Thursday, March 17, 2011

El problema de la justicia



—Pero no todos son inocentes. Digo,
los que caen en el engranaje.
—A como anda el engranaje, todos
podríamos ser inocentes.
—Pero entonces también podría decirse:
a como anda la inocencia, todos podríamos
caer en el engranaje.
Leonardo Sciascia, El contexto



Si algo ha dejado el diferendum con Francia por el affaire Casez es que se puso al menos de manifiesto lo mucho que nos avergüenza el desastre y la corrupción del sistema de justicia mexicano. Otra llamada de atención, una más, ha sido la exhibición del documental Presunto culpable, que se queda corto si se piensa en los muchos miles de inocentes que pierden y desperdician sus vidas en las cárceles mexicanas.
La pregunta es angustiosa: ¿Por qué antes y después de la Revolución, durante todo el siglo XX, no hemos podido resolver el problema de la justicia? La policía mexicana de nuestros días no ha sido mejor que la de los rurales que apuntalaban la dictadura de Porfirio Díaz, un cuerpo integrado por asaltantes y asesinos. No por nada Los bandidos de Río Frío, la gran novela de Manuel Payno, eran policías.
Lo que queda claro es que el sistema de la administración de la justicia en México —a cargo de hampones profesionales y litigantes delincuentes— no es el sistema de justicia de un país democrático.
Lo sabía y lo presentía Franz Kafka en “La colonia penitenciaria”: “El principio por el cual me rijo es: la culpa está siempre fuera de duda.”
¿De dónde surge la policía, cómo se forma y se sostiene, a quién sirve? ¿Es un monstruo autónomo, con dinámica y código propios, invencible? ¿Quién es la que verdaderamente tiene el poder en la calle?
La policía guarda el orden, blasón de todos los dictadores. A veces el orden “evoca el desorden más profundo: véase el caso del fascismo”, dice Sciascia. Y, leyéndolo, Rodolfo Peña acotaba: “Si el problema de la policía no se ha resuelto es porque jamás, en ninguna parte y en ninguna época, se ha hecho el más mínimo intento de resolverlo.”
A nuestro amigo chihuahuense, periodista y editor de La Jornada, le gustaba leer al siciliano. Decía Rodolfo Peña que en realidad la policía no es ningún problema: Para los poderes —que incluyen a la sociedad política, pero también a los dueños de la riqueza y a las iglesias— la policía es una necesidad, una garantía de preservación y reproducción como cualquier otro cuerpo coercitivo. El Ejército, por ejemplo.
El supuesto es que los poderes están siempre enfrentados a una masa degradada, poco fiable, cargada de culpas y de faltas, capaz de amotinarse en cualquier momento y de cometer las peores tropelías.
En el poder a nadie le importa lo que la policía haga con la masa anónima de la que sus miembros fueron arrancados un día para enfundarlos en un uniforme, diferenciarlos y ponerlos en estado de tensión continua, contra sus antiguos congéneres.
“Si la policía roba, extorsiona, golpe, tortura, secuestra y mata, no hace más que confirmar sus deformaciones y vicios de origen, y así está bien: lo que sí le está prohibido es aliarse con la masa, identificarse socialmente con ella, porque entonces perecería su razón de ser.”
No se trata de administrar justicia, sino de mantener a raya a la masa.


