Los zorros nos gobiernan
En los países en los que existe el Estado cerrar una calle es algo terriblemente grave: equivale a alterar el orden jurídico y, por supuesto, vial, de una comunidad. En los países legales ni siquiera un policía puede clausurar una calle: se necesita de la orden escrita de un juez.
La falta de educación republicana de nuestras autoridades se puso de manifiesto la noche del martes 30 de junio de 1992 cuando, a petición de los dueños del restaurante Champs Elysées, la patrulla c 227 (Centro Histórico, modelo Spirit), cerró durante dos horas, de 8 a 10 de la noche, la calle de Estocolmo en la colonia Juárez de esta ciudad. A los dos policías el maitre del Champs Elysées —un güerito chaparrito de tuxedo— les mandó dos cubas y unos canapés, todo lo cual creó el equívoco, no improbable, de la tónica de un gobierno que en vez de atender el bien general favorece los intereses particulares. Será porque a este restaurante asisten todos los políticos figurones, los zorros como ej, foa, jjo, jmk, la zorra X, el simpático go (el promotor de la libertad de expresión en tiempo de jlp), el zorro gp, e incluso el zorro emg y el Zorro Plateado, en fin, los secretarios de Estado, la encantadora rl y la cantidad de gobernadores que se pasan más tiempo en el df que en sus estados (todos muy contentos: se llevan de pellizcón en la nalta), con sus mercedes, oldsmobiles (les gustan mucho los oldsmobiles), grands marquis (a mf la generosidad del pueblo de Sonora le compró uno nuevo muy bonito para que no anduviera dando lástimas aquí en el df) y máximas, continentals y cadillacs y lincolns en doble y triple file que nunca se llevan las grúas, respetuosas como son cuando los ciudadanos traen guaruras y autos importados, pues sólo y únicamente los zorros pueden importar mercedes benz blancos con placas de Alemania sin necesidad de atornillarles placas del df o de alguno de los estados.
Todo este resentimiento social, esta amargura, y sobre todo esta envidia, vienen a cuento porque el caso es que el Champs Elysées tiene una boutique para gourmets, un negocio de embutidos y vinos franceses, bourgognes y bordeaux, mostazas, champagnes y caviares (todavía enlatados en la urss) en la calle de Estocolmo, colonia Juárez, con productos de la franquicia Fauchon, patés y quesos, aceites y vinagres, aceitunas, y a los dueños se les ocurrió hacer una inauguración con toldo verde en todo lo ancho de la calle de Estocolmo como si fuera de su propiedad privada. Aquí en México cualquiera —no necesita ser ni siquiera policía— puede cerrar una calle. Cualquier camioneta de Teléfonos de México o de la Comisión Federal de Electricidad cancela tranquilamente una calle como si fuera de su legítima propiedad privada. Habría que ponerles un alto. Habría que educar un poco más a nuestras autoridades. La vía pública es pública, es decir, de la comunidad, no para que la usen los cuates de los funcionarios. Habría que ser más respetuosos y enterarse mínimamente de lo que es una convivencia civil en un país donde hay leyes escritas. Para que un Estado exista, es decir, para que esté vivo y no muerto, no basta que haya leyes escritas: lo que le da vida a ese Estado es que se cumplan. De lo contrario, no existe el Estado. Es un Estado muerto. Inexistente. Un cadáver exquisito y repugnante.
Cerrar una calle es un acto de autoridad extremadamente serio. No es posible que los policías, representantes del Estado, se presten a tan indigno servicio para quedar bien con unos restauranteros. Tal vez el Secretario de Seguridad y Vialidad se haya ganado una cena gratis en el Champs Elysées, pero la verdad es que el responsable de esta falta de respeto a la ciudadanía es en primera y última instancia el Jefe del Departamento del Distrito Federal.
