Nunca me he explicado del todo por qué desde hacia años sueño con los presidentes. Les tenga o no simpatía, aparecen y reaparecen en mis sueños.
Sabemos que no siempre recordamos nuestros sueños. Lo más frecuente es que los neguemos, que los cancelemos. Se supone que es ésa una maniobra del inconsciente para no dejarlos salir a la luz. Que yo recuerde, el primer Presidente que soñé fue x. Quiero decir: no tengo noticia de que arc o alm o gdo se hayan hecho invitar desde el más allá al escenario de mis sueños. No. Seguro que el primero fue x.
Uno es el creador de sus sueños. Todo lo que sucede allí en el teatro de los acontecimientos oníricos es creación de uno. Son los sueños la típica proyección de uno mismo. Nada tiene que ver más con uno que sus sueños. Y lo más curioso es que los personajes soñados no suelen ser los que parecen ser: generalmente son disfraces (máscaras) de otros seres significativos en nuestra vida. Así, es muy posible que x no haya sido en mis sueños más que un símbolo de autoritarismo y la intolerancia. Mi imagen consciente de x es que el hombre es un genio del mal. Tiene en realidad un talento especializado, una mente política, para destruir a sus enemigos. Su animalidad política por muy pocos ha sido igualada. Tal vez fue el último con verdadera vocación para dominar, con auténtico deseo de poder. Probablemente su placer más secreto era la venganza. Nunca le faltó inteligencia para premeditarla, calcularla, realizarla y disfrutarla. Sea como sea, el tanto no siempre está al servicio del bien. En el caso de x es indudable que había genio, pero para el mal. Gozaba él de una creatividad realmente notable para hacer daño y, por otra parte, no tenía conciencia del mal (como los personajes de Buenos muchachos, la película de Martin Scorsese). Ninguna sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Creo también que dio asilo en su persona a una personalidad dividida. Por un lado se conmovía ante los campesinos muertosdehambre; por otro, los destuía. Decía cosas —con muy desafortunada sintaxis— que casi nunca tenían que ver con la realidad, miembro como lo era de un partido esquizoide. En fin, se trata, para bien o para mal, legítima o ilegítimamente, de una figura de autoridad, de un cadáver ilustre que ya no está en la película de los mexicanos, pero al que yo soñaba de vez en cuando en los años 70.
Cuando x se ausentaba del país lo soñaba más que de costumbre. Era como la silueta de un padre que me hubiera abandonado.
Digamos que empecé a tener sueños políticos hacia los 30 años. A principios de los 70 y después del 68. No sé si hay una relación entre esa edad (la edad de la ideología) y esa fecha. El caso es que también soñaba a y cuando andaba de viaje por Europa. Es obvio que estrictamente soñando no eran ni x ni y, sino los disfraces de otras personalidades importantes en mi más remota vida afectiva. Eran los actores que encarnaban a figuras que yo no me atrevía a ver directamente a los ojos y cuyos rostros no me podía yo representar.
He de haber soñado a y más de una vez: un padre débil, frivolón y fundamentalmente narcisista e infantil. Se volvió loquito con todo el oro del mundo —el oro negro— que da una presidencia mexicana. Realmente regresó a la cuna de ruedas de los bebés que dan órdenes chillando y chantajeando con sus gritos. Dios mío, me decía, ¿cómo es posible que estos señores hayan sido nuestros presidente? Cuando mucho pudieron haber sido unos muy competentes gerentes de Sears Insurgentes.
¿Por qué, pues, le da a uno por soñar presidentes? Una vez asistí como periodista a una sesión de veinte horas continuas con el doctor Roquet, que daba una tipo de terapia psicoanalítica con drogas. En la madrugada, cuando los pacientes yacían tranquilos o excitados (pero sobre todo muy ensimismados) en el suelo, de pronto el doctor Roquet proyectó en la pared una enorme fotografía en colores del presidente x y su esposa. Supongo que el terapeuta quería propiciar en los pacientes la imagen de la autoridad o de los padres: inducir en los receptores alguna proyección personal, algún conflicto con la autoridad, o alguna muestra de cariño, como si x y su señora fueran los papás de todos los mexicanos.
El mero contacto con un Presidente, el acercamiento al tótem, la mera relación social, le puede a uno cambiar la película de lo que está ocurriendo en el país. El tratar a alguien, el darle la mano, el compartir su misma mesa, es como estar de acuerdo con él. Equivale a sancionarlo. Se crea una convicción muy especial, me decía gt, cuando uno viaja, por ejemplo, en el avión presidencial. Basta que te tome en cuenta el Presidente para que te sientas de su lado. Es algo en cierto modo mágico. El poder crea a partir de la nada. El poder inventa realidades, construye, al mismo tiempo que es una invención.
z siempre me pareció un personaje bastante gris; un hombre titubeante, indeciso, absolutamente sin ninguna imaginación para nada, incapaz de tomar una iniciativa. Mediocre. Ni bueno ni malo. No era él en rigor —en mi sueño— sino una creación mía. Yo era el que ponía en z esos tributos. De todas maneras, como digo, llegué a soñarlo. ¿Por qué?
Porque era el Presidente. Legítimo o no, amado u odiado por el pueblo, haya tomado el poder por las buenas o por las malas, el Presidente es el jefe de la tribu, en los términos más ancestrales y míticos. La figura presidencial intimida, es la encarnación perfecta de la intimidación. Como jefe de la tribu, equivale al poder intimidatorio por excelencia. Por eso despiertan tanto extraño miedo las interrupciones al Presidente en la Cámara de Diputados. Hay algo de visceral y religioso en el poder mexicano. Hay mucho de sagrado. Y no poco de macabro. Por eso sataniza a quien le dispute su ejercicio. Y si el Ejército es tótem, el Presidente es tabú
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