http://periodismoimpreso.blogspot.com/

Monday, March 14, 2011

Política y moral

por Eduardo Clavé

Conocí a Federico Campbell un fin de semana de 1976 en Valle de Bravo. Nos había invitado una amiga de mi novia. Hablamos, naturalmente, de literatura. Me recomendó la excelente novela de Doctorow, Ragtime, que leí de inmediato. Hablamos de los espías británicos Burgess, McLean, y desde luego de Kim Philby, un tema que hasta hoy nos quita el tiempo y del que Federico y yo hemos leído casi todo lo que se ha escrito.
Además de sus sugerencias literarias recuerdo muy bien su mirada curiosa de escritor, puesta de manera casi inquisitiva en mí y en mi novia; puedo jurar que nos veía como el ejemplo de los “niños bien” para una posible novela sociológica.
Unos días después de aquel fin de semana me dijo a solas, en una especie de pregunta-afirmación:
—Oye, tu novia es muy burguesa, ¿verdad?
Por supuesto me llamó la atención la frase porque en esa época en la UNAM, donde yo estudiaba periodismo, todos debíamos ser marxistas, y ser burgués era la antesala del Gulag universitario.
Federico dirigía por esos años con mucho éxito Mundo Médico, a la que había convertido en una revista de intereses muy variados y de gran calidad.
Me ofreció publicar ahí un artículo. Cuando se lo llevé Federico lo leyó de un tirón, y me dijo:
—Está bien. Sólo que la palabra “imagen” no lleva acento.
En realidad me gusta esa forma directa y a veces brusca de Federico de decir las cosas por su nombre. Pero poco a poco fui conociendo al Campbell que más me gusta: el hombre preocupado por la suerte de los demás, conmovido por el dolor ajeno y por la injusticia.
Nos vimos algunas veces después en su casa. Yo admiraba la cantidad y calidad de los libros que tenía. Desde entonces y hasta ahora recibí de Federico generosas recomendaciones sobre temas y títulos que yo nunca hubiera conocido. Además nos interesaban muchos asuntos en común: la historia, las novelas que tenían una clara referencia a la realidad política y, desde luego, Leonardo Sciascia, uno de sus autores favoritos y sobre el cual Federico escribió un libro indispensable. Para mí la política era una pasión y no un dolor, como lo es hoy. Pero ya para entonces a Campbell le dolía esa parte descarnada, esa parte inhumana e injusta que tiene el ejercicio del poder.
Aquel fin de semana en Valle de Bravo surgió en la conversación un tema que le preocupaba: el tratamiento que todavía en ese tiempo se aplicaba en México a los internados en hospitales siquiátricos: los electroshocks como terapia y la lobotomía como “solución final”. Su preocupación era sobre la parte humana del tema, no sólo su aspecto clínico, aunque de la parte médica y neurológica sabe y sabía ya un mundo. A mis irresponsables y soberbios 23 años esa preocupación y ese dolor no me tocaban. Pero es cierto que quedé impresionado no sólo por el tema sino por la verdad de la preocupación de Federico.
Me fui de México algunos años y al volver conocí a Arturo Cantú, amigo también de Campbell, y eso nos volvió a unir.
Arturo Cantú fue también una especie de guía en muchos sentidos. Su enorme timidez social era sólo superada por su cultura, adquirida de manera metódica y profunda. Cantú nos juntó a David Huerta, a Federico Campbell y a mí, hasta hacer un cuarteto que envidiarían los mosqueteros de Dumas.
Federico se fue a la revista Proceso. Yo al servicio público y luego al mundo editorial. Las novelas policiacas y los espías seguían quitándonos el tiempo. Pero la historia y la política permanecieron como asuntos fundamentales de nuestra preocupación.
Los últimos 30 años de México son, me parece, la historia del desarrollo del cinismo como elemento básico del poder. La impunidad no es más que un reflejo de ese cinismo creciente de los políticos mexicanos.
A mediados de la década de los 80, Grijalbo publicó una edición de las memorias del cacique potosino Gonzalo N. Santos, el Alazán Tostado. El libro tuvo un éxito rotundo sobre todo entre la clase política. Lo que más gustó de esas voluminosas memorias de un cacique corrupto y orgulloso de ser asesino, fue una frase de Santos que se volvió aforismo: "Moral es un árbol que da moras, o vale para una chingada".
A lo largo de los años siguientes, la frase corrió con una suerte demasiado sospechosa. Hasta que se convirtió en un axioma repetido por los políticos y tecnócratas como materia de fe. La política —pensaban ya entonces y ahora— no tiene que ver con la moral. Muchos periodistas y columnistas empezaron también a citar la frase y a hacer de ella su propio emblema. La moral en la política —suponen— es para los ingenuos, para quienes producen ternura, como me dijo una vez, presumiendo de su falta de moral, el Jefe Diego.
En todos estos años he visto caer vencidos ante lo que significa esa frase del Alazán Tostado, no sólo a políticos sino a jóvenes analistas y académicos que intuyen que su quehacer no tiene sentido porque nadie les hace caso y que la moral en el México actual, en efecto, vale para una chingada.
En todos estos años he encontrado muy pocas excepciones, entre ellas, y de manera notable, alguien a quien no ha podido vencer el cinismo nacional: nuestro periodista, pensador y novelista Federico Campbell, que cada mañana lee la prensa, consulta un libro, le habla a un amigo sobre el tema del día o piensa qué pensaría Sciascia de la corrupción, del asesinato impune, del robo al erario, de la prepotencia e irresponsabilidad del servidor público, de los partidos sin principios, de la ostentación de los nuevos ricos con los negocios del gobierno.
Después se encierra una tarde y escribe su artículo semanal para la columna Máscara Negra en la revista Milenio o escribe un ensayo sobre el poder que es de una inteligencia y de una profundidad inusitadas en nuestro país.
Me refiero al tipo de ensayos reunidos en un libro suyo que todos los que quieran entender algo de cómo opera el poder deberían leer y releer: hablo del título La invención del poder, publicado en 1994 y recientemente reeditado y enriquecido.
De ese libro recuerdo un texto titulado, en latín, De cadaverum crematione. Leo sólo el primer párrafo:

