Coca Cola en la sangre
“México principiará por vagar sin rumbo, a la deriva, perdiendo un tiempo que no puede perder un país tan atrasado en su progreso, para concluir en confiar sus problemas mayores a la inspiración, a la imitación y la sumisión a Estados Unidos, no sólo por vecino rico y poderoso, sino por el éxito que ha tenido y que nosotros no hemos sabido alcanzar”, escribía Daniel Cosío Villegas en 1946, cuando no lo impresionaba para nada el triunfalismo de Miguel Alemán.
“A ese país llamaríamos en demanda de dinero, de adiestramiento técnico, de caminos para la cultura y el arte, de consejo político, y concluiríamos por adoptar íntegra su tabla de valores, tan ajena a nuestra historia, a nuestra convivencia y nuestro gusto.”
Hace cincuenta y cinco años México debía industrializarse, crear capital y riqueza para después repartirla, pero la estrategia económica del alemanismo sólo beneficiaba a un sector muy reducido de la sociedad. Pese a la estabilidad política, el desempleo iba en aumento y por ello ni Cosío Villegas ni Frank Tannenbaum se ilusionaban con un proyecto semejante.
Tannenbaum pensaba que no había que abandonar al campo, que las comunidades rurales debían desarrollarse con todos los adelantos de la técnica y el apoyo estatal hasta lograr su autosuficiencia regional. Postulaba una filosofía de las “pequeñas cosas”, para aprovechar lo que se tenía en las regiones. Pero no fue comprendido. Cuando vino a México a discutir sus ideas, en 1951, fue abruptamente rechazado por los economistas mexicanos y sólo dos intelectuales, Daniel Cosío Villegas y Emilio Uranga, lo defendieron.
Las categorías con que entonces se interpretaba la realidad nacional tal vez no funcionan ahora de la misma manera —dada la globalización, visto el viraje del gobierno de Miguel de la Madrid hacia una liberalización completa de la economía—, pero la historia sabe y al menos la constante de la imitación sigue caracterizando nuestra actuación nacional.
En 1953 otro historiador, don Silvio Zavala, veía una secuela del porfirismo en la marcha general de la sociedad mexicana. La admiración de lo extranjero va produciendo cierto apartamiento de los problemas propios de México, escribía: Nunca el concepto de México se había ido tan lejos y más contrariamente a la realidad, “no obstante que esa tendencia imitativa de lo extranjero implicaba una actitud cosmopolita y ajena al nacionalismo excluyente de otros valores”.
Pero su defecto radicaba en que partía de un vergonzante rechazo o disimulo de la personalidad propia, de la realidad esencial de México, que no podía lograrse como país, ni crear con fuerza y autenticidad, “sin violar su constitución histórica, tratando en vano de imitar a Europa y Estados Unidos”.
Da pena volver a citar una y otra vez la multicitada frase de Robert Lansing, el secretario de Estado norteamericano, que en 1925 declaraba que “México es un país fácil de dominar, basta controlar a un solo hombre: el Presidente. Debemos abrirles las puertas de nuestras universidades a los jóvenes mexicanos que llegarán a ocupar cargos importantes y a adueñarse de la Presidencia”.
Y dentro del esquema de esta imitación extralógica el actual escudo de la Presidencia habla inocente, inconscientemente. Su mutilación resulta un acting out, una proyección de valores y tendencias, si atendemos a la semiótica, a la teoría general de los signos.
Porque la mutilación del escudo nacional es simbólica, un reconocimiento tal vez indeliberado por parte no sólo de Fox (también de Zedillo, Salinas, De la Madrid) de que la soberanía se ha vuelto relativa en la práctica, de que el corte transversal del águila (tan parecida al águila de todos los poderes, de los antiguos romanos, del escudo de Estados Unidos, de la Italia de Mussolini) rememora la amputación del territorio nacional en 1848. ¿Lo estarán celebrando? ¿O es una manera de aludir a la memoria histórica? ¿O es un intento mercadotécnico de homologar el logo de la Presidencia de la República al logo de la Coca Cola? Porque la ola allí está. Por debajo y como firma, como latiguillo de una rúbrica que se sabe a media águila. No a todo vuelo ni a todo cuerpo. A medias. El águila del poder cercenada. Sin patas ni rabadilla. Un país a medias. México en dos.
Lo intentaron decir en 1964 Juan Rulfo y Rubén Gámez en La fórmula secreta, una película que vio censurado su título original: “Coca Cola en la sangre”.