Los zorros nos gobiernan. Estamos gobernados por zorros. Hay entre ellos una competencia secreta: ¿quién es el más rico? ¿Quién trae la corbata más bonita? ¿Quién es el más picudo? Privilegios secretos los suyos. A escondidas. No hay gobernador que no tenga también casa propia en el df. En los años 60 un gobernador del noroeste decía que una gubernatura —por pequeña que sea y en aquel entonces— deja por lo menos cien millones de dólares. En el fondo es ésa la motivación principal del fraude electoral. No se trata de que prevalezca un cierto “proyecto político”. Es una cosa de dólares y pesos. De negocios. De a ver quién —unidos para progresar— tiene más ranchos, más casas, más viejas. En esa descomposición natural ha culminado el partido de los zorros: los vividores, los free-riders.
No todos vienen al Champs Elysées, en la esquina de Reforma y Estocolmo. Más bien le sacan la vuelta, precisamente por su ambiente exhibicionista. Es impensable, por ejemplo, que se deslice a comer desde el monasterio de Los Pinos el padre Joseph, l’éminence grise, el zorro de zorros, conocido (ahora sin espejuelos) por su frugalidad y su prudencia.
Pero, en fin, los que comparecen entre semana (puesto que el célebre antro no abre ni sábados ni domingos) se apersonan justamente para eso: para pasearse por la pasarela del Champs Elysées. Se abrazan, se saludan felices (es la felicidad que da el poder) con esa alegría propia de los políticos mexicanos. El Champs Elysées es, pues, un escaparate: un espacio alegre y elegante en el que se discuten y toman las decisiones políticas más importantes del país.
El otro día llegó elegantísimo y envuelto en un halo de loción muy discreta el zorro jlp: se bajó muy campante —como el hombrecito del Johnnie Walker— de una de esas suburban rojas de vidrios polarizados que usan los políticos, los judiciales y/o los narcotraficantes, y se escabulló feliz por las escalinatas del Champs Elysées.
Sueños políticos
Nunca me he explicado del todo por qué desde hacia años sueño con los presidentes. Les tenga o no simpatía, aparecen y reaparecen en mis sueños.
Sabemos que no siempre recordamos nuestros sueños. Lo más frecuente es que los neguemos, que los cancelemos. Se supone que es ésa una maniobra del inconsciente para no dejarlos salir a la luz. Que yo recuerde, el primer Presidente que soñé fue x. Quiero decir: no tengo noticia de que arc o alm o gdo se hayan hecho invitar desde el más allá al escenario de mis sueños. No. Seguro que el primero fue x.
Uno es el creador de sus sueños. Todo lo que sucede allí en el teatro de los acontecimientos oníricos es creación de uno. Son los sueños la típica proyección de uno mismo. Nada tiene que ver más con uno que sus sueños. Y lo más curioso es que los personajes soñados no suelen ser los que parecen ser: generalmente son disfraces (máscaras) de otros seres significativos en nuestra vida. Así, es muy posible que x no haya sido en mis sueños más que un símbolo de autoritarismo y la intolerancia. Mi imagen consciente de x es que el hombre es un genio del mal. Tiene en realidad un talento especializado, una mente política, para destruir a sus enemigos. Su animalidad política por muy pocos ha sido igualada. Tal vez fue el último con verdadera vocación para dominar, con auténtico deseo de poder. Probablemente su placer más secreto era la venganza. Nunca le faltó inteligencia para premeditarla, calcularla, realizarla y disfrutarla. Sea como sea, el tanto no siempre está al servicio del bien. En el caso de x es indudable que había genio, pero para el mal. Gozaba él de una creatividad realmente notable para hacer daño y, por otra parte, no tenía conciencia del mal (como los personajes de Buenos muchachos, la película de Martin Scorsese). Ninguna sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Creo también que dio asilo en su persona a una personalidad dividida. Por un lado se conmovía ante los campesinos muertosdehambre; por otro, los destuía. Decía cosas —con muy desafortunada sintaxis— que casi nunca tenían que ver con la realidad, miembro como lo era de un partido esquizoide. En fin, se trata, para bien o para mal, legítima o ilegítimamente, de una figura de autoridad, de un cadáver ilustre que ya no está en la película de los mexicanos, pero al que yo soñaba de vez en cuando en los años 70.