Los zorros nos gobiernan. Son muy astutos. Difícilmente podría uno imaginar de lo que son capaces de hacer para que no nos demos cuenta de un acontecimiento. Son muy listos. Son muy zorros.

El texto se refiere a la quema de los votos de la elección de 1988, el 26 de diciembre de 1991. La cremación del cuerpo del delito, pues. La desaparición, bajo el fuego, de las pruebas del triunfo de Cárdenas sobre Salinas de Gortari. Los zorros, los que los quemaron, son los mismos personajes que hoy hacen política en los tres partidos que padecemos: Carlos Salinas de Gortari en el PRI, Diego Fernández de Cevallos en el PAN y Manuel Camacho Solís en el PRD.
Y entonces Campbell y yo vamos juntos a desayunar o a comer y después de un rato de platicar de la actualidad, es decir del árbol que da moras, casi de manera invariable me dice:
—Oye, Clavé, ¿tú crees que sirve de algo lo que escribo? —y después de un silencio apesadumbrado, agrega: —Oye, Clavé, ¿te has fijado que en México puedes denunciar todo y no pasa nada? Yo he dicho cosas en mis artículos que son muy graves y no pasa nada —como esperando que yo le responda que en efecto no sirve nada de nada y que todo vale una chingada. Pero no se lo digo porque pienso, como él, y tal vez gracias a él, que no hay que cejar ni darse por vencido; porque si la literatura y el periodismo no sirven para mejorar la vida y prevenir calamidades, entonces no sirven para nada.
Pero al día siguiente Federico vuelve a leer los periódicos, mexicanos y extranjeros, vuelve a consultar un libro de historia y uno de medicina o de cualquier tema que no sea ajeno a lo humano, y luego se encierra en su estudio y escribe un artículo importante o un ensayo profundo sobre la memoria o sobre el poder o sobre su padre o sobre la grandeza y la bajeza de la política.
Y mientras escribe, Campbell sabe que los zorros nos gobiernan. Que son muy astutos. Que son muy listos. Que son muy zorros.
Y sin embargo vuelve a darnos una Máscara Negra como si tuviera 20 años y creyera, como Sartre, que las novelas y los artículos pueden realmente cambiar el mundo.
O nos regala una novela donde no se pregunta por la cosa política sino por las cosas más importantes para los hombres, como los padres, o las hermanas, o la memoria, o la melancolía o la tristeza y sus sinrazones.
Y cuando manda su artículo, o su ensayo, o su libro a la imprenta, Federico no sabe lo mucho que lo admiro ni sabe que él es mi vacuna contra el cinismo nacional.
Porque Campbell no se ha rendido al legado de Gonzalo N. Santos, como lo han hecho sin vergüenza casi todos, en todos los partidos.
Porque Campbell es parte de esa reserva moral que yo creo existe en este país y que todavía puede salvarnos.
Pero también lo quiero porque me dice sin rodeos que “imagen” se escribe sin acento. Y Campbell y Huerta y Cantú y yo creemos que la ortografía es una de las cosas más importantes en la vida.

Wednesday, March 02, 2011

Montón de piedras

El “Estado de derecho” no es
más que un pleonasmo carente de
sentido. Derecho y Estado son
conceptos idénticos: sinónimos.

