Sunday, December 03, 2006

Racismo enmascarado

Estábamos desmantelando la biblioteca de don Luis Gaitán en la Nueva Santamaría, amigo y ferrocarrilero de toda la vida, y entre libros de Fernando Benítez, Los indios de México, y Juan Rulfo, El llano en llamas, apareció una “tarea” muy bien presentada, con hojas enmarcadas con filetes temblorosos (como los de The New Yorker) y que decía en la carátula: “Grupos étnicos. José H. Gaitán Rojo.”
Es un trabajo de prepa, cuando Gorri (que quiere decir rojo en vasco) no tenía más de dieciséis años. Tal vez sus estadísticas no sean perfectas, pero dan una idea muy gráfica de nuestra composición multirracial y de que las cosas no han cambiado mucho ahora que estrenamos el siglo.
Héctor Gaitán Rojo escribe:
“El 16 por ciento del pueblo mexicano está integrado por blancos, en cuya denominación quedan incluidos los criollos. El 53 por ciento son mestizos, un 30 por ciento indígenas y un 1 por ciento negros y de otras razas.”
“Nuestro país es de una gran heterogeneidad étnica, especialmente entre los indígenas, variedad que se manifiesta en diversos aspectos de cultura y que afecta la unidad nacional. La falta de unidad racial fue en otros tiempos factor de gran importancia para la conquista de México, y últimamente ha favorecido la inestabilidad política y ha creado problemas especiales que el gobierno trata de resolver”, escribe Gorri en 1963.
Cuando aparecieron los cuentos de Juan Rulfo en 1953 y Pedro Páramo en 1955 no pocos críticos y periodistas precipitados escribieron que hablaba de los indios, que reflejaba el alma de los indios, que su obra creaba una tercera dimensión del indio mexicano.
“Dijeron que yo hacía novelas de inditos”, me dijo una vez Rulfo.
El caso de Rulfo muestra esta ambigüedad porque de pronto no entendemos por qué un padre de familia blanca no admite que su hija se case con un moreno ni por qué la mayoría de los personajes de la clase dirigente (empresarios, políticos, el gabinete de Fox, profesionistas, intelectuales, “analistas” de Colegio de México y del CIDE) son en su mayoría blancos, es decir, criollos, los más ricos y los más preparados, no tanto cultos o ilustrados). Evidentemente el cacique Pedro Páramo era blanco, como toda la familia de Rulfo. En ninguno de sus textos se puede discernir que el personaje sea indio aunque sí deducir que muchos de sus campesinos lo son, a pesar de que en la provincia de Ávalos, en el sur de Jalisco, sí hubo ramificaciones de estirpe indígena. En el universo de Rulfo los personajes, al frente o como telón de fondo, no están caracterizados por su apariencia étnica sino por el alma de su lenguaje que los vuelve a todos, sin subrayarlo, blancos, mestizos e indígenas: mexicanos.
Para Fernando Benítez el indio mexicano vive en un mundo mágico, indescifrable para quien no sea antropólogo, mientras Margo Glantz piensa que la faja geográfica del sur de Jalisco no puede reducirse a una simple ecuación: asociar lo rural per se con lo indígena, porque no se trata de negar a los indios sino de entender que Comala es un pueblo de criollos, descendientes de los encomenderos.
“El indio mexicano, como todos los indios, tiene una mentalidad muy compleja y difícil de penetrar. No. Yo no he escrito sobre los indios jamás. Pero los conozco mucho. He trabajado con ellos más de quince años. Viéndolo bajo el punto de vista antropológico, ellos lo encuentran muy sencillo, pero tratar de adivinar o de encontrar sus motivaciones es muy difícil, porque es otro mundo, sobre todo por el sincretismo religioso en el que viven”, dijo Rulfo en una entrevista y su percepción de la otredad mexicana es muy semejante a la que se interpone entre unos mexicanos y otros.
En los estudios de antropólogos y lingüistas se ha obliterado a los grupos cahítas, como los yaquis y los mayos. Y poco se sabe de los pápagos, los pimas, los ópatas, los seris, los eudeves, los jovas y los guarijíos, acaso porque son norteños.
“Los mestizos son el elemento representativo de la población actual de la República, pues su número alcanza más de la mitad del total”, concluye Gorri.
Los números de este estudiante, según sus fuentes, proceden del Anuario Estadístico de 1963 y de una monografía de Mariano Miranda Fonseca. No sé cómo se proyectarían estas cifras en 2001, pero lo cierto es que no hay manera de visualizar el pastel estadístico porque, como dice don Silvio Zavala, el censo de 1940 abandonó la clasificación por razas. Para el Estado mexicano un indígena es alguien que habla una lengua propia, distinta al español: 64 etnias en 24 estados, el 11 por ciento de la población. Casi la mitad son analfabetos y la desnutrición, según datos de Lorenzo Meyer, les afecta en un 60 por ciento.