Cuando x se ausentaba del país lo soñaba más que de costumbre. Era como la silueta de un padre que me hubiera abandonado.
Digamos que empecé a tener sueños políticos hacia los 30 años. A principios de los 70 y después del 68. No sé si hay una relación entre esa edad (la edad de la ideología) y esa fecha. El caso es que también soñaba a y cuando andaba de viaje por Europa. Es obvio que estrictamente soñando no eran ni x ni y, sino los disfraces de otras personalidades importantes en mi más remota vida afectiva. Eran los actores que encarnaban a figuras que yo no me atrevía a ver directamente a los ojos y cuyos rostros no me podía yo representar.
He de haber soñado a y más de una vez: un padre débil, frivolón y fundamentalmente narcisista e infantil. Se volvió loquito con todo el oro del mundo —el oro negro— que da una presidencia mexicana. Realmente regresó a la cuna de ruedas de los bebés que dan órdenes chillando y chantajeando con sus gritos. Dios mío, me decía, ¿cómo es posible que estos señores hayan sido nuestros presidente? Cuando mucho pudieron haber sido unos muy competentes gerentes de Sears Insurgentes.
¿Por qué, pues, le da a uno por soñar presidentes? Una vez asistí como periodista a una sesión de veinte horas continuas con el doctor Roquet, que daba una tipo de terapia psicoanalítica con drogas. En la madrugada, cuando los pacientes yacían tranquilos o excitados (pero sobre todo muy ensimismados) en el suelo, de pronto el doctor Roquet proyectó en la pared una enorme fotografía en colores del presidente x y su esposa. Supongo que el terapeuta quería propiciar en los pacientes la imagen de la autoridad o de los padres: inducir en los receptores alguna proyección personal, algún conflicto con la autoridad, o alguna muestra de cariño, como si x y su señora fueran los papás de todos los mexicanos.
El mero contacto con un Presidente, el acercamiento al tótem, la mera relación social, le puede a uno cambiar la película de lo que está ocurriendo en el país. El tratar a alguien, el darle la mano, el compartir su misma mesa, es como estar de acuerdo con él. Equivale a sancionarlo. Se crea una convicción muy especial, me decía gt, cuando uno viaja, por ejemplo, en el avión presidencial. Basta que te tome en cuenta el Presidente para que te sientas de su lado. Es algo en cierto modo mágico. El poder crea a partir de la nada. El poder inventa realidades, construye, al mismo tiempo que es una invención.
z siempre me pareció un personaje bastante gris; un hombre titubeante, indeciso, absolutamente sin ninguna imaginación para nada, incapaz de tomar una iniciativa. Mediocre. Ni bueno ni malo. No era él en rigor —en mi sueño— sino una creación mía. Yo era el que ponía en z esos tributos. De todas maneras, como digo, llegué a soñarlo. ¿Por qué?
Porque era el Presidente. Legítimo o no, amado u odiado por el pueblo, haya tomado el poder por las buenas o por las malas, el Presidente es el jefe de la tribu, en los términos más ancestrales y míticos. La figura presidencial intimida, es la encarnación perfecta de la intimidación. Como jefe de la tribu, equivale al poder intimidatorio por excelencia. Por eso despiertan tanto extraño miedo las interrupciones al Presidente en la Cámara de Diputados. Hay algo de visceral y religioso en el poder mexicano. Hay mucho de sagrado. Y no poco de macabro. Por eso sataniza a quien le dispute su ejercicio. Y si el Ejército es tótem, el Presidente es tabú.
