Wednesday, September 06, 2006

El conjurador de Palacio

Estaba tratando de imaginar a ese personaje que ejerce desde las tinieblas de palacio y que viene siendo —a diferencia del agente provocador que actúa en la calle y que planea la toma de palacio— un conspirador de arriba a abajo. Hubo una vez un gobernador septentrional, educado en los sótanos de la policía política, que se pasó su sexenio conspirando: cavilando cómo sabotear a sus adversarios porque los panistas andaban con un candidato muy popular. Bueno. Tuvo gran éxito. Dos años antes de las elecciones ya había torpedeado a los panistas. Los hizo que se pelearan entre ellos. Los devastó. Muy hábil. Muy astuto. Un verdadero genio del mal.
Este tipo de personaje se da, pues, en los corredores de palacio. Alguien que está dedicado a conjurar: cómo hacer para que la huelga se vuelva una trampa para Fulano si mete a la policía o si pide el apoyo del ejército, cómo hacer para que todos los servicios de “inteligencia” y de fuerza pública legal actúen a favor del candidato del Presidente, cómo extorsionar, amenazar, etcétera. Siempre hay alguien dándole vueltas, pensando de tiempo completo en cómo eliminar al enemigo, lamiéndose los bigotes, orientando a sus diputados y a sus secretarios de turismo para que digan que son calumnias las acusaciones de que un dinero del Fobaproa se gastó en la campaña de Zedillo. Etcétera. Si para algo les pagan es para eso: para conspirar. Para actuar en las tinieblas.
Imaginaba a este personaje y de pronto ese conspirador de Palacio adquiere un rostro en el libro de Julio Scherer y Carlos Monsiváis: Parte de guerra. La conspiración estaba en las propias oficinas del Poder.
Según los no desmentidos documentos del archivo dado a conocer, el jefe del Estado Mayor Presidencial, el general Luis Gutiérrez Oropeza, le informó al secretario de la defensa que él mismo, por órdenes superiores (es decir, del Presidente de la República, Gustavo Díaz Ordaz) había colocado en Tlatelolco a diez oficiales para que venadearan a los estudiantes o tiraran al montón con metralleta.
En el propio libro están los materiales que abonan la propia contradicción de sus personajes y que podrían poner en entredicho —como moral y políticamente justificable— la actitud del jalisciense Marcelino García Barragán, que no era de distinta calaña a la de Gutiérrez Oropeza en toda su paranoica percepción del movimiento estudiantil y su voluntad de exterminarlo con un baño de sangre. Ambos estaban en la misma concepción autoritaria, represiva y criminal del movimiento. La primera provocación de todas, como ha dicho Carlos Monsiváis, fue la presencia misma del ejército en la plaza civil. Además la colaboración del capitán Fernando Gutiérrez Barrios lo compromete seriamente porque, según el general García Barragán, le andaba consiguiendo unos departamentos del edificio Chihuahua para apostar a unos francotiradores —o sea que García Barragán también preparaba la emboscada pero le madrugó Gutiérrez Oropeza— y tanto peca el que mata a la vaca como el que le coge la pata.
Aparte de su valor documental —en un país donde la gente aguanta todo y todo se oculta y todo se nos resbala—, el libro de Scherer y Monsiváis replantea la urgencia de cuestionar la existencia misma de una anomalía y una duplicidad: el Estado Mayor Presidencial. El proceso de democratización comporta también el cuestionamiento de instituciones como esta guardia pretoriana inventada por el incurruptible y honorabilísmimo Miguel Alemán y que por lo menos, así sea tangencial o perpendicularente, ha estado ya involucrada en dos peliagudos asuntos de carácter político criminal: el del 2 de octubre y el del 23 de marzo. ¿Pueden las fuerzas armadas seguir teniendo dos cabezas? ¿Quién manda?
Por lo demás, todavía no llegamos al tipo de sociedad en la que un libro de esta inquietante naturaleza constituya un terremoto. Si no fue una conmoción generalizada el hecho mismo, la matanza del 2 de octubre (a los quince días miles de “ciudadanos” bailaban en masa sobre el Paseo de la Reforma celebrando las Olimpiadas), mucho menos, hasta ahora, puede ser una conmoción un libro como éste del que se han impreso cuarenta mil ejemplares (para un país de cien millones de habitantes). En una sociedad tan fría, hasta el mayúsculo robo a la nación de Fobaproa —como ya no había qué robar, nos robaron el futuro: nos pusieron los asaltantes una pistola en la frente y nos hicieron firmar un pagaré de 81 mil 400 millones de dólares— es perfectamente posible y no tiene consecuencias que inquieten a los jefes del gobierno.
Mi teoría personal del Estado me dice que todo esto no hubiera sido posible si en México existiera el Estado. Pero en México no hay Estado, si entendemos por tal el imperio de la ley: el cumplimiento impersonal de la ley.
También por ese vacío de Estado ha sido posible el fraude electoral durante cinco décadas. Y si a esto le añadimos una sociedad irresponsable y apática, pues el negocio resulta redondo. México es un país facilísimo de gobernar porque sus ciudadanos todavía están en pañales. Por eso un reducido grupo de pandillas se apodera del país y de sus recursos (y cuando no hay nos hacen firmar un pagaré: hoy no hay pero mañana pasado sí, según procedieron los pillos de Fobaproa).

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