Desde el más allá y desde la palabra impresa que preserva la memoria, nos habla el hombre que dedicó su obra a tratar de conocer a Los indios de México. En cierto momento de su vida, al traspasar la línea de sombra que marca el paso de la juventud a la madurez, Fernando Benítez se sabía parte del establishment de la ciudad de México, de los intelectuales de la meseta (que “son unos cortesanos natos”), y aceptaba que le gustaba practicar aquella gimnasia intelectual que se daba en los cafés y las redacciones de los periódicos, “pero a medida que envejecía esa actividad empezó a producirme un aburrimiento invencible”. Y entonces salió a recorrer el país, primero a Yucatán, luego al Valle del Mezquital, después a las tierras de los coras y de los huicholes y los tarahumaras.
Decía que “hoy en día”, en 1972, hace 29 años, ya no interesa tanto saber quién es el mexicano, sino cómo es y dónde está, cuál es su relación repecto al mundo.
—¿Qué es un indio? –le preguntó el que yo era en aquel entonces.
—Los intentos por definir lo que es un indio han fracasado porque es casi imposible caracterizar con precisión a un hombre inserto en una cultura peculiar. Desde luego, es un indio el que pertenece a una etnia bien definida, el que habla una lengua autóctona, el que se vale de un instrumento primitivo, pero yo me pregunto si esos rasgos pueden caracterizarlo.
—No, por supuesto.
—El indio es algo más que todo eso. El indio vive en un mundo de símbolos, indescifrable para quien no sea antropólogo. Detrás de la apariencia de las cosas, alientan fuerzas ocultas: un hombre puede ser al mismo tiempo un pájaro; una planta puede ser vista como un animal debido a una asociación mística. Su concepción del universo determina que él participe de un modo activo en su conservación y en su equilibrio. El mito es una historia y esta historia es la única verdadera y la que rige su conducta. Tiende a sacralizar todas las actividades humanas significativas: el sexo, la agricultura, la pesca, lo que es contrario a nuestra lógica y a cualquier sistema económico o político. Cree en los espíritus y mantiene una comunicación directa con los dioses o los muertos. La fiesta es para él la reactualización de una hazaña divina creadora. Viviendo en la miseria, inventa paraísos que luego recobra en el culto o en el ritual. El poder lo legitiman los muertos o los dioses y por ello lo ejerce con el mayor sentido de responsabilidad. Su estructura familiar preserva la cohesión del grupo, manteniéndolo unido. La magia es parte de una vivencia religiosa y a ella acude en sus enfermedades o tareas fundamentales. Lo caracteriza, además, un sentido de solidaridad comunal que nosotros hemos perdido.
—Se suele confundir al indio con el campesino.
—Fuera de su cultura yo podría decir que el indio es el más desvalido de los campesinos mexicanos y que todo lo que tiene y todo lo que produce es objeto de robo y acaparamiento. El indio es la víctima de nuestro coloniaje interno...
—Es increíble cómo los mexicanos nos desconocemos unos a otros; parece que hablas de otro país…
—…y su drama consiste en que su debilidad ante la cultura occidental le impone un dilema. O sufre en el campo una situación colonial o bien pasa a formar parte de una lucha de clases en la que se debe iniciar una existencia desacralizada, desde el más bajo escalón: el de peón o el de criado nuestro.
—¿Esa sería nuestra discriminación racial?
—Hay desde luego discriminación racial, si bien reducida a las metrópolis blancas. Quienes más explotan a los indios, como lo ha demostrado Rosario Castellanos en sus novelas sobre Chiapas, son quienes más los detestan y los que sienten más repugnancia por ellos.
—¿De alguna manera cambiaste tu visión de la vida y de México luego de estar en contacto con los indios?
—El que se acerca a los indios ya no puede olvidarlos. Ejercen sobre mí una verdadera fascinación y todo lo que he escuchado, y todo lo más profundo y lo más espiritual y lo más humano que he oído en mi vida lo he escuchado, en una cabaña, de un hombre vestido de andrajos.