La falta de educación republicana de nuestras autoridades se puso de manifiesto la noche del martes 30 de junio de 1992 cuando, a petición de los dueños del restaurante Champs Elysées, la patrulla c 227 (Centro Histórico, modelo Spirit), cerró durante dos horas, de 8 a 10 de la noche, la calle de Estocolmo en la colonia Juárez de esta ciudad. A los dos policías el maitre del Champs Elysées —un güerito chaparrito de tuxedo— les mandó dos cubas y unos canapés, todo lo cual creó el equívoco, no improbable, de la tónica de un gobierno que en vez de atender el bien general favorece los intereses particulares. Será porque a este restaurante asisten todos los políticos figurones, los zorros como ej, foa, jjo, jmk, la zorra X, el simpático go (el promotor de la libertad de expresión en tiempo de jlp), el zorro gp, e incluso el zorro emg y el Zorro Plateado, en fin, los secretarios de Estado, la encantadora rl y la cantidad de gobernadores que se pasan más tiempo en el df que en sus estados (todos muy contentos: se llevan de pellizcón en la nalta), con sus mercedes, oldsmobiles (les gustan mucho los oldsmobiles), grands marquis (a mf la generosidad del pueblo de Sonora le compró uno nuevo muy bonito para que no anduviera dando lástimas aquí en el df) y máximas, continentals y cadillacs y lincolns en doble y triple file que nunca se llevan las grúas, respetuosas como son cuando los ciudadanos traen guaruras y autos importados, pues sólo y únicamente los zorros pueden importar mercedes benz blancos con placas de Alemania sin necesidad de atornillarles placas del df o de alguno de los estados.
Todo este resentimiento social, esta amargura, y sobre todo esta envidia, vienen a cuento porque el caso es que el Champs Elysées tiene una boutique para gourmets, un negocio de embutidos y vinos franceses, bourgognes y bordeaux, mostazas, champagnes y caviares (todavía enlatados en la urss) en la calle de Estocolmo, colonia Juárez, con productos de la franquicia Fauchon, patés y quesos, aceites y vinagres, aceitunas, y a los dueños se les ocurrió hacer una inauguración con toldo verde en todo lo ancho de la calle de Estocolmo como si fuera de su propiedad privada. Aquí en México cualquiera —no necesita ser ni siquiera policía— puede cerrar una calle. Cualquier camioneta de Teléfonos de México o de la Comisión Federal de Electricidad cancela tranquilamente una calle como si fuera de su legítima propiedad privada. Habría que ponerles un alto. Habría que educar un poco más a nuestras autoridades. La vía pública es pública, es decir, de la comunidad, no para que la usen los cuates de los funcionarios. Habría que ser más respetuosos y enterarse mínimamente de lo que es una convivencia civil en un país donde hay leyes escritas. Para que un Estado exista, es decir, para que esté vivo y no muerto, no basta que haya leyes escritas: lo que le da vida a ese Estado es que se cumplan. De lo contrario, no existe el Estado. Es un Estado muerto. Inexistente. Un cadáver exquisito y repugnante.
Cerrar una calle es un acto de autoridad extremadamente serio. No es posible que los policías, representantes del Estado, se presten a tan indigno servicio para quedar bien con unos restauranteros. Tal vez el Secretario de Seguridad y Vialidad se haya ganado una cena gratis en el Champs Elysées, pero la verdad es que el responsable de esta falta de respeto a la ciudadanía es en primera y última instancia el Jefe del Departamento del Distrito Federal.
Los zorros nos gobiernan. Estamos gobernados por zorros. Hay entre ellos una competencia secreta: ¿quién es el más rico? ¿Quién trae la corbata más bonita? ¿Quién es el más picudo? Privilegios secretos los suyos. A escondidas. No hay gobernador que no tenga también casa propia en el df. En los años 60 un gobernador del noroeste decía que una gubernatura —por pequeña que sea y en aquel entonces— deja por lo menos cien millones de dólares. En el fondo es ésa la motivación principal del fraude electoral. No se trata de que prevalezca un cierto “proyecto político”. Es una cosa de dólares y pesos. De negocios. De a ver quién —unidos para progresar— tiene más ranchos, más casas, más viejas. En esa descomposición natural ha culminado el partido de los zorros: los vividores, los free-riders.
