La gallina de los huevos de oro
Con el mutis del PRI, es decir, con su salida del escenario –esperemos que no por pocos años— empiezan a ponerse sobre la mesa cuestiones antes impensables.
Por ejemplo: ya no tienen ninguna razón de ser los senadores y diputados plurinominales. Su invención se juzgó necesaria en los tiempos de Jesús Reyes Heroles cuando había que taparle el ojo al macho a una representación popular copada al cien por ciento por legisladores del PRI. Ya no tenemos por qué tener senadores y diputados que no elegimos.
Otro asunto que favorece la nueva situación: es el momento justo para quitarle al PRI el monopolio de los colores de la Patria, que son de todos (como los colores de los chiles de Nogada y la virgen de Guadalupe).
Y otra cosa más: vivimos el gran momento para impedir de hoy en adelante que los gobernadores se sigan volviendo tan millonarios en dólares como hasta ahora. Aprovechemos la coyuntura para incorporar a las leyes estatales mecanismos de rendición de cuentas y un control más estricto de los secretarios administrativos.
Ya en los años 70 un gobernador de Sinaloa decía que una gubernatura, por pobre que fuera (la de Tlaxcala, por ejemplo), dejaba por lo menos cien millones de dólares. No se trata de perseguir a nadie, pero habría por lo menos que reflexionar acerca de cómo es posible que exgobernadores de Chiapas (con ranchos en San Luis Potosí), Tabasco, Sonora, Tamaulipas, Yucatán, Campeche, Veracruz, Nuevo León, Baja California (con casas en Los Cabos y en La Paz) y Baja California Sur, Sinaloa, se cuenten entre los hombres más ricos de México, con unos cuentones de muchos millones de dólares en el Wells Fargo de San Diego o en las islas Caimán. ¿Cómo se pueden dar ese tren de vida, con casas en Miami y en Houston, en Cuernavaca y en Acapulco, o en La Jolla, California (no en París o Nueva York porque son lugares demasiados cultos para ellos y no hablan otros idiomas)? ¿Cómo le hacen, si ya no trabajan, para andar en Mercedes o en BMW, con escoltas de 50 mil pesos mensuales?
Eso tendría que acabarse: la plaga de los exgobernadores. A la mejor habría que normar las relaciones entre los gobernadores y los hombres de negocios. Hasta ahora, la mayoría ha aspirado a las gubernaturas primordialmente para una cosa: para hacer negocios con sus amigos.
Otra cosa: los secretarios adiministrativos. Hay que cuidarles las manos. Normalmente roban para su jefe y lo protegen legalmente: cubren la “normatividad”, para que a su vez su jefe los deje robar a ellos o recibir prebendas y comisiones por debajo de la mesa. Generalmente son contadores públicos y se dedican sobre todo a robar dentro de la ley. Saben hacerlo.
Si alguna vez se pedía una definición acerca de lo que era el PRI lo primero que se barruntaba era una estructura de saqueo. Lo definitorio del PRI era que era un partido que para mantenerse en el poder utilizaba fondos del erario público. El reparto del botín se daba sobre todo en las campañas, pues no había contabilidad alguna. Los candidatos a gobernador pasaban las cuentas de la campaña a la Tesorería una vez que tomaban posesión. Eso era el PRI. Con el erario público se financiaba la casi siempre fraudulenta elección. Pero se les acabó la película. Gobernaban para sus amigos. Llegaban y humillaban a los que antes estaban trabajado allí en las oficinas que estrenaban. Se les pagaba la gasolina, los hoteles, los aviones, los carros y hasta la cuenta de sus sastres. El colmo de la descomposición priísta alcanzó su punto más grave en el Estado de Morelos, donde una verdadera organización criminal de secuestros tenía su asiento en la procuraduría y los cuerpos policiacos. El hampa estaba en el mismo poder, en la infraestructura policiaca, como en los años de José López Portillo o los de Carlos Salinas.
Pero la verdad es que la derrota incluso ha sido buena para los militantes del PRI: un cable a tierra, una vuelta al principio de realidad. Empieza a ser un partido político. Sus miembros discuten, compiten por la dirigencia, y (dicen) ya no le hacen mucho caso al Presidente.
A lo que había que pasar ahora es a la corrupción del poder legislativo. ¿Por qué tienen que seguir ganando 100 mil pesos mensuales los senadores más otros 120 mil pesos si tienen personal de apoyo y comisiones? ¿Por qué cada diputado ha de costarnos más de 100 mil pesos cada mes? En los pasillos de las cámaras corre el billete, y muy fuerte. El billete que no les pertenece. Y a nadie tiene que rendirles cuentas los diputados y los senadores. Ya no digamos cuando se compran los votos. En la penúltima legislatura los diputados no regresaron los carros que la propia Cámara les había prestado. Se los robaron.
Ah, y sobre todo, ¿qué tienen que seguir haciendo allí los diputados y senadores plurinominales a quienes el pueblo no eligió? Forman parte de esta misma componenda que en el fondo corrompe y debilita al poder legislativo.