“Yo la única película que hice se llamó La fórmula secreta. Originalmente se llamaba Coca Cola en la sangre, pero le quitaron ese título porque pensaban que nadie iba a verla. Es la historia de un hombre al que le están inyectando Coca Cola en lugar de suero y cuando empieza a perder el conocimiento siente unos chispazos de luz y la Coca Cola le produce unos efectos horribles, y entonces tiene una serie de pesadillas y en algunas ocasiones habla contra todo. Es una película anti. Es antiyanqui, anticlerical, antigobiernista, antitodo.”
Así habló Juan Rulfo en Caracas, en la Universidad Central de Venezuela, el 13 de marzo de 1974. Se refería a la película de Rubén Gámez de 1964 en la que un hombre es conducido dentro de un túnel “como si hubiera caído en la sonda de un remolino”. Falso cine directo, de dimensión brechtiana, dice Jorge Ayala Blanco que es este mediometraje (42 minutos) en el que se abunda hasta la náusea en al proceso de norteamericanización de México.
A treinta y siete años de distancia, éste que en su tiempo se consideraba un discurso “antiimperialista” ha escapado ya al campo referencial de los análisis políticos. Muchos de los espectadores entenderían muy bien la película si la vieran ahora, pero otros tal vez no alcanzarían a descifrar su mundo de referencias porque la profusión de marcas transnacionales en los anuncios espectaculares y en la televisión, no menos que el español de construcción inglesa que usan por igual publicistas y gobernantes, se acepta con una aletargada naturalidad.
La Coca Cola ha estado entre nosotros desde que nacimos, no importa a qué generación pertenezcamos: en las calles, los periódicos, las carreteras, en los pueblos mas apartados de la sierra de Oaxaca. Con más incidencia que el logotipo de PRI. Tiene carbonato, se dice, y sirve para sustituir el agua de los ríos que causan enfermedades gastrointestinales en las comunidades rurales. México es uno de los países en que más se vende.
No se sabe si su fórmula sigue siendo “secreta” o un mito que mantienen sus fabricantes de Atlanta. Lo cierto es que contiene coca descocaínada, agua, azúcar, dióxido de carbono, ácido de limón o ácido ortofósforo, según el Diccionario de errores alimenticios más populares, que publicaron en Alemania el año pasado Uddo Pollmer y Susanne Warmuth. Para su aroma lleva tinturas de algarroba, hojas de “coca sin cocaína”, extracto de nuez moscada y agentes activos de miristicina y elemicina.
El corresponsal de EFE en Berlín lee que estas sustancias se transforman en el hígado en anfetaminas como la MNDA, que químicamente está relacionada con la droga éxtasis, y cuyos efectos son los mismos que causa la cannabis: relaja y proporciona una agradable sensación. Se necesitan conocimientos de química para añadirle cafeína, que la tiene, entre otros ingredientes como destilados de lima, cacao, tinturas de hojas de mandarina y una pizca de gengibre. Los autores del Instituto Europeo de Alimentos informan que la chispa de la vida contiene asimismo extractos de corteza de árbol de mimosa, canela, vainilla, y un par de gotas de aceites etéricos especiales. Por cada litro de agua va un gramo de esta mezcla.
Las serpenteantes letras blancas o rojo “coca cola” del logotipo ya estaban en 1892 cuando la empresa invirtió 300 mil dólares en la prensa, en un millón de calendarios, en ceniceros, en diez millones de cajetillas de cerillos, en cinco millones de placas para los muros. “La repetición publicitaria habrá de penetrar como una gota de agua en una roca. Si se golpea ininterrumpidamente, el clavo se instalará en el cerebro”, decía uno de los publicistas de la época.
Sería demasiado capcioso atribuirles tanta intención subliminal a los diseñadores del nuevo logotipo de la Presidencia mexicana, pero juro que a un hombre de la calle y no a un discípulo de Umberto Eco —especialista en semiología— se le ocurrió que hay un curioso parecido entre el logo de la Coca Cola y el nuevo escudo nacional ahora mutilado por la oficina de Los Pinos: por debajo de la media águila serpentea la misma ola de la rúbrica de la primera C de la Coca Cola.
Se trata del “subidón” del que habla el diseñador gráfico Javier Mariscal, ganador en Madrid del logo olímpico para el año 2012: “Una llama o bandera dinámica fácil de retener y de reconocer”.
Gobernar a media águila puede equivaler a cabalgar sin grupa, y a dos patas, como no haría el hombrecito de Marlboro.