No todos vienen al Champs Elysées, en la esquina de Reforma y Estocolmo. Más bien le sacan la vuelta, precisamente por su ambiente exhibicionista. Es impensable, por ejemplo, que se deslice a comer desde el monasterio de Los Pinos el padre Joseph, l’éminence grise, el zorro de zorros, conocido (ahora sin espejuelos) por su frugalidad y su prudencia.
Pero, en fin, los que comparecen entre semana (puesto que el célebre antro no abre ni sábados ni domingos) se apersonan justamente para eso: para pasearse por la pasarela del Champs Elysées. Se abrazan, se saludan felices (es la felicidad que da el poder) con esa alegría propia de los políticos mexicanos. El Champs Elysées es, pues, un escaparate: un espacio alegre y elegante en el que se discuten y toman las decisiones políticas más importantes del país.
El otro día llegó elegantísimo y envuelto en un halo de loción muy discreta el zorro jlp: se bajó muy campante —como el hombrecito del Johnnie Walker— de una de esas suburban rojas de vidrios polarizados que usan los políticos, los judiciales y/o los narcotraficantes, y se escabulló feliz por las escalinatas del Champs Elysées.
Sueños políticos
Nunca me he explicado del todo por qué desde hacia años sueño con los presidentes. Les tenga o no simpatía, aparecen y reaparecen en mis sueños.
Sabemos que no siempre recordamos nuestros sueños. Lo más frecuente es que los neguemos, que los cancelemos. Se supone que es ésa una maniobra del inconsciente para no dejarlos salir a la luz. Que yo recuerde, el primer Presidente que soñé fue x. Quiero decir: no tengo noticia de que arc o alm o gdo se hayan hecho invitar desde el más allá al escenario de mis sueños. No. Seguro que el primero fue x.
Uno es el creador de sus sueños. Todo lo que sucede allí en el teatro de los acontecimientos oníricos es creación de uno. Son los sueños la típica proyección de uno mismo. Nada tiene que ver más con uno que sus sueños. Y lo más curioso es que los personajes soñados no suelen ser los que parecen ser: generalmente son disfraces (máscaras) de otros seres significativos en nuestra vida. Así, es muy posible que x no haya sido en mis sueños más que un símbolo de autoritarismo y la intolerancia. Mi imagen consciente de x es que el hombre es un genio del mal. Tiene en realidad un talento especializado, una mente política, para destruir a sus enemigos. Su animalidad política por muy pocos ha sido igualada. Tal vez fue el último con verdadera vocación para dominar, con auténtico deseo de poder. Probablemente su placer más secreto era la venganza. Nunca le faltó inteligencia para premeditarla, calcularla, realizarla y disfrutarla. Sea como sea, el tanto no siempre está al servicio del bien. En el caso de x es indudable que había genio, pero para el mal. Gozaba él de una creatividad realmente notable para hacer daño y, por otra parte, no tenía conciencia del mal (como los personajes de Buenos muchachos, la película de Martin Scorsese). Ninguna sensibilidad ante el sufrimiento ajeno. Creo también que dio asilo en su persona a una personalidad dividida. Por un lado se conmovía ante los campesinos muertosdehambre; por otro, los destuía. Decía cosas —con muy desafortunada sintaxis— que casi nunca tenían que ver con la realidad, miembro como lo era de un partido esquizoide. En fin, se trata, para bien o para mal, legítima o ilegítimamente, de una figura de autoridad, de un cadáver ilustre que ya no está en la película de los mexicanos, pero al que yo soñaba de vez en cuando en los años 70.
