El Estado y el crimen
En octubre de 2000 estuvo aquí en Tenochtitlan Matteo Collura, el novelista siciliano que escribe en Milán en las páginas culturales del Corriere della sera y ha ganado más de un premio con la mejor biografía que se ha escrito sobre Leonardo Sciascia: Il maestro di Regalpetra.
Durante el programa que grabamos para el Canal 22 —ilustrado con más de ochenta fotografías de todos mis libros sobre la mafia—, Matteo Collura sostenía que la lucha del Estado italiano contra el crimen organizado no había sido, finalmente, en vano. Después de los asesinatos del exfiscal antimafia Giovanni Falcone y del juez Paolo Borsellino, en 1992, el gobierno italiano se dio cuenta de que no podía contemporizar más con la mafia. No era posible que un grupo de grupos, una organización que actuaba como un Estado dentro del Estado, pusiera en jaque a toda la nación y al Estado mismo, como ni siquiera lo había hecho alguna infraestructura armada de inspiración política.
El jueves 17 de agosto de 2000, por invitación de la novelista Norma López Suárez (autora de Fuga del silencio), estuve dando una plática a unos camaradas en el Instituto de Ciencias Penales que, con tan rimbobante nombre, ha sido escuela de agentes de la Judicial federal, ahora está dedicado a la investigación académica criminológica, y se encuentra en Tlapan en una calle que podría ser en sí misma, junto con el Instituto, escenario de una intrigante novela.
Hacía muchos años que no me había ocupado de estos temas, de las relaciones entre los poderes formales del Estado y la criminalidad organizada, pero de eso fui a hablar a los investigadores de Tlalpan.
Les dije que ya había dejado atrás una temática tan fascinante como literaria porque de pronto me sentí hablando solo, hundido en un monólogo que en México a nadie le interesa. Pero que de todas meneras podría tener algún interés para los abogados penalistas o cualquier persona interesda en la justicia. Realizar un estudio sistemático de delito comparado –un paralelismo entre la imaginación criminal del sur italiano y, digamos, la delincuencia narcotraficosa de Sonora y Sinaloa— a la mejor no conduce a nada de orden práctico, pero si informa a los ciudadanos cómo se enmaraña el cuerpo social para asimilar en una misma dimensión a delincuentes y a funcionarios. Si este conocimiento alcanza a ilustrar a los voceros de la protesta civil, qué bueno. Además, a nadie le hace daño.
Uno de los oyentes en el instituto dependiente de la PGR nos contó que había leído una entrevista con el mafiólogo italiano Pino Arlacchi, residente ahora en Viena y consejero de las Naciones Unidas, en la que criticaba a Leonardo Sciascia por la forma de describir a los mafiosos en su novela El día de la lechuza.
“Los mafiosos no son así. Son personas de poca monta, inmersas dentro de una gran estructura”, decía Arlacchi en El País Semanal. No tiene razón. Sciascia no ennoblece la figura del mafioso. Intenta más bien aproximarse al “alma siciliana”, es decir —como lo hacía otro siciliano: Giovanni Falcone— aspira a hacer ver cómo el modo de ser mafioso tiene su arraigo en la estructura misma de la familia y en la cocción histórica de la isla. La trama de El día de la lechuza pretende desmontar como interactúan los jefes del crimen y el poder judicial y político.
Es cierto por otra parte lo que sostiene Arlacchi —gran estudioso por lo demás de La mafia empresarial, como se titula su libro— sobre la extracción social de los mafiosos. Efectivamente un ser como Salvatore Riina, el capo aprehendido en Palermo en 1993 después de 23 años de fugitivo, no era muy ilustrado. Seguramente no había leído a Marcel Proust. En su mayoría los “hombres de honor” se ligan a Cosa Nostra por la vía consanguínea y, puesto que se trata de una sociedad secreta, hacen un pacto de sangre: se pinchan el dedo con una espina de naranjo, manchan la imagen de Santa Rosalía y, al quemarla, juran manter el voto de la omertà, es decir, el compromiso de no denunciar. No tienen, pues, la cultura ni la sutileza de un enemigo político.