“A ese país llamaríamos en demanda de dinero, de adiestramiento técnico, de caminos para la cultura y el arte, de consejo político, y concluiríamos por adoptar íntegra su tabla de valores, tan ajena a nuestra historia, a nuestra convivencia y nuestro gusto.”
Hace cincuenta y cinco años México debía industrializarse, crear capital y riqueza para después repartirla, pero la estrategia económica del alemanismo sólo beneficiaba a un sector muy reducido de la sociedad. Pese a la estabilidad política, el desempleo iba en aumento y por ello ni Cosío Villegas ni Frank Tannenbaum se ilusionaban con un proyecto semejante.
Tannenbaum pensaba que no había que abandonar al campo, que las comunidades rurales debían desarrollarse con todos los adelantos de la técnica y el apoyo estatal hasta lograr su autosuficiencia regional. Postulaba una filosofía de las “pequeñas cosas”, para aprovechar lo que se tenía en las regiones. Pero no fue comprendido. Cuando vino a México a discutir sus ideas, en 1951, fue abruptamente rechazado por los economistas mexicanos y sólo dos intelectuales, Daniel Cosío Villegas y Emilio Uranga, lo defendieron.
Las categorías con que entonces se interpretaba la realidad nacional tal vez no funcionan ahora de la misma manera —dada la globalización, visto el viraje del gobierno de Miguel de la Madrid hacia una liberalización completa de la economía—, pero la historia sabe y al menos la constante de la imitación sigue caracterizando nuestra actuación nacional.
En 1953 otro historiador, don Silvio Zavala, veía una secuela del porfirismo en la marcha general de la sociedad mexicana. La admiración de lo extranjero va produciendo cierto apartamiento de los problemas propios de México, escribía: Nunca el concepto de México se había ido tan lejos y más contrariamente a la realidad, “no obstante que esa tendencia imitativa de lo extranjero implicaba una actitud cosmopolita y ajena al nacionalismo excluyente de otros valores”.
Pero su defecto radicaba en que partía de un vergonzante rechazo o disimulo de la personalidad propia, de la realidad esencial de México, que no podía lograrse como país, ni crear con fuerza y autenticidad, “sin violar su constitución histórica, tratando en vano de imitar a Europa y Estados Unidos”.
Da pena volver a citar una y otra vez la multicitada frase de Robert Lansing, el secretario de Estado norteamericano, que en 1925 declaraba que “México es un país fácil de dominar, basta controlar a un solo hombre: el Presidente. Debemos abrirles las puertas de nuestras universidades a los jóvenes mexicanos que llegarán a ocupar cargos importantes y a adueñarse de la Presidencia”.
Y dentro del esquema de esta imitación extralógica el actual escudo de la Presidencia habla inocente, inconscientemente. Su mutilación resulta un acting out, una proyección de valores y tendencias, si atendemos a la semiótica, a la teoría general de los signos.
Porque la mutilación del escudo nacional es simbólica, un reconocimiento tal vez indeliberado por parte no sólo de Fox (también de Zedillo, Salinas, De la Madrid) de que la soberanía se ha vuelto relativa en la práctica, de que el corte transversal del águila (tan parecida al águila de todos los poderes, de los antiguos romanos, del escudo de Estados Unidos, de la Italia de Mussolini) rememora la amputación del territorio nacional en 1848. ¿Lo estarán celebrando? ¿O es una manera de aludir a la memoria histórica? ¿O es un intento mercadotécnico de homologar el logo de la Presidencia de la República al logo de la Coca Cola? Porque la ola allí está. Por debajo y como firma, como latiguillo de una rúbrica que se sabe a media águila. No a todo vuelo ni a todo cuerpo. A medias. El águila del poder cercenada. Sin patas ni rabadilla. Un país a medias. México en dos.
Lo intentaron decir en 1964 Juan Rulfo y Rubén Gámez en La fórmula secreta, una película que vio censurado su título original: “Coca Cola en la sangre”.
“Yo la única película que hice se llamó La fórmula secreta. Originalmente se llamaba Coca Cola en la sangre, pero le quitaron ese título porque pensaban que nadie iba a verla. Es la historia de un hombre al que le están inyectando Coca Cola en lugar de suero y cuando empieza a perder el conocimiento siente unos chispazos de luz y la Coca Cola le produce unos efectos horribles, y entonces tiene una serie de pesadillas y en algunas ocasiones habla contra todo. Es una película anti. Es antiyanqui, anticlerical, antigobiernista, antitodo.”
