¿Quién está detrás?
Los informes secretos, de Carlos Montemayor, se presenta como novela y viene a poner en entredicho la inteligencia de nuestros servicios secretos de Seguridad Nacional. El autor para nada aparece con su propia voz: se hace ojo de hormiga y deja hablar en cambio a personajes de la clandestinidad y la policía política. O más bien: deja que los informes de un archivo riquísimo (por su información histórica, por la comparecencia de protagonistas reconocibles en nuestra memoria política más inmediata) se expresen por sí mismos.
En una secuencia que va de febrero a agosto de 1995, Carlos Montemayor organiza de tal manera los documentos que poco a poco se va armando una historia novelada según los convencionalismos más comunes de la ficción narrativa. No sólo prospera la creación de una atmósfera sórdida adobada por el lenguaje policiaco: también va entrando en ebullición una trama de nombres en clave y seres enigmáticos —perseguidos y perseguidores, figuras fugaces— hasta producir al final un efecto de conjunto no menos preocupante que angustioso. Porque si bien la forma es la de la novela, la materia atañe a nuestra realidad política más palpitante.
El recurso de la convención novelísitica permite al autor vueltas al pasado, a los años del stalinismo más ortodoxo, a las relaciones internas del Partido Comunista Mexicano y sus contactos con Moscú. Se infiere, por una entrevista “inventada” —verosímil pero no verificable porque se propone como “ficción”—, cuál fue el comportamiento criminal de los gobiernos de Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines. Se rememoran los pormenores de la matanza de henriquistas —más de 200 muertos— un día después de las elecciones presidenciales de 1952. Se asienta la zozobra en que se debate un militante comunista como José Revueltas cuando se decepciona de su partido y lo critica en textos premonitorios de la caída posterior del socialismo. Y todo bajo la óptica de un agente que recoge las invenciones o subjetividades de sus “elementos” infiltrados entre los grupos políticos e ilustra de qué modo se adereza la percepción que desde los ámbitos del poder se tiene de la lucha subversiva.
Ese agente sin nombre que lleva la voz narrativa va siguiendo, por interpósitos espías, a un personaje al que identifica como Objetivo y a un “joven campesino de Sabanilla” asesinado más tarde por la policía. “Objetivo” es la X que podría irse despejando en una novela policiaca tradicional, pero aquí nunca se concreta su identidad. Es simple y muy complejamente el blanco de las investigaciones sobre el ERP en Guerrero y en Oaxaca, sobre lo zapatistas en Chiapas, sobre el entramado regional que condujo a la masacre de Aguas Blancas.
No deja de ser perturbadora esa voz que proclama desde las tinieblas su visión de las cosas, el yo narrador del agente enmascarado, y que desliza ante su superior una crítica severa a los sistemas de seguridad del Estado mexicano. Está convencido de que en México no ha habido continuidad en el trabajo de “inteligencia política” que tendría que prever las situaciones de inestabilidad —sobre todo las generadas por el mal gobierno— porque se ha organizado en función de los intereses de ciertos grupos políticos enquistados en el aparato del Estado y no en aras del interés general. No hay memoria, hay fracturas y discontinuidad en un servicio que debería ser impersonal y de Estado, en el sentido francés y con toda la carga histórica de la palabra.
¿Quién está detrás? Esta es la pregunta que ante cualquier acontecimiento siempre nos hacemos los mexicanos. ¿Quién está detrás de los zapatistas? ¿Quién está detrás de los grupos armados? Nadie se pregunta en cambio por qué habría de estar alguien detrás de los indígenas levantados. ¿No son capaces de obrar por sí mismos?
La estúpida pregunta no plantea quién está detrás de estos incompetentes de la “seguridad nacional” que se ocupan más en investigar asuntos personales del “precandidato” que en prever los movimientos desesperados, antecedentes de la inestabilidad política. No basta el seguimiento policiaco y militar de los ciudadanos. Hay que contestar más bien quién está detrás de esa omisión gubernamental que consiste en no decidirse a resolver ningún conflicto en el campo social, económico, político, de educación y salud.
La violencia no la inventaron los zapatistas en la madrugada del primero de enero de 1994. Ya estaba allí. Desde mucho antes. Y a los expertos en “seguridad nacional” les pasó de noche. Su reaparición es una prueba del fracaso del gobierno federal que veinte años atrás creyó suficiente la solución policiaca y militar y no hizo nada por transformar las regiones ni por sensibilizarse para prevenir la explosión social, es decir, la última fase de una salida exasperada, impotente, impuesta por el hambre, la desnutrición, la ignorancia y la marginación.
La inclusión en la novela del “Plan General de Maniobra Estratégica Operacional para destruir la estructura política y militar el EZNL y mantener la paz” —que adelantó con efectos más dramáticos Carlos Marín en la revista Proceso después de la matanza de Acteal, sobre todo por el propósito de crear grupos de “autodefensa civil”, es decir: paramilitares—, no es ninguna “ficción” y abona de manera contundente el clímax de las últimas páginas, no menos que la revelación de que el jefe del agente narrador está más interesado en su carrera política que en los informes secretos sobre las zonas conflictivas.