—Hans Kelsen

Como un montón de piedras se ha ido desmoronando el Estado mexicano: hay por lo menos 900 lugares de la República en los que ya no está. Son espacios en los que el Estado ya no ejerce y en los que la delincuencia organizada ha sentado sus reales. Es lógico: dos poderes —si proyectamos el axioma de la geometría euclidiana— no pueden ocupar el mismo lugar en el espacio.
Piénsese si no en el nada insólito episodio que el l5 de marzo tuvo como escenario el pueblo de Creel, en la sierra de Chihuahua, cerca de la Barranca del Cobre: durante una hora y media fue grabada por una cámara televisiva (puesta allí por alguno de los servicios de seguridad del Estado) la toma de Creel y transmitida en un programa de Denise Merker en el canal que ahora lanza a la presidencia al gobernador Enrique Peña Nieto.
En una hora y media no se hizo presente ninguna de las múltiples y diversas policías de las inmediaciones de Creel, acaso por que estaban dormidas. Todo fue entre las cinco y media y las siete de la mañana. Como en aquel famoso western: Pistoleros al amanecer.
Al menos durante esos cien minutos no existió en Creel el Estado mexicano. No se vio policía ni ejército ni nada, como si se trata de una tierra de nadie, fuera del contexto jurídico nacional: un vacío de Estado, una bolsa de aire, la inocultable inexistencia del gobierno constituido y formal (“haiga sido como haiga sido”, según el filósofo idealista berkeliano que despacha en Los Pinos).
Dice Edgardo Buscaglia, funcionario de la ONU aquí en México, que hace cinco años eran unos 400 lugares del territorio nacional en los que el Estado ya no ejerce. Ahora son 900, explica. Cuando cobra impuestos, derecho de piso, cuando retiene, cuando deja pasar, cuando cierra o toma un pueblo, el Crimen esta queriendo decir: Yo sustituyo al Estado.
No quisiéramos cometer el pecado del pesimismo, pero no sólo lo profieren los “inexistencialistas“ del Estado (los que creen que en México ya no existe el Estado) en uno de tantos mentideros de la coloia Condesa. También lo han dicho sin ambages personajes como Jorge Tello Peón, nada menos que Secretario Técnico del Consejo de Seguridad Nacional:
“Por primera vez en muchos años se ha perdido control territorial por parte de las estructuras institucionales y, lo que tal vez sea peor, se han perdido también estructuras históricas.”
Como en el juego del Go, de lo que se trata es de ganar territorios. Es una lógica de índole militar y asiática, como la del general Giap.
Sería interesante poder entender a qué se refiere el Especialista con eso de “estructuras históricas”.
Me explico Federico: “Hoy queda claro que se teme al delincuente; lo que está en duda es si existe alguna autoridad a la que la delincuencia le tema. Las autoridades funcionales del delito no necesitan ser corruptas; basta con que supongan que el mando lo tienen los delincuentes.”
Para documentar —lluvia sobre mojado— nuestro pesimismo, reléase lo que nos revela Alfredo Méndez el 5 de abril: “El cártel michoacano de La Familia ha consolidado en una década una estructura orgánica similar a la administración de un gobierno estatal.”
El reportero de La Jornada desarrolla la idea: El grupo criminal del suroeste orquesta un sistema de recaudación basado en la extorsión (el pizzo de los sicilianos) y el despojo de propiedades a empresarios del ramo agropecuario.
“Los gatilleros asignan escoltas a alcaldes y funcionarios municipales. Los policías ministeriales enteran a miembros del cártel, antes que a la procuraduría estatal, cuando hay reportes sobre denuncias de secuestros o robos.”
Y para colocarle la cereza al pastelito basta traer a cuento el tráfico de prácticamente todos lo bancos de datos que recaba el gobierno, los negocios bancarios y el IFE. Ya andan en circulación en el mercado negro y en internet, a través del cual hay quien ofrece la información más íntima de todos los mexicanos. Incluso sus números de tarjetas de crédito y de celulares. Hay paquetes que se llegan a vender en 12 mil dólares.
Todos los datos concernientes a nuestras finanzas, nuestras relaciones personales, nuestros horarios, nuestros amigos, se pueden saber. El “Estado” no nos protege.
María de la Luz González ha publicado en El Universal del 21 de abril de 2010 que se pueden adquirir registros de escuelas superiores, como el Politécnico o La Salle, o de otras empresas públicas y privadas. También cuentas de cheques, expedientes del IMSS, cartografía del INEGI, listados de telefónicas. O sea, vivimos en un “Estado” que no controla nada, al que todo mundo traiciona, hasta sus empleados más cercanos.
No es tan descabellada la teoría de que todo esto algo ha de tener que ver con la paulatina pérdida de autoridad política que ha significado el fraude electoral de 2006. Lo que vivimos ahora es una secuela natural y lógica. Primero la presidencia se fue desprestigiando con personajes tan patéticos o cursis como José López Portillo, luego con la grisura y la mediocridad de Miguel de la Madrid, de tan de medio pelo, o las locuras de Carlos Salinas (él y Echeverría han sido de los presidentes menos cuerdos que hemos tenido) o el indescifrable Ernesto Zedillo.
“En todo el territorio nacional hay desgobierno” respondió al gobernador de Chihuahua José Reyes Baeza Terrazas al secretario de Gobernación Fernando Gómez Mont, quien había sostenido en abril de 2010 que el nuevo sistema de justicia penal había producido “desgobierno” en Chihuahua.
El “Estado” en México es una palabra que ya no se puede escribir sin comillas.


