Historia de la policía
El primer contacto que tuve con Jacinto Barrera Bassols fue por culpa de Ricardo Flores Magón. A mí me interesaba saber todo lo que tuviera que ver con el anarquista oaxaqueño y su relación con la toma militar de Tijuana de 1911. Jacinto Barrera ya desde entonces, hará unos quince años, estaba estudiando los textos políticos de Flores Magón y había hecho para el cineasta Paul Leduc una recreación cinematográfica de la presencia de los magonistas en Mexicali antes de que se lanzaran sobre Tijuana.
En otro momento coincidimos Jacinto y yo en un coloquio sobre los archivos y la memoria que organizó Antonio Saborit en el Archivo General de la Nación. Ya en esa ocasión lo traía obsesionado el tema del policía —por no decir esbirro, sicario, torturador— Antonio Villavicencio, el personaje que sirve en su libro El caso Villavicencio. Violencia y poder en el porfiriato no sólo como hilo conductor sino como paradigma del policía en un país donde aún no se resuelve el problema de la policía y en el que todavía no se ha escrito su historia.
En aquella memorable serie de conferencias, titulada “Los archivos y la memoria”, se insinuaba que cada una de estas dos palabras tenía una connotación diferente, como si la memoria fuera algo más que un archivo. He visto, en los trabajos posteriores de Jacinto Barrera que en efecto la memoria es algo más que un archivo: es un sistema de relaciones y de invenciones. La memoria es el otro nombre de la imaginación. La memoria no sólo reproduce, como una cinta magnetofónica: también inventa y por eso mismo, la memoria es el dispositivo más recurrente del novelista y del historiador, fabricantes ambos de ilusiones y fantasmas, de fantasías que tocan de manera más profunda el campo de lo verdadero.
A partir de entonces empecé por tener por Jacinto Barrera Bassols una gran simpatía intelectual. Me gustaba su modo de meterse en la historia, su mirada de historiador que no teme hacer uso de todas las armas del arsenal literario, como ya lo ha hecho en El bardo y el bandolero. La persecución de Santanón por Díaz Mirón.
A partir del hilo anecdótico de un delicuente que el azar y la administración del poder improvisan como policía, el autor va colocando en El caso Villavicencio ciertos hechos significativos a lo largo de la historia: el envío forzado de delicuentes menores —casi nunca bien juzgados— a trabajar en Valle Nacional, el atentado contra Porfirio Díaz por un tal Arnulfo Arroyo (“desgraciado borrachín crudo”) que por órdenes de arriba fue sacado de la cárcel y linchado, el autorrobo del Banco Minero de Chihuahua que usufructuaban los hermanos Creel, y la invasión norteamericana del puerto de Veracruz en la que nuestro personaje actuó de colaboracionista.
No son demasiados los episodios, pero bastan para ilustrar muy bien las formas que la capacidad inventiva del poder pone en funcionamiento para confeccionar la verdad jurídica, es decir: la verdad sucia de los abogados y los jueces; es decir, la verdad política.
Jacinto Barrera hace historia judicial. Las actas, las declaraciones, los autos, las sentencias, sirven al historiador como materia prima del tejido de concatenaciones que va urdiendo.
Tanto personajes del poder Ejecutivo como del Judicial, es decir, ministros, gobernadores y policías, por un lado, y jueces, por el otro, se las ingenian no de manera difícil para manejar a su antojo la administración de la justicia. Las percepciones de la prensa le permiten, además, no sólo ponderar el uso político de la delincuencia y la manipulación informativa: también le ayudan a ilustrar una relación que desde antaño ha caracterizado a los cuerpos policiacos mexicanos: la que se da entre personajes de la farándula —cantantes, actores y actrices, compositores— y los agentes de la ley. No casualmente Antonio Villavicencio es alguien que en principio, por vocación tal vez, anhela triunfar como cantante de opereta en los teatros capitalinos. A los policías mexicanos, quién sabe por qué, siempre les ha gustado el mundo de la farándula.
Pero lo más inquietante del libro es su actualidad. A lo largo de sus páginas se tiene la impresión de que en cien años nada ha cambiado y que, como en los tiempos de Porfirio Díaz, la administración de la justicia se sigue haciendo en el ámbito del poder Ejecutivo, entre los encargados de la averiguación previa, los agentes del Ministerio Público, y los policías, que son poder Ejecutivo y que hacen todo lo posible para que los asuntos no pasen al terreno de los jueces, es decir, del poder Judicial
Lo que Jacinto Barreda se propone historiar, en el fondo, es la evolución de un poder Ejecutivo que administra la justicia a voluntad, no en aras del interés colectivo sino en función de intereses particulares o de grupo. El caso individual de Antonio Villavicencio no es más que un paradigma, y nada menos: un protagonista de los modos en que el mexicano vive la ley, un retrato hablado de la precariedad de nuestra cultura jurídica.