Así habló Juan Rulfo en Caracas, en la Universidad Central de Venezuela, el 13 de marzo de 1974. Se refería a la película de Rubén Gámez de 1964 en la que un hombre es conducido dentro de un túnel “como si hubiera caído en la sonda de un remolino”. Falso cine directo, de dimensión brechtiana, dice Jorge Ayala Blanco que es este mediometraje (42 minutos) en el que se abunda hasta la náusea en al proceso de norteamericanización de México.
A treinta y siete años de distancia, éste que en su tiempo se consideraba un discurso “antiimperialista” ha escapado ya al campo referencial de los análisis políticos. Muchos de los espectadores entenderían muy bien la película si la vieran ahora, pero otros tal vez no alcanzarían a descifrar su mundo de referencias porque la profusión de marcas transnacionales en los anuncios espectaculares y en la televisión, no menos que el español de construcción inglesa que usan por igual publicistas y gobernantes, se acepta con una aletargada naturalidad.
La Coca Cola ha estado entre nosotros desde que nacimos, no importa a qué generación pertenezcamos: en las calles, los periódicos, las carreteras, en los pueblos mas apartados de la sierra de Oaxaca. Con más incidencia que el logotipo de PRI. Tiene carbonato, se dice, y sirve para sustituir el agua de los ríos que causan enfermedades gastrointestinales en las comunidades rurales. México es uno de los países en que más se vende.
No se sabe si su fórmula sigue siendo “secreta” o un mito que mantienen sus fabricantes de Atlanta. Lo cierto es que contiene coca descocaínada, agua, azúcar, dióxido de carbono, ácido de limón o ácido ortofósforo, según el Diccionario de errores alimenticios más populares, que publicaron en Alemania el año pasado Uddo Pollmer y Susanne Warmuth. Para su aroma lleva tinturas de algarroba, hojas de “coca sin cocaína”, extracto de nuez moscada y agentes activos de miristicina y elemicina.
El corresponsal de EFE en Berlín lee que estas sustancias se transforman en el hígado en anfetaminas como la MNDA, que químicamente está relacionada con la droga éxtasis, y cuyos efectos son los mismos que causa la cannabis: relaja y proporciona una agradable sensación. Se necesitan conocimientos de química para añadirle cafeína, que la tiene, entre otros ingredientes como destilados de lima, cacao, tinturas de hojas de mandarina y una pizca de gengibre. Los autores del Instituto Europeo de Alimentos informan que la chispa de la vida contiene asimismo extractos de corteza de árbol de mimosa, canela, vainilla, y un par de gotas de aceites etéricos especiales. Por cada litro de agua va un gramo de esta mezcla.
Las serpenteantes letras blancas o rojo “coca cola” del logotipo ya estaban en 1892 cuando la empresa invirtió 300 mil dólares en la prensa, en un millón de calendarios, en ceniceros, en diez millones de cajetillas de cerillos, en cinco millones de placas para los muros. “La repetición publicitaria habrá de penetrar como una gota de agua en una roca. Si se golpea ininterrumpidamente, el clavo se instalará en el cerebro”, decía uno de los publicistas de la época.
Sería demasiado capcioso atribuirles tanta intención subliminal a los diseñadores del nuevo logotipo de la Presidencia mexicana, pero juro que a un hombre de la calle y no a un discípulo de Umberto Eco —especialista en semiología— se le ocurrió que hay un curioso parecido entre el logo de la Coca Cola y el nuevo escudo nacional ahora mutilado por la oficina de Los Pinos: por debajo de la media águila serpentea la misma ola de la rúbrica de la primera C de la Coca Cola.
Se trata del “subidón” del que habla el diseñador gráfico Javier Mariscal, ganador en Madrid del logo olímpico para el año 2012: “Una llama o bandera dinámica fácil de retener y de reconocer”.
Gobernar a media águila puede equivaler a cabalgar sin grupa, y a dos patas, como no haría el hombrecito de Marlboro.
2 Comments:
¿Dónde puedo conseguir la película "Coca Cola en la sangre"?
que buen análisis el que has escrito compañero, no soy mexicano; pero disfruto mucho de las lecturas de Rulfo. cocacola en la sangre atañe a toda latinoamérica, como una falsa y mala droga que vendría a estimular a América latina, ya basta de tanto apoyo a lo extranjero sobre a lo nacional y a su vez la perdida de la identidad y la cultura. Mis mas respetuosos saludos, sigue adelante. Pd: para Annabel, puedes encontrar la película en youtube. con el mismo título
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