Paco Luna: Una poética del poder

UNA POÉTICA DEL PODER
Francisco Luna

Explorar los vericuetos del poder, su definición, su génesis, su práctica, su significado y sentido en estadios civilizatorios localizados en el riel histórico y su expresión en un complejo engranaje de relaciones políticas, financieras y religiosas, tiene, de suyo, el problema o el reto de hacerlo asible y aprehensible en el nivel, al menos, de la enunciación que configura su concepto, imagen, núcleo semántico o su definición cuando las estrategias discursivas posibilitan su (re)invención, su resemantización en el plano de la realidad real o en el de la ficción literaria que lo connota y lo rescata del ocultamiento a que lo destina el discurso político y el de los políticos.
Estamos ante un libro que es un tributo a la inteligencia, en el sentido verdadero y humanista del término. Un ensayo que inventa el sistema conceptual y referencial para sacar el conejo de la chistera, realizar el acto de ilusión literaria para dibujar las caras que el poder tiene en los diferentes espacios y tiempos en los cuales se representa y oculta, se nos muestra y desaparece, o para decirlo en las palabras del filósofo checo Karel Kosik, la forma como se mueve en "un claroscuro de verdad y engaño".
Inventar el poder no es explicarlo con la contundencia que se explica un proceso físico o químico. Inventar el poder desde el periodismo, la literatura, las ciencias sociales, es sugerirlo. Poner el método de documentación y el estilo literario para exponerlo como un tema, un artilugio, un símbolo, un mecanismo, una estructura, una corporación, una forma, un modo de pensarlo y ejecutarlo; un sueño, tal vez, una aproximación, un código, una institución, un designio, un maleficio, un sistema perfectamente diseñado para el control, la intimidación, el terror, la sujeción del súbdito-ciudadano, que como dice Elías Canetti, de rodillas ante el poderoso suplica la gracia y el perdón o se resigna a que sobre él caiga la cuchilla que siega su voluntad y su conciencia. O, de modo contrario, el poder presume, derrocha, se jacta, manda, dicta, obliga, engaña, simula, discrimina, divide, prohíbe, desinforma, vigila, espía, castiga, recompensa, favorece, apapacha, corrompe, induce, niega, otorga, promete, rechaza, seduce, juega. Todo y nada, su único fin es su principio: conservarse.
Pero para conservarse y preservarse, el poder y sus agentes enseñan la cara, la máscara, más exactamente. Imposible descubrirlo. Debajo la máscara hay otra, hay otras. La teatralidad es su elemento: va de la tragedia a la comedia; de la farsa al vodevil. Sus protagonistas son metamórficos, son ángeles y demonios, son rostros humanos o entidades conocidas por los efectos de su acción, de su interacción. Símbolos e instituciones, figuras jurídicas y procedimientos legalizados, puestos de elección popular y corporaciones de legitimidad representados en gobierno y partidos, violencia y propaganda, los cuatro lados que cimientan el monolito, el templo que alberga a Él, el supremo (poder) .
Si digo que es un ensayo inteligente es porque su diseño y arquitectónico aspira, como la desestructuración de sus pirámides, a tender un buen cimiento y sobre ello edificar los niveles, de significación en este caso, que realcen la cúspide que revele, concretice y humanice el poder y sus dispositivos, sus personajes y estrategias.
En el basamento echado con los argumentos que presta la filosofía, la filología, la psicología clínica, la antropología y la literatura, el análisis del poder adquiere corporeidad y ubicación espacio-temporal. ¿Quiénes son sus usufructuarios y representantes? ¿Cómo piensan sienten y se comportan? ¿Cuándo surge la idea y práctica contemporánea del poder en México? ¿Qué estrategias, organismos y coartadas lo sustentan y lo definen?
Sin duda, son los políticos profesionales y los gobernantes los depositarios y guardianes del poder y las instituciones que lo legitiman. Contrariamente a la idea que tenemos de los políticos, que en estos tiempos es difícil distinguirlos de los policías y los mafiosos: su parafernalia es su gatopardismo: las esclavas y los torsales, las suburban y los teléfonos celulares son los distintivos que sintetizan los usos y abusos del poder. Contrariamente, repito, este ensayo propone otra mirada de tales sujetos: la compasión que provoca su miseria, su pérdida del lenguaje y el contacto con la realidad, su mirada parcial de la realidad sacada de reseñas informativas, chismes, rumores, que sus asesores y amanuenses le proveen. Con ellos opera un proceso de Invención de la Realidad pero de modo inverso al que este libro plantea, ellos inventan su realidad negando la realidad, paradójicamente, inventan omitiendo, deformando, falsificando.
Pero qué son los políticos mexicanos sin el Partido, sin el PRI. Seguramente nadie o personajes de la picaresca mexicana, si bien les va. El partido es la agencia que otorga y quita el poder. Dentro de él se vale todo, fuera de él nada. Se alaba, se espía, se arrebata, se bloquea, se congela, se erige, se promueve, se unge y, dicen que ahora hasta se mata. Que me disculpe el exdiputado Sabines: "Yo no lo sé de cierto, lo vi en la tele".
Si bien se ha hecho la metáfora del poder actual con el que se ejecutaba en el pasado prehispánico, pasando por la instituciones virreinales y la forma televisiva en que Porfirio Díaz se lo agenció y preservó en tres décadas, el modo como se define en la actualidad el poder tiene su génesis en la forma como Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles lo disputaron, lo agandallaron constitucionalmente y erigieron con el un país institucionalmente bronco. Jorge Amado dice en Tocaia Grande, cito de memoria:

"Primero el garrote, luego la trampa, después la ley".(Cualquier parecido con el dark side of the mexican power de hoy, es pura profecía literaria).
Pero el poder de los caudillos, su manera de gobernar, su autoritarismo, su sangre fría, se analiza en este libro desde la perspectiva literaria. Son La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán y Pedro Páramo de Juan Rulfo, los paradigmas para configurar una interpretación del origen tramposo y cuatrero de la herencia obregonista del poder y el signo paternalista y cacique del General Calles. Un intento, pues, bien documentado de la transmutación de la historia en literatura y de la literatura en hermenéutica de la historia.
Paréntesis para la autodefensa regional: (¿Somos los sonorenses clasemedieros unos hijos de la tal por cual sólo por la herencia maldita que nos legaron los caudillos, nuestros paisanos? Pues en el capítulo que se titula "La tragedia del presidencialismo", en la página 87 Campbell dice:"Tampoco hay que olvidar que el PRI es de matriz sonorense. Algo ha de haber del modo de ser de no pocos sonorenses en la filosofía pragmática y utilitarista de la clase media: la aceptación del imperio de los vividores como una cosa natural." Creo que la generalidad del juicio se vuelve metonimia y reduce el todo a una de sus partes. Y si el modo metafórico, sinecdóquico, era su definición estilística, el reduccionismo se vuelve pérdida de estilo. ¡Lástima, Margariux!)
Otros elementos que descubren y ejemplifican el poder son la prefabricación del delito, de la culpa, de los delincuentes y culpables, los chivos expiatorios de las transas y los crímenes gestados desde el interior del huevo de la serpiente del poder. Característica por demás vigente e inocultable.
Maquiavelo dixit: "Gobernar es hacer creer", y para hacer creer a los gobernados la realidad que diseña el poder es necesaria la propaganda, es decir, un complejo que amarre a todos los medios masivos de comunicación, escritos y electrónicos, para configurar su verdad y ejercer el poder, desfigurar su rostro verdadero.
Si vuelvo a decir que es un libro inteligente es porque lo escribió un amigo, es porque a pesar del pesimismo con que puede darse un tema tan escabroso y volátil como el poder, tiene en su prosa, en su sintaxis, el optimismo que posibilita la literatura y los discursos alternativos que brotan desde el pasamontañas y el periodismo honrado y sin tapujos. Me atrevo a decir que estamos con este libro ante una poética del poder, finalmente, un libro que ahora hace mucha mucha falta.