Cuando x se ausentaba del país lo soñaba más que de costumbre. Era como la silueta de un padre que me hubiera abandonado.
Digamos que empecé a tener sueños políticos hacia los 30 años. A principios de los 70 y después del 68. No sé si hay una relación entre esa edad (la edad de la ideología) y esa fecha. El caso es que también soñaba a y cuando andaba de viaje por Europa. Es obvio que estrictamente soñando no eran ni x ni y, sino los disfraces de otras personalidades importantes en mi más remota vida afectiva. Eran los actores que encarnaban a figuras que yo no me atrevía a ver directamente a los ojos y cuyos rostros no me podía yo representar.
He de haber soñado a y más de una vez: un padre débil, frivolón y fundamentalmente narcisista e infantil. Se volvió loquito con todo el oro del mundo —el oro negro— que da una presidencia mexicana. Realmente regresó a la cuna de ruedas de los bebés que dan órdenes chillando y chantajeando con sus gritos. Dios mío, me decía, ¿cómo es posible que estos señores hayan sido nuestros presidente? Cuando mucho pudieron haber sido unos muy competentes gerentes de Sears Insurgentes.
¿Por qué, pues, le da a uno por soñar presidentes? Una vez asistí como periodista a una sesión de veinte horas continuas con el doctor Roquet, que daba una tipo de terapia psicoanalítica con drogas. En la madrugada, cuando los pacientes yacían tranquilos o excitados (pero sobre todo muy ensimismados) en el suelo, de pronto el doctor Roquet proyectó en la pared una enorme fotografía en colores del presidente x y su esposa. Supongo que el terapeuta quería propiciar en los pacientes la imagen de la autoridad o de los padres: inducir en los receptores alguna proyección personal, algún conflicto con la autoridad, o alguna muestra de cariño, como si x y su señora fueran los papás de todos los mexicanos.
El mero contacto con un Presidente, el acercamiento al tótem, la mera relación social, le puede a uno cambiar la película de lo que está ocurriendo en el país. El tratar a alguien, el darle la mano, el compartir su misma mesa, es como estar de acuerdo con él. Equivale a sancionarlo. Se crea una convicción muy especial, me decía gt, cuando uno viaja, por ejemplo, en el avión presidencial. Basta que te tome en cuenta el Presidente para que te sientas de su lado. Es algo en cierto modo mágico. El poder crea a partir de la nada. El poder inventa realidades, construye, al mismo tiempo que es una invención.
z siempre me pareció un personaje bastante gris; un hombre titubeante, indeciso, absolutamente sin ninguna imaginación para nada, incapaz de tomar una iniciativa. Mediocre. Ni bueno ni malo. No era él en rigor —en mi sueño— sino una creación mía. Yo era el que ponía en z esos tributos. De todas maneras, como digo, llegué a soñarlo. ¿Por qué?
Porque era el Presidente. Legítimo o no, amado u odiado por el pueblo, haya tomado el poder por las buenas o por las malas, el Presidente es el jefe de la tribu, en los términos más ancestrales y míticos. La figura presidencial intimida, es la encarnación perfecta de la intimidación. Como jefe de la tribu, equivale al poder intimidatorio por excelencia. Por eso despiertan tanto extraño miedo las interrupciones al Presidente en la Cámara de Diputados. Hay algo de visceral y religioso en el poder mexicano. Hay mucho de sagrado. Y no poco de macabro. Por eso sataniza a quien le dispute su ejercicio. Y si el Ejército es tótem, el Presidente es tabú.
1 Comments:
Wow. Señor Don Federico, qué comentario tiene respecto al último desaguisado protagonizado por los señores escoltas, de seguramente cercano personaje, junto al Champs Elysée impidiendo la colocación de una "araña" a uno de sus serios vehiculos....
http://www.monitornacional.com/dos-guaruras-golpean-a-trabajadores-del-sistema-de-parquimetros/
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