Sunday, December 03, 2006

Las armas secretas

En 1983 estuve haciendo para Radio Universidad una serie titulada “La novela de espionaje y el poder” que me permitió atenuar un poco mi adicción a las historias de espías. Lo que me fascinaba era el personaje de la vida real que actuaba en el mundo como un ser de la ficción literaria. El espía, pensaba yo, es alguien que, como el actor, encarna a una persona que no es él mismo: vive en alma propia ese proceso imaginativo e histriónico que consiste en convertir a la propia criatura en personaje.
Otra fascinación: la que todos sentimos ante el crimen cuando no nos toca ni roza la vida de nuestros parientes y amigos. Así, a lo largo de muchísimas lecturas de Somerset Maugham (Ashenden or the British Agent), John Le Carré (El topo), Eric Ambler (La máscara de Dimitrius), Graham Greene (Nuestro hombre en La Habana), me imaginé –sin escribirla nunca— una versión mexicana de un Quijote que se finge loco en Cuernavaca por la lectura de tantas novelas de espionaje y decide —después de echar a la hoguera las de más renombre— empezar a circular por el mundo como un espía que juega a que espía e investiga problemas y peligros. Mi sensación de libertad criminal tenía como coartada que al espía le está permitido matar y torturar y poner bombas por razones de Estado. (Cuando el militar mata no comete un asesinato: realiza un crimen de Estado.)
La narrativa espioneril era para mí el paradigma de ese crimen “legal”, porque el Estado nunca va a investigarse a sí mismo. Y no otra cosa he estado sintiendo al leer esta estremecedora recolección de anécdotas que atesora Mossad (Ed. Argos Vergara), la historia secreta del servicio israelí, del periodista inglés Gordon Thomas, que ha trabajado como corresponsal extranjero y cubierto desde la crisis de Suez en 1956 hasta la matanza de la plaza Tiananmen, en 1989. Su relato incluye la “verdad” del asesinato del principal asistente de Yasser Arafat y la vinculación del Mosaad con las muertes de la princesa Diana y Dodi Fayed.
Le hace a uno pensar que el mejor disfraz para un espía sigue siendo el de corresponsal de prensa. No es que Gordon haya sido espía (como Graham Greene y John Le Carré), pero de todas maneras uno como lector desactiva sus fantasías y, dentro de la lógica entre adultos, supone bien que no pocos corresponsales extranjeros son en realidad corresponsales del poder que investigan tráfico de armas, senderos del contrabando de drogas, y que mientras mandan sus notas a Nueva York se dan una vueltecita por Washington y desayunan en Georgetown con ejecutivos de la inteligencia estatal.
Tenía para mí, hace veinte años, que los mejores espías del mundo eran los ingleses. Tal vez me fui con la finta del prestigio literario que en este campo han tenido los súditos del que fuera un gran imperio. Sin embargo, a medida en que me internaba en los quehaceres de estos intelectuales del crimen autorizado se me hizo muy claro que los mejores espías han sido los franceses: son unos artistas del crimen sin huellas, del homicidio blanco, del asesinato perfecto. Saben no dejar rastros y así se vio la labor de los galos en los países africanos, en El Chad, en Argelia, wherever. Mucho mejores que los operativos del Circo que ha recreado John Le Carré. El cineasta Francesco Rosi sostuvo que en el sabotaje del avión de Enrico Mattei se escondía la mano maestra de los franceses.
Me enteré también, o deduje, que los cubanos no cantan mal los boleros. Son capaces de trabajar a una cuadra de la Casa Blanca o en Miami, rodeados de anticastristas. Inferí de igual modo que la ciudad de México es un centro neurálgico del espionaje internacional, en Polanco, en el centro histórico, en la Zona Rosa, en la colonia Condesa, en todas partes. Se sabe que en Cuernavaca, por ejemplo, viven su retiro no pocos espías profesionales –lobos desplazados, ingleses algunos de ellos—, que ya viejos de vez en cuando freelancean y venden informaciones a sus colegas de la CIA, a “corresponsales”, o a quien mejor pague para tener con qué seguirse echando sus margaritas en el Casino de la Selva. Trafican con información del pasado, obsoleta tal vez, cuyos datos pueden servir para establecer el contexto de algún asunto de Estado actual. Parece más de novela que de política, pero es que el espionaje real es en sí mismo muy novelesco. Eric Ambler lo ha documentado muy bien y sus observaciones podrían entrar en un libro de aforismos sobre éste que es uno de los oficios más antiguos del mundo, luego del de las suripantas.

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