Sunday, December 03, 2006

Paisaje después de la matanza

A unas cuantas semanas de los numerosos recuentos que se hicieron sobre la masacre del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, luego de haberlo leído, visto y oído todo, o prácticamente todo en los medios audiovisuales y escritos, uno se queda con la impresión de que subsiste el enigma criminal: qué fue exactamente lo que sucedió esa tarde. ¿Dónde pusieron los cadáveres y cuántos fueron? Simplemente un agente de la CIA, según los documentos del Departamento de Estado recientemente desclasificados, informó a Washington que los muertos eran alrededor de 200. Si ésas eran las cifras que se manejaban en secreto, imagínese usted cuántos en verdad fueron.
Lo que a mí se me ha ocurrido luego de leer tantas cosas —como el estupendo número extraordinario de Proceso— es que en efecto, la matanza fue deliberada, premeditada, calculada, deseada, por Echeverría y Díaz Ordaz, y que en ese macabro plan no estuvo ausente el general Marcelino García Barragán. Un asesinato masivo consumado por representantes del Estado. Eso fue lo que fue. Lo cometieron no sólo con premeditación: también con regocijo. Pero allí se les acabó, históricamente, la película de la hegemonía priísta.
Es inverosímil que Díaz Ordaz se haya ido de viaje un par de días a unos pueblos de Jalisco porque tenía algo importante qué hacer allá. No. No seamos ingenuos. Se ausentó propositivamente para no estar presente el día de la matanza que había planificado junto con el secretario de Gobernación. ¿Cómo es posible que el presidente se ausentara de la Capital siquiera un minuto a quince días de las Olimpiadas y con un levantamiento popular en las calles? Sólo a un idiota se le podría ocurrir creer que la salida del presidente Díaz Ordaz fue una salida inocente. Porque así proceden los políticos a la mexicana. Son como niños. Creen ingenuos que demostrando que no estaban en el escenario del crimen nadie los va a relacionar con el mismo. Díaz Ordaz se buscó la coartada de la ausencia, lo más lejos posible del teatro de los acontecimientos criminales.
Mi impresión también es que, habiéndolo acordado con Díaz Ordaz, Echeverría piensa la matanza y la realiza con el objetivo de manipularla a su favor en función de la candidatura del PRI por la que estaba compitiendo. Sin la masacre nunca hubiera sido candidato, es decir: tapado, elegido sucesor presidencial mediante el dedazo de Díaz Ordaz. Pero las matanzas son una mina de capital político.
Sin embargo, a veces me da por pensar —ingenuo, pueril— que una poca de cultura hubiera evitado la matanza. Parece que no tiene nada que ver, pero tengo la corazonada de que si Díaz Ordaz y Luis Echeverría hubieran sido personas más cultivadas, políticos intelectualmente más preparados, no hubieran decidido el magnicidio. Los dos eran de una mediocridad conmovedora. Y lo tuvimos que pagar todos.
Los políticos casi nunca tienen tiempo de leer libros. Toda su energía de la jornada la utilizan para sus intrigas o para hacer negocios con sus amigos. ¿A qué horas van a leer? Por eso no se disponen a la reflexión. Y se dejan impresionar por fantasmas. De ahí su bajo nivel de conciencia.
No hubiera sucedido lo que sucedió, pienso yo, si Díaz Ordaz alguna vez hubiera sido un gran lector de Leviatán, de Thomas Hobbes; de El espíritu de las leyes, de Montesquieu, de La República, de Platón, del Tratado sobre la tolerancia, de Voltaire. Daño no le hubiera hecho conocer El laberinto de la soledad. La cultura no es inútil. Puede salvar vidas.
El problema de nuestros gobernantes es que son individuos muy mal preparados. Todo lo delegan. No hacen nada directamente. No escriben ni una sola línea de sus discursos. Son los primeros en fomentar la cultura y la corrupción de los títulos, en un país donde todo mundo se impresiona con los diplomas, aunque el poseedor del pergamino sea en el fondo un ignorante. Antes decían que eran abogados. Ahora presumen de economistas. Bobos doctorados.
Es evidente esta superficialidad en las entrevistas que le hacen a Díaz al final de su mandato, cuando montó una “entrevista” en sus oficinas de Los Pinos con un empleado palero al que —otra vez la mentira— quiso hacer pasar como “periodista”. Allí se ve cómo Díaz Ordaz no entiende nada, no alcanza comprender qué es lo que está sucediendo en las calles, y entonces opone el machismo político de sus testículos a la no imposible discusión razonable y democrática que pudo haber habido con los estudiantes. Y es que se le ve desesperado, impotente: es la voz y el rostro de alguien angustiado porque no entiende nada y entonces, en buena lógica, opta por la matanza. Estoy seguro de que si hubiera sido un hombre culto, versado a fondo en la historia del pensamiento político, no hubiera metido la sangrienta pata que metió. Lo mismo que al demente de Echeverría. No le hubiera caído mal la lectura de Gramsci, su Gramsci de bolsillo. La cultura no hace daño, decíamos. Puede salvar vidas. Los libros aumentan el nivel de conciencia (cuando se leen).
En el París de 1968 el movimieto estudiantil fue como una toma de la Bastilla incruenta. Planteó una oposición radical al gobierno del general Charles de Gaulle que 24 años antes había desfilado como héroe por los Campos Elíseos, el día de la liberación. Pero el gran estadista no les metió bala a los estudiantes. Preguntó al pueblo de Francia en un referendum si quería que él siguiera en la Presidencia. El pueblo dijo que no, y se fue.

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