La consorte del poder
—Oye viejo ¿qué onda con esta cuenta del West Fargo?
—Se tuvo que poner a tu nombre.
—Sí, ¿pero un millón doscientos mil dólares?
El libro de Sara Sefchovich sobre las “primeras damas” mexicanas, La suerte de la consorte. Las esposas de los gobernantes (desde la primera virreina de Mendoza) replantea uno de los temas más antiguos de la literatura: la contraparte del poder, la cónyuge del presidente, del gobernador, del césar, del guerrillero, del rey, del emperador (Napoleón), y tiene en Lady Macbeth uno de los paradigmas de la compañera instigadora. Acompaña a uno de los generales del ejército del rey, su esposo Macbeth, a conseguir la corona por la vía del magnicidio. “Lady Macbeth es el personaje. En ella todo está quemado, menos el deseo de poder. Y así, vacía, sigue quemándose, toma venganza por su derrota de amante y de madre”, escribe Jan Kott en Apuntes sobre Shakespeare.
El asunto ha sido muy delicado de tratar, al menos en el ámbito mexicano, por la peculiar solemnidad de los presidentes y sus séquitos y el papel que la sociedad en general le asigna a la esposa: un papel pasivo, inexistente, de adorno. Hablar de la primera dama, antes, era como tocar a un animal sagrado, y al escritor o periodista le podía costar la vida. Sin embargo, la misma Sara Sefchovich empezó romper el tabú cuando en 1982, en unos cuadernillos publicados por la SEP (que por cierto le fueron censurados por incluir a Carlota como primera dama), se preguntaba cómo había sido la vida de esos seres aislados, obliterados, no siempre felices, más o menos protagónicos, desde la emperatriz Carlota hasta doña Carmen de López Portillo, y cuál era la percepción que de ellos tenían los mexicanos. Más adelante, en 1996, Tere Márquez adoptó un punto de vista más personal y ofreció un testimonio importante, muy bien escrito y muy inteligente, sobre la soledad y las angustias de estas señoras primeras damas o esposas de secretarios de Estado en Las mujeres y el poder. Sin embargo, en la novela mexicana nadie ha mostrado mejor el drama que Ángeles Mastretta en Arráncame la vida. Allí la visión de las cosas, la asunción de cierta moral que se va transformando, corre a cargo de la esposa de un general absorbido por el vértigo de la política... de un general que no inocentemente tiene más de una semejanza con Maximino Ávila Camacho. La excitación pública del marido afecta de manera incorregible la vida de la pareja y trastoca los valores que tenía en su juventud, antes de experimentar la anfetamina distorsionadora del poder y sus diablos, sus espejismos y sus tonterías.
El problema aludido también es el de la corrupción del marido: ¿Cómo lo vive la esposa? ¿Se hace de la vista gorda la señora y se va de compras a San Diego o protesta y dice no, no querido, esto no puede ser? ¿De cuándo a acá?
En 1995 Ediciones El Milagro editó una comedia de Leonardo Sciascia, El Honorable (según se les dice, sin ironía, a los diputados en Italia), en la que el personaje crucial es Assunta, la mujer del profesor Emanuele Frangipane. Él encarna a un individuo a quien la experiencia del poder le cambia su percepción del mundo y de los seres humanos. Lo metamorfosea. Le cambia la película. Deja de dar sus clases de griego y latín, deja de traducir a Lucrecio, ya no lee el Quijote como solía hacerlo, y el único ser lúcido, el único que percibe esta transformación aterradora y estúpida, hasta el grado de tener que divorciarse, es Assunta.
“Un hombre tiene todo el derecho de cambiar de ideas y de sentimientos, de convertirse, diría usted... Pero cuando, al cambiar de ideas, se pasa de la incomodidad a la comodidad, entonces es inevitable cierta sospecha”, dice Assunta.
“Nadie puede gobernar sin culpa”, parafrasea Assunta la sentencia de Saint—Just. “Y el hecho de que un hombre se considere con el derecho de gobernar es ya una caída, una culpa. Por eso tal vez, el gobernar implica en el fondo una burla, una caída.” Assunta es la conciencia, la que establece el verdadero conflicto, y los hombres del poder la ven como a una loca, como a un ser disolvente.
Esta actitud crítica no alcanza a sentirse en ninguna de las señoras primeras damas y esposas de gobernadores y secretarios que retratan Sara Sefchovich y Tere Márquez, tal vez porque sus avatares son demasiado terrenales y no viven, como personajes, en las amplitudes significativas de la literatura. Tampoco, con toda la gracia y el encanto que tiene, la narradora personaje de Ángeles Mastretta parece apercibirse del cambio moral, acaso porque la autora no se permite adelantar juicios y aspira a que todo el drama de fondo se deduzca, como se infiere muy bien.
Por otro lado, en la literatura japonesa, quien mejor ha profundizado en la materia es Yukio Mishima. Allí está en las estremecedoras páginas de Después del banquete, de 1960, el entremetimiento corrosivo del poder en el alma de la pareja, que termina hecha añicos. Kasu tiene un restaurante al que acuden políticos, diplomáticos y financieros, y se enamora de Noguchi, exministro e intelectual solvente, un político muy encantador y seductor. Se casan. Al hacerse candidato del partido radical, Noguchi se vale de métodos que chocan con la estructura moral y la conducta íntegra de Kasu. Ni siquiera alcanza a entender cuál es la objeción de fondo que le antepone Kasu. Es tal su narcisismo que supone que Kasu ha entrado en una fase de rompimiento con la realidad. Y Kasu termina diciéndole: “Hiedes más que un gusano en una letrina”.