En otro momento coincidimos Jacinto y yo en un coloquio sobre los archivos y la memoria que organizó Antonio Saborit en el Archivo General de la Nación. Ya en esa ocasión lo traía obsesionado el tema del policía —por no decir esbirro, sicario, torturador— Antonio Villavicencio, el personaje que sirve en su libro El caso Villavicencio. Violencia y poder en el porfiriato no sólo como hilo conductor sino como paradigma del policía en un país donde aún no se resuelve el problema de la policía y en el que todavía no se ha escrito su historia.
En aquella memorable serie de conferencias, titulada “Los archivos y la memoria”, se insinuaba que cada una de estas dos palabras tenía una connotación diferente, como si la memoria fuera algo más que un archivo. He visto, en los trabajos posteriores de Jacinto Barrera que en efecto la memoria es algo más que un archivo: es un sistema de relaciones y de invenciones. La memoria es el otro nombre de la imaginación. La memoria no sólo reproduce, como una cinta magnetofónica: también inventa y por eso mismo, la memoria es el dispositivo más recurrente del novelista y del historiador, fabricantes ambos de ilusiones y fantasmas, de fantasías que tocan de manera más profunda el campo de lo verdadero.
A partir de entonces empecé por tener por Jacinto Barrera Bassols una gran simpatía intelectual. Me gustaba su modo de meterse en la historia, su mirada de historiador que no teme hacer uso de todas las armas del arsenal literario, como ya lo ha hecho en El bardo y el bandolero. La persecución de Santanón por Díaz Mirón.
A partir del hilo anecdótico de un delicuente que el azar y la administración del poder improvisan como policía, el autor va colocando en El caso Villavicencio ciertos hechos significativos a lo largo de la historia: el envío forzado de delicuentes menores —casi nunca bien juzgados— a trabajar en Valle Nacional, el atentado contra Porfirio Díaz por un tal Arnulfo Arroyo (“desgraciado borrachín crudo”) que por órdenes de arriba fue sacado de la cárcel y linchado, el autorrobo del Banco Minero de Chihuahua que usufructuaban los hermanos Creel, y la invasión norteamericana del puerto de Veracruz en la que nuestro personaje actuó de colaboracionista.
No son demasiados los episodios, pero bastan para ilustrar muy bien las formas que la capacidad inventiva del poder pone en funcionamiento para confeccionar la verdad jurídica, es decir: la verdad sucia de los abogados y los jueces; es decir, la verdad política.
Jacinto Barrera hace historia judicial. Las actas, las declaraciones, los autos, las sentencias, sirven al historiador como materia prima del tejido de concatenaciones que va urdiendo.
Tanto personajes del poder Ejecutivo como del Judicial, es decir, ministros, gobernadores y policías, por un lado, y jueces, por el otro, se las ingenian no de manera difícil para manejar a su antojo la administración de la justicia. Las percepciones de la prensa le permiten, además, no sólo ponderar el uso político de la delincuencia y la manipulación informativa: también le ayudan a ilustrar una relación que desde antaño ha caracterizado a los cuerpos policiacos mexicanos: la que se da entre personajes de la farándula —cantantes, actores y actrices, compositores— y los agentes de la ley. No casualmente Antonio Villavicencio es alguien que en principio, por vocación tal vez, anhela triunfar como cantante de opereta en los teatros capitalinos. A los policías mexicanos, quién sabe por qué, siempre les ha gustado el mundo de la farándula.
Pero lo más inquietante del libro es su actualidad. A lo largo de sus páginas se tiene la impresión de que en cien años nada ha cambiado y que, como en los tiempos de Porfirio Díaz, la administración de la justicia se sigue haciendo en el ámbito del poder Ejecutivo, entre los encargados de la averiguación previa, los agentes del Ministerio Público, y los policías, que son poder Ejecutivo y que hacen todo lo posible para que los asuntos no pasen al terreno de los jueces, es decir, del poder Judicial
Lo que Jacinto Barreda se propone historiar, en el fondo, es la evolución de un poder Ejecutivo que administra la justicia a voluntad, no en aras del interés colectivo sino en función de intereses particulares o de grupo. El caso individual de Antonio Villavicencio no es más que un paradigma, y nada menos: un protagonista de los modos en que el mexicano vive la ley, un retrato hablado de la precariedad de nuestra cultura jurídica.
1 Comments:
Me pareció muy interesante su articulo, ya que soy oficial de policía de Guadalajara y realicé una tesis de licenciatura en Historia sobre la misma, que abarca de 1874 a 1895, la que sería su etapa formativa. Me ha sido dificil conseguir libros sobre el tema y el libro en mención, del caso villavicencio no lo he encontrado. Me gustaría mentener algun tipo de intercambio de información sobre el tema de la historia de la policía. Un saludo.
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