Entre el caciquismo mexicano y la mafia podría establecerse una analogía, pero ambas formaciones sociales sólo son comparables en lo que respecta al clientelismo.
Durante el programa que grabamos para el Canal 22 —ilustrado con más de ochenta fotografías de todos mis libros sobre la mafia—, Matteo Collura sostenía que la lucha del Estado italiano contra el crimen organizado no había sido, finalmente, en vano. Después de los asesinatos del exfiscal antimafia Giovanni Falcone y del juez Paolo Borsellino, en 1992, el gobierno italiano se dio cuenta de que no podía contemporizar más con la mafia. No era posible que un grupo de grupos, una organización que actuaba como un Estado dentro del Estado, pusiera en jaque a toda la nación y al Estado mismo, como ni siquiera lo había hecho alguna infraestructura armada de inspiración política.
El jueves 17 de agosto de 2000, por invitación de la novelista Norma López Suárez (autora de Fuga del silencio), estuve dando una plática a unos camaradas en el Instituto de Ciencias Penales que, con tan rimbobante nombre, ha sido escuela de agentes de la Judicial federal, ahora está dedicado a la investigación académica criminológica, y se encuentra en Tlapan en una calle que podría ser en sí misma, junto con el Instituto, escenario de una intrigante novela.
Hacía muchos años que no me había ocupado de estos temas, de las relaciones entre los poderes formales del Estado y la criminalidad organizada, pero de eso fui a hablar a los investigadores de Tlalpan.
Les dije que ya había dejado atrás una temática tan fascinante como literaria porque de pronto me sentí hablando solo, hundido en un monólogo que en México a nadie le interesa. Pero que de todas meneras podría tener algún interés para los abogados penalistas o cualquier persona interesda en la justicia. Realizar un estudio sistemático de delito comparado –un paralelismo entre la imaginación criminal del sur italiano y, digamos, la delincuencia narcotraficosa de Sonora y Sinaloa— a la mejor no conduce a nada de orden práctico, pero si informa a los ciudadanos cómo se enmaraña el cuerpo social para asimilar en una misma dimensión a delincuentes y a funcionarios. Si este conocimiento alcanza a ilustrar a los voceros de la protesta civil, qué bueno. Además, a nadie le hace daño.
Uno de los oyentes en el instituto dependiente de la PGR nos contó que había leído una entrevista con el mafiólogo italiano Pino Arlacchi, residente ahora en Viena y consejero de las Naciones Unidas, en la que criticaba a Leonardo Sciascia por la forma de describir a los mafiosos en su novela El día de la lechuza.
“Los mafiosos no son así. Son personas de poca monta, inmersas dentro de una gran estructura”, decía Arlacchi en El País Semanal. No tiene razón. Sciascia no ennoblece la figura del mafioso. Intenta más bien aproximarse al “alma siciliana”, es decir —como lo hacía otro siciliano: Giovanni Falcone— aspira a hacer ver cómo el modo de ser mafioso tiene su arraigo en la estructura misma de la familia y en la cocción histórica de la isla. La trama de El día de la lechuza pretende desmontar como interactúan los jefes del crimen y el poder judicial y político.
Es cierto por otra parte lo que sostiene Arlacchi —gran estudioso por lo demás de La mafia empresarial, como se titula su libro— sobre la extracción social de los mafiosos. Efectivamente un ser como Salvatore Riina, el capo aprehendido en Palermo en 1993 después de 23 años de fugitivo, no era muy ilustrado. Seguramente no había leído a Marcel Proust. En su mayoría los “hombres de honor” se ligan a Cosa Nostra por la vía consanguínea y, puesto que se trata de una sociedad secreta, hacen un pacto de sangre: se pinchan el dedo con una espina de naranjo, manchan la imagen de Santa Rosalía y, al quemarla, juran manter el voto de la omertà, es decir, el compromiso de no denunciar. No tienen, pues, la cultura ni la sutileza de un enemigo político.
Entre el caciquismo mexicano y la mafia podría establecerse una analogía, pero ambas formaciones sociales sólo son comparables en lo que respecta al clientelismo.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home