Por ejemplo: ya no tienen ninguna razón de ser los senadores y diputados plurinominales. Su invención se juzgó necesaria en los tiempos de Jesús Reyes Heroles cuando había que taparle el ojo al macho a una representación popular copada al cien por ciento por legisladores del PRI. Ya no tenemos por qué tener senadores y diputados que no elegimos.
Otro asunto que favorece la nueva situación: es el momento justo para quitarle al PRI el monopolio de los colores de la Patria, que son de todos (como los colores de los chiles de Nogada y la virgen de Guadalupe).
Y otra cosa más: vivimos el gran momento para impedir de hoy en adelante que los gobernadores se sigan volviendo tan millonarios en dólares como hasta ahora. Aprovechemos la coyuntura para incorporar a las leyes estatales mecanismos de rendición de cuentas y un control más estricto de los secretarios administrativos.
Ya en los años 70 un gobernador de Sinaloa decía que una gubernatura, por pobre que fuera (la de Tlaxcala, por ejemplo), dejaba por lo menos cien millones de dólares. No se trata de perseguir a nadie, pero habría por lo menos que reflexionar acerca de cómo es posible que exgobernadores de Chiapas (con ranchos en San Luis Potosí), Tabasco, Sonora, Tamaulipas, Yucatán, Campeche, Veracruz, Nuevo León, Baja California (con casas en Los Cabos y en La Paz) y Baja California Sur, Sinaloa, se cuenten entre los hombres más ricos de México, con unos cuentones de muchos millones de dólares en el Wells Fargo de San Diego o en las islas Caimán. ¿Cómo se pueden dar ese tren de vida, con casas en Miami y en Houston, en Cuernavaca y en Acapulco, o en La Jolla, California (no en París o Nueva York porque son lugares demasiados cultos para ellos y no hablan otros idiomas)? ¿Cómo le hacen, si ya no trabajan, para andar en Mercedes o en BMW, con escoltas de 50 mil pesos mensuales?
Eso tendría que acabarse: la plaga de los exgobernadores. A la mejor habría que normar las relaciones entre los gobernadores y los hombres de negocios. Hasta ahora, la mayoría ha aspirado a las gubernaturas primordialmente para una cosa: para hacer negocios con sus amigos.
Otra cosa: los secretarios adiministrativos. Hay que cuidarles las manos. Normalmente roban para su jefe y lo protegen legalmente: cubren la “normatividad”, para que a su vez su jefe los deje robar a ellos o recibir prebendas y comisiones por debajo de la mesa. Generalmente son contadores públicos y se dedican sobre todo a robar dentro de la ley. Saben hacerlo.
Si alguna vez se pedía una definición acerca de lo que era el PRI lo primero que se barruntaba era una estructura de saqueo. Lo definitorio del PRI era que era un partido que para mantenerse en el poder utilizaba fondos del erario público. El reparto del botín se daba sobre todo en las campañas, pues no había contabilidad alguna. Los candidatos a gobernador pasaban las cuentas de la campaña a la Tesorería una vez que tomaban posesión. Eso era el PRI. Con el erario público se financiaba la casi siempre fraudulenta elección. Pero se les acabó la película. Gobernaban para sus amigos. Llegaban y humillaban a los que antes estaban trabajado allí en las oficinas que estrenaban. Se les pagaba la gasolina, los hoteles, los aviones, los carros y hasta la cuenta de sus sastres. El colmo de la descomposición priísta alcanzó su punto más grave en el Estado de Morelos, donde una verdadera organización criminal de secuestros tenía su asiento en la procuraduría y los cuerpos policiacos. El hampa estaba en el mismo poder, en la infraestructura policiaca, como en los años de José López Portillo o los de Carlos Salinas.
Pero la verdad es que la derrota incluso ha sido buena para los militantes del PRI: un cable a tierra, una vuelta al principio de realidad. Empieza a ser un partido político. Sus miembros discuten, compiten por la dirigencia, y (dicen) ya no le hacen mucho caso al Presidente.
A lo que había que pasar ahora es a la corrupción del poder legislativo. ¿Por qué tienen que seguir ganando 100 mil pesos mensuales los senadores más otros 120 mil pesos si tienen personal de apoyo y comisiones? ¿Por qué cada diputado ha de costarnos más de 100 mil pesos cada mes? En los pasillos de las cámaras corre el billete, y muy fuerte. El billete que no les pertenece. Y a nadie tiene que rendirles cuentas los diputados y los senadores. Ya no digamos cuando se compran los votos. En la penúltima legislatura los diputados no regresaron los carros que la propia Cámara les había prestado. Se los robaron.
Ah, y sobre todo, ¿qué tienen que seguir haciendo allí los diputados y senadores plurinominales a quienes el pueblo no eligió? Forman parte de esta misma componenda que en el fondo corrompe y debilita al poder legislativo.
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