Cuando leí Los primeros mexicanos, de Fernando Benítez, me puse a cavilar sobre cómo, a lo largo del quehacer histórico social, se fue constituyendo nuestra sociedad multirracial. Benítez se refiere –puesto que todo libro habla en presente— a los primeros siglos de la Nueva España y explica que los criollos eran los blancos nacidos aquí de padres españoles, es decir, los blancos. En cambio, los mestizos empezaron a ser los descendientes de indígenas y criollos o españoles trasterrados.
Fue tal el deseo de conformar la identidad nacional en el siglo XIX que todavía con los gobiernos de la Revolución en el XX era un tabú estudiar en detalle los tres siglos de Colonia y no bien visto salvar algo del porfirismo que se había mostrado partidario de imitar a Francia y de “mejorar la raza” con inmigrantes europeos. La tendencia de los mexicanos a la imitación, a valorar lo extranjero avergonzándose de lo nacional, está allí en el porfirismo y desde los primeros años de la “aculturación” española. No es nada nueva. Tampoco es una novedad nuestro racismo consecuente. Es algo de lo que no se habla. Puede ser ofensivo y de mal gusto. Pero aquí está: en nuestra vida de todos los días.
“El censo de 1930 ofrece datos sobre la distribución racial de la población”, escribe Silvio Zavala en Aproximaciones a la historia de México (1953).
Del total de 16,552,722 habitantes, se clasificaron como indios 4,620,886, o sea un 27.91 por ciento; como mestizos 9,040,590, es decir, el 54.61 por ciento. La población blanca se calculó en 2,444,466, sin incluir a 159,876 extranjeros.
“El censo de 1940 abandonó la clasificación por razas, arrojando un total de 19,446,005 habitantes. Estas cifras indican que continúa el proceso del mestizaje que absorbe tanto al indígena como al blanco.”
En el libro que está escribiendo sobre las castas mexicanas, y que adelantó en uno de sus artículos en La Jornada, José Agustín Ortiz Pinchetti calcula que los estratos criollos actuales no significan más allá del 18 por ciento de la población, “pero su predominio en todas las áreas de la vida nacional es clarísimo”. Racial y culturalmente identificados con la raza blanca y con la cultura occidental, los blancos han sobrevivido como los segmentos predominantes y esta tendencia hegemónica, lejos de atemperarse, “en las últimas décadas se ha incrementado”.
Una casta es una clase social en la que hay establecida una división clara entre las distintas categorías, como en la India. En sentido figurado, dice María Moliner en su Diccionario, la casta es un grupo constituido por individuos de cierta clase, profesión, etcétera, que disfrutan de privilegios especiales, y se mantienen aparte y como superiores a los demás. Como cuando se dice que los militares forman una casta y toman su rancho aparte.
En estos estamentos mexicanos actuales hay una supervivencia de la estructura de castas que heredamos de la Colonia y que hemos seguido arrastrando y negando sistemáticamente.
No se trata de clases sociales (como cuando los ingleses dice middle class, clase media, del mismo modo en que no podríamos decir raza media), sino de estratos de la sociedad “donde el componente racial y cultural es decisivo; una sociedad definida no sólo por la desigualdad económica sino por el origen racial”.
En la televisión, en los anuncios espectaculares, reinan hombres y mujeres criollos (“resalta el prototipo criollo sobre el mestizo”) y son mayoría en las universidades privadas. “Habría que investigar si son criollos, por ejemplo, los 500 líderes más importantes en los negocios, en la cultura y en la política.” En el gabinete de Fox, por ejemplo. Entre los “analistas” de la televisión, por ejemplo.
Mi impresión es que no hay mexicano de la mayoría mestiza e indígena –que por lo menos constituye el 75 por ciento— que no sienta este racismo solapado, furtivo, disimulado, disfrazado de cortesía, que a menudo se desata. Se percibe en la vida cotidiana, en las relaciones familiares y laborales, en los proyectos de matrimonio, en la competencia profesional, en las escuelas. “¿Hasta qué punto el modelo neoliberal está estimulando el fortalecimiento de estos estratos raciales y culturales que dividen a los mexicanos?”, se pregunta Ortiz Pinchetti.

1 Comments:

Blogger Duardo Charot said...

Muy interesante que se siga hablando de estos temas que son un tabú en México.
Aprovecho para invitarles a mi blog: http://eduardomontagneranguiano.blogspot.com/

4:09 PM  

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