Con un gobierno así, que se mueve como un papalote sin cola y se encomienda a la ilusión mágica de que los problemas se extingan solos, era natural que sus “servicios de inteligencia” y de “seguridad nacional” actuaran con estilo imprevisor. Como si el Estado en México fuera inexistente o, en el menos malo de los casos, estuviera desnucado.
En una secuencia que va de febrero a agosto de 1995, Carlos Montemayor organiza de tal manera los documentos que poco a poco se va armando una historia novelada según los convencionalismos más comunes de la ficción narrativa. No sólo prospera la creación de una atmósfera sórdida adobada por el lenguaje policiaco: también va entrando en ebullición una trama de nombres en clave y seres enigmáticos —perseguidos y perseguidores, figuras fugaces— hasta producir al final un efecto de conjunto no menos preocupante que angustioso. Porque si bien la forma es la de la novela, la materia atañe a nuestra realidad política más palpitante.
El recurso de la convención novelísitica permite al autor vueltas al pasado, a los años del stalinismo más ortodoxo, a las relaciones internas del Partido Comunista Mexicano y sus contactos con Moscú. Se infiere, por una entrevista “inventada” —verosímil pero no verificable porque se propone como “ficción”—, cuál fue el comportamiento criminal de los gobiernos de Manuel Ávila Camacho, Miguel Alemán, Adolfo Ruiz Cortines. Se rememoran los pormenores de la matanza de henriquistas —más de 200 muertos— un día después de las elecciones presidenciales de 1952. Se asienta la zozobra en que se debate un militante comunista como José Revueltas cuando se decepciona de su partido y lo critica en textos premonitorios de la caída posterior del socialismo. Y todo bajo la óptica de un agente que recoge las invenciones o subjetividades de sus “elementos” infiltrados entre los grupos políticos e ilustra de qué modo se adereza la percepción que desde los ámbitos del poder se tiene de la lucha subversiva.
Ese agente sin nombre que lleva la voz narrativa va siguiendo, por interpósitos espías, a un personaje al que identifica como Objetivo y a un “joven campesino de Sabanilla” asesinado más tarde por la policía. “Objetivo” es la X que podría irse despejando en una novela policiaca tradicional, pero aquí nunca se concreta su identidad. Es simple y muy complejamente el blanco de las investigaciones sobre el ERP en Guerrero y en Oaxaca, sobre lo zapatistas en Chiapas, sobre el entramado regional que condujo a la masacre de Aguas Blancas.
No deja de ser perturbadora esa voz que proclama desde las tinieblas su visión de las cosas, el yo narrador del agente enmascarado, y que desliza ante su superior una crítica severa a los sistemas de seguridad del Estado mexicano. Está convencido de que en México no ha habido continuidad en el trabajo de “inteligencia política” que tendría que prever las situaciones de inestabilidad —sobre todo las generadas por el mal gobierno— porque se ha organizado en función de los intereses de ciertos grupos políticos enquistados en el aparato del Estado y no en aras del interés general. No hay memoria, hay fracturas y discontinuidad en un servicio que debería ser impersonal y de Estado, en el sentido francés y con toda la carga histórica de la palabra.
¿Quién está detrás? Esta es la pregunta que ante cualquier acontecimiento siempre nos hacemos los mexicanos. ¿Quién está detrás de los zapatistas? ¿Quién está detrás de los grupos armados? Nadie se pregunta en cambio por qué habría de estar alguien detrás de los indígenas levantados. ¿No son capaces de obrar por sí mismos?
La estúpida pregunta no plantea quién está detrás de estos incompetentes de la “seguridad nacional” que se ocupan más en investigar asuntos personales del “precandidato” que en prever los movimientos desesperados, antecedentes de la inestabilidad política. No basta el seguimiento policiaco y militar de los ciudadanos. Hay que contestar más bien quién está detrás de esa omisión gubernamental que consiste en no decidirse a resolver ningún conflicto en el campo social, económico, político, de educación y salud.
La violencia no la inventaron los zapatistas en la madrugada del primero de enero de 1994. Ya estaba allí. Desde mucho antes. Y a los expertos en “seguridad nacional” les pasó de noche. Su reaparición es una prueba del fracaso del gobierno federal que veinte años atrás creyó suficiente la solución policiaca y militar y no hizo nada por transformar las regiones ni por sensibilizarse para prevenir la explosión social, es decir, la última fase de una salida exasperada, impotente, impuesta por el hambre, la desnutrición, la ignorancia y la marginación.
La inclusión en la novela del “Plan General de Maniobra Estratégica Operacional para destruir la estructura política y militar el EZNL y mantener la paz” —que adelantó con efectos más dramáticos Carlos Marín en la revista Proceso después de la matanza de Acteal, sobre todo por el propósito de crear grupos de “autodefensa civil”, es decir: paramilitares—, no es ninguna “ficción” y abona de manera contundente el clímax de las últimas páginas, no menos que la revelación de que el jefe del agente narrador está más interesado en su carrera política que en los informes secretos sobre las zonas conflictivas.
Con un gobierno así, que se mueve como un papalote sin cola y se encomienda a la ilusión mágica de que los problemas se extingan solos, era natural que sus “servicios de inteligencia” y de “seguridad nacional” actuaran con estilo imprevisor. Como si el Estado en México fuera inexistente o, en el menos malo de los casos, estuviera desnucado.
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