—Se tuvo que poner a tu nombre.
—Sí, ¿pero un millón doscientos mil dólares?
El libro de Sara Sefchovich sobre las “primeras damas” mexicanas, La suerte de la consorte. Las esposas de los gobernantes (desde la primera virreina de Mendoza) replantea uno de los temas más antiguos de la literatura: la contraparte del poder, la cónyuge del presidente, del gobernador, del césar, del guerrillero, del rey, del emperador (Napoleón), y tiene en Lady Macbeth uno de los paradigmas de la compañera instigadora. Acompaña a uno de los generales del ejército del rey, su esposo Macbeth, a conseguir la corona por la vía del magnicidio. “Lady Macbeth es el personaje. En ella todo está quemado, menos el deseo de poder. Y así, vacía, sigue quemándose, toma venganza por su derrota de amante y de madre”, escribe Jan Kott en Apuntes sobre Shakespeare.
El asunto ha sido muy delicado de tratar, al menos en el ámbito mexicano, por la peculiar solemnidad de los presidentes y sus séquitos y el papel que la sociedad en general le asigna a la esposa: un papel pasivo, inexistente, de adorno. Hablar de la primera dama, antes, era como tocar a un animal sagrado, y al escritor o periodista le podía costar la vida. Sin embargo, la misma Sara Sefchovich empezó romper el tabú cuando en 1982, en unos cuadernillos publicados por la SEP (que por cierto le fueron censurados por incluir a Carlota como primera dama), se preguntaba cómo había sido la vida de esos seres aislados, obliterados, no siempre felices, más o menos protagónicos, desde la emperatriz Carlota hasta doña Carmen de López Portillo, y cuál era la percepción que de ellos tenían los mexicanos. Más adelante, en 1996, Tere Márquez adoptó un punto de vista más personal y ofreció un testimonio importante, muy bien escrito y muy inteligente, sobre la soledad y las angustias de estas señoras primeras damas o esposas de secretarios de Estado en Las mujeres y el poder. Sin embargo, en la novela mexicana nadie ha mostrado mejor el drama que Ángeles Mastretta en Arráncame la vida. Allí la visión de las cosas, la asunción de cierta moral que se va transformando, corre a cargo de la esposa de un general absorbido por el vértigo de la política... de un general que no inocentemente tiene más de una semejanza con Maximino Ávila Camacho. La excitación pública del marido afecta de manera incorregible la vida de la pareja y trastoca los valores que tenía en su juventud, antes de experimentar la anfetamina distorsionadora del poder y sus diablos, sus espejismos y sus tonterías.
El problema aludido también es el de la corrupción del marido: ¿Cómo lo vive la esposa? ¿Se hace de la vista gorda la señora y se va de compras a San Diego o protesta y dice no, no querido, esto no puede ser? ¿De cuándo a acá?
En 1995 Ediciones El Milagro editó una comedia de Leonardo Sciascia, El Honorable (según se les dice, sin ironía, a los diputados en Italia), en la que el personaje crucial es Assunta, la mujer del profesor Emanuele Frangipane. Él encarna a un individuo a quien la experiencia del poder le cambia su percepción del mundo y de los seres humanos. Lo metamorfosea. Le cambia la película. Deja de dar sus clases de griego y latín, deja de traducir a Lucrecio, ya no lee el Quijote como solía hacerlo, y el único ser lúcido, el único que percibe esta transformación aterradora y estúpida, hasta el grado de tener que divorciarse, es Assunta.
“Un hombre tiene todo el derecho de cambiar de ideas y de sentimientos, de convertirse, diría usted... Pero cuando, al cambiar de ideas, se pasa de la incomodidad a la comodidad, entonces es inevitable cierta sospecha”, dice Assunta.
“Nadie puede gobernar sin culpa”, parafrasea Assunta la sentencia de Saint—Just. “Y el hecho de que un hombre se considere con el derecho de gobernar es ya una caída, una culpa. Por eso tal vez, el gobernar implica en el fondo una burla, una caída.” Assunta es la conciencia, la que establece el verdadero conflicto, y los hombres del poder la ven como a una loca, como a un ser disolvente.
Esta actitud crítica no alcanza a sentirse en ninguna de las señoras primeras damas y esposas de gobernadores y secretarios que retratan Sara Sefchovich y Tere Márquez, tal vez porque sus avatares son demasiado terrenales y no viven, como personajes, en las amplitudes significativas de la literatura. Tampoco, con toda la gracia y el encanto que tiene, la narradora personaje de Ángeles Mastretta parece apercibirse del cambio moral, acaso porque la autora no se permite adelantar juicios y aspira a que todo el drama de fondo se deduzca, como se infiere muy bien.
Por otro lado, en la literatura japonesa, quien mejor ha profundizado en la materia es Yukio Mishima. Allí está en las estremecedoras páginas de Después del banquete, de 1960, el entremetimiento corrosivo del poder en el alma de la pareja, que termina hecha añicos. Kasu tiene un restaurante al que acuden políticos, diplomáticos y financieros, y se enamora de Noguchi, exministro e intelectual solvente, un político muy encantador y seductor. Se casan. Al hacerse candidato del partido radical, Noguchi se vale de métodos que chocan con la estructura moral y la conducta íntegra de Kasu. Ni siquiera alcanza a entender cuál es la objeción de fondo que le antepone Kasu. Es tal su narcisismo que supone que Kasu ha entrado en una fase de rompimiento con la realidad. Y Kasu termina diciéndole: “Hiedes más que un gusano en una letrina”.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home