Sunday, December 03, 2006

La montaña trágica

A los 39 años Emiliano Zapata murió asesinado por razones políticas.
A los 39 años César Augusto Sandino fue asesinado por causas de violencia política.
A los 39 años Ernesto el Che Guevara fue asesinado por motivos de violencia política.
A los 39 años Malcolm X fue asesinado por racionalizaciones justificadas en la violencia política.
A los 39 años fue acribillado Martin Luther King.

También Francisco I. Madero fue asesinado a esa edad.
Estas coincidencias parecen pertenecer a las del género de las que no quieren decir nada, como la serie de paralelismos aparentemente ociosos que establece Malcolm Lowry al estatuir en el incipit de Bajo el volcán que Cuernavaca se encuentra bajo el trópico de Cáncer, en el paralelo 19, casi a la misma latitud que las islas Revillagigedo y la ciudad de Yuggernaut, en la Bahía de Bengala.
Tenía mis dudas respecto a Emiliano Zapata, pues unos atribuyen la fecha de su nacimiento al año de 1873 y Octavio Paz Solórzano da la de 1883. Sin embargo, los dos historiadores que merecen más crédito a John Womack —Porfirio Palacios y Jesús Sotelo Inclán— tienden entre el 8 de agosto de 1879 y el 10 de abril de 1919 los años que vivió el revolucionario asesinado en Chinameca.
Debo confesar que estas cosas de poca importancia, como decía León Felipe, empecé a relacionarlas a partir de un párrafo de Eduardo Galeano en la página 238 de El siglo del viento (tomo III de Memoria del fuego): “El Che muere de bala, muere a tración, poco antes de cumplir 40 años, exactamente a la misma edad a la que murieron, también de bala, también a traición, Zapata y Sandino.”
Ciertamente a los 39 años se es todavía joven, pero muy probablemente —si el destino de héroe es morir joven, como creían los griegos— es el momento en que se traspasa la “línea de sombra” de la que hablaba Joseph Conrad, el último año de nuestra juventud: la pérdida de la inocencia, la generosidad y el sentido de la entrega. A partir de entonces todo es repetición y cautela. Muy pocas cosas interesantes nos vuelven a suceder en la vida.
Entre el 11 y el 13 de febrero de 1994 pasamos el fin de semana en San Cristóbal. Desde los 13 años no había asistido a una misa que me importara, como la del domingo en la que don Samuel Ruiz empezó su homilía aludiendo a Pier Paolo Pasolini y su película El evangelio según San Mateo. El símil entre el leproso y el indígena que tiene que pedir perdón y permiso para existir no me pareció extravagante unas horas más tarde, cuando visitamos San Andrés Larraínzar y compartimos la embriaguez ancestral y colectiva de la que ya hablaba Fernando Benítez en 1960.
Las imágenes del subcomandante Marcos, en el documental de Epigmenio Ibarra, se interponían entre unos mexicanos y otros, de lenguas y cosmogonías distintas, como si estuviéramos en un país extranjero. Se me ocurrió que en Marcos sólo podía haber una motivación de orden cristiano, de lo contrario sería incomprensible la idea del sacrificio y de la entrega. Me conmovió su paz interior. Su serenidad. No estaba excitado ni fingía. Había una perfecta coherencia entre su mente y su corazón. Era un hombre que tenía muchos, pero muchos años trabajando consigo mismo, conociéndose. Lo que más me llamaba la atención era su seguridad en sí mismo, aparte de su sintaxis y su imaginación política. La victoria, decía, será de los otros, de los que vengan después. Y me dio la impresión de que estaba a punto de cumplir 39 años o de que ya los había cumplido.

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