Paco Luna: Una poética del poder

UNA POÉTICA DEL PODER
Francisco Luna

Explorar los vericuetos del poder, su definición, su génesis, su práctica, su significado y sentido en estadios civilizatorios localizados en el riel histórico y su expresión en un complejo engranaje de relaciones políticas, financieras y religiosas, tiene, de suyo, el problema o el reto de hacerlo asible y aprehensible en el nivel, al menos, de la enunciación que configura su concepto, imagen, núcleo semántico o su definición cuando las estrategias discursivas posibilitan su (re)invención, su resemantización en el plano de la realidad real o en el de la ficción literaria que lo connota y lo rescata del ocultamiento a que lo destina el discurso político y el de los políticos.
Estamos ante un libro que es un tributo a la inteligencia, en el sentido verdadero y humanista del término. Un ensayo que inventa el sistema conceptual y referencial para sacar el conejo de la chistera, realizar el acto de ilusión literaria para dibujar las caras que el poder tiene en los diferentes espacios y tiempos en los cuales se representa y oculta, se nos muestra y desaparece, o para decirlo en las palabras del filósofo checo Karel Kosik, la forma como se mueve en "un claroscuro de verdad y engaño".
Inventar el poder no es explicarlo con la contundencia que se explica un proceso físico o químico. Inventar el poder desde el periodismo, la literatura, las ciencias sociales, es sugerirlo. Poner el método de documentación y el estilo literario para exponerlo como un tema, un artilugio, un símbolo, un mecanismo, una estructura, una corporación, una forma, un modo de pensarlo y ejecutarlo; un sueño, tal vez, una aproximación, un código, una institución, un designio, un maleficio, un sistema perfectamente diseñado para el control, la intimidación, el terror, la sujeción del súbdito-ciudadano, que como dice Elías Canetti, de rodillas ante el poderoso suplica la gracia y el perdón o se resigna a que sobre él caiga la cuchilla que siega su voluntad y su conciencia. O, de modo contrario, el poder presume, derrocha, se jacta, manda, dicta, obliga, engaña, simula, discrimina, divide, prohíbe, desinforma, vigila, espía, castiga, recompensa, favorece, apapacha, corrompe, induce, niega, otorga, promete, rechaza, seduce, juega. Todo y nada, su único fin es su principio: conservarse.
Pero para conservarse y preservarse, el poder y sus agentes enseñan la cara, la máscara, más exactamente. Imposible descubrirlo. Debajo la máscara hay otra, hay otras. La teatralidad es su elemento: va de la tragedia a la comedia; de la farsa al vodevil. Sus protagonistas son metamórficos, son ángeles y demonios, son rostros humanos o entidades conocidas por los efectos de su acción, de su interacción. Símbolos e instituciones, figuras jurídicas y procedimientos legalizados, puestos de elección popular y corporaciones de legitimidad representados en gobierno y partidos, violencia y propaganda, los cuatro lados que cimientan el monolito, el templo que alberga a Él, el supremo (poder) .
Si digo que es un ensayo inteligente es porque su diseño y arquitectónico aspira, como la desestructuración de sus pirámides, a tender un buen cimiento y sobre ello edificar los niveles, de significación en este caso, que realcen la cúspide que revele, concretice y humanice el poder y sus dispositivos, sus personajes y estrategias.
En el basamento echado con los argumentos que presta la filosofía, la filología, la psicología clínica, la antropología y la literatura, el análisis del poder adquiere corporeidad y ubicación espacio-temporal. ¿Quiénes son sus usufructuarios y representantes? ¿Cómo piensan sienten y se comportan? ¿Cuándo surge la idea y práctica contemporánea del poder en México? ¿Qué estrategias, organismos y coartadas lo sustentan y lo definen?
Sin duda, son los políticos profesionales y los gobernantes los depositarios y guardianes del poder y las instituciones que lo legitiman. Contrariamente a la idea que tenemos de los políticos, que en estos tiempos es difícil distinguirlos de los policías y los mafiosos: su parafernalia es su gatopardismo: las esclavas y los torsales, las suburban y los teléfonos celulares son los distintivos que sintetizan los usos y abusos del poder. Contrariamente, repito, este ensayo propone otra mirada de tales sujetos: la compasión que provoca su miseria, su pérdida del lenguaje y el contacto con la realidad, su mirada parcial de la realidad sacada de reseñas informativas, chismes, rumores, que sus asesores y amanuenses le proveen. Con ellos opera un proceso de Invención de la Realidad pero de modo inverso al que este libro plantea, ellos inventan su realidad negando la realidad, paradójicamente, inventan omitiendo, deformando, falsificando.
Pero qué son los políticos mexicanos sin el Partido, sin el PRI. Seguramente nadie o personajes de la picaresca mexicana, si bien les va. El partido es la agencia que otorga y quita el poder. Dentro de él se vale todo, fuera de él nada. Se alaba, se espía, se arrebata, se bloquea, se congela, se erige, se promueve, se unge y, dicen que ahora hasta se mata. Que me disculpe el exdiputado Sabines: "Yo no lo sé de cierto, lo vi en la tele".
Si bien se ha hecho la metáfora del poder actual con el que se ejecutaba en el pasado prehispánico, pasando por la instituciones virreinales y la forma televisiva en que Porfirio Díaz se lo agenció y preservó en tres décadas, el modo como se define en la actualidad el poder tiene su génesis en la forma como Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles lo disputaron, lo agandallaron constitucionalmente y erigieron con el un país institucionalmente bronco. Jorge Amado dice en Tocaia Grande, cito de memoria:

"Primero el garrote, luego la trampa, después la ley".(Cualquier parecido con el dark side of the mexican power de hoy, es pura profecía literaria).
Pero el poder de los caudillos, su manera de gobernar, su autoritarismo, su sangre fría, se analiza en este libro desde la perspectiva literaria. Son La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán y Pedro Páramo de Juan Rulfo, los paradigmas para configurar una interpretación del origen tramposo y cuatrero de la herencia obregonista del poder y el signo paternalista y cacique del General Calles. Un intento, pues, bien documentado de la transmutación de la historia en literatura y de la literatura en hermenéutica de la historia.
Paréntesis para la autodefensa regional: (¿Somos los sonorenses clasemedieros unos hijos de la tal por cual sólo por la herencia maldita que nos legaron los caudillos, nuestros paisanos? Pues en el capítulo que se titula "La tragedia del presidencialismo", en la página 87 Campbell dice:"Tampoco hay que olvidar que el PRI es de matriz sonorense. Algo ha de haber del modo de ser de no pocos sonorenses en la filosofía pragmática y utilitarista de la clase media: la aceptación del imperio de los vividores como una cosa natural." Creo que la generalidad del juicio se vuelve metonimia y reduce el todo a una de sus partes. Y si el modo metafórico, sinecdóquico, era su definición estilística, el reduccionismo se vuelve pérdida de estilo. ¡Lástima, Margariux!)
Otros elementos que descubren y ejemplifican el poder son la prefabricación del delito, de la culpa, de los delincuentes y culpables, los chivos expiatorios de las transas y los crímenes gestados desde el interior del huevo de la serpiente del poder. Característica por demás vigente e inocultable.
Maquiavelo dixit: "Gobernar es hacer creer", y para hacer creer a los gobernados la realidad que diseña el poder es necesaria la propaganda, es decir, un complejo que amarre a todos los medios masivos de comunicación, escritos y electrónicos, para configurar su verdad y ejercer el poder, desfigurar su rostro verdadero.
Si vuelvo a decir que es un libro inteligente es porque lo escribió un amigo, es porque a pesar del pesimismo con que puede darse un tema tan escabroso y volátil como el poder, tiene en su prosa, en su sintaxis, el optimismo que posibilita la literatura y los discursos alternativos que brotan desde el pasamontañas y el periodismo honrado y sin tapujos. Me atrevo a decir que estamos con este libro ante una poética del poder, finalmente, un libro que ahora hace mucha mucha falta.

Paco Luna: Una poética del poder

UNA POÉTICA DEL PODER
Francisco Luna

Explorar los vericuetos del poder, su definición, su génesis, su práctica, su significado y sentido en estadios civilizatorios localizados en el riel histórico y su expresión en un complejo engranaje de relaciones políticas, financieras y religiosas, tiene, de suyo, el problema o el reto de hacerlo asible y aprehensible en el nivel, al menos, de la enunciación que configura su concepto, imagen, núcleo semántico o su definición cuando las estrategias discursivas posibilitan su (re)invención, su resemantización en el plano de la realidad real o en el de la ficción literaria que lo connota y lo rescata del ocultamiento a que lo destina el discurso político y el de los políticos.
Estamos ante un libro que es un tributo a la inteligencia, en el sentido verdadero y humanista del término. Un ensayo que inventa el sistema conceptual y referencial para sacar el conejo de la chistera, realizar el acto de ilusión literaria para dibujar las caras que el poder tiene en los diferentes espacios y tiempos en los cuales se representa y oculta, se nos muestra y desaparece, o para decirlo en las palabras del filósofo checo Karel Kosik, la forma como se mueve en "un claroscuro de verdad y engaño".
Inventar el poder no es explicarlo con la contundencia que se explica un proceso físico o químico. Inventar el poder desde el periodismo, la literatura, las ciencias sociales, es sugerirlo. Poner el método de documentación y el estilo literario para exponerlo como un tema, un artilugio, un símbolo, un mecanismo, una estructura, una corporación, una forma, un modo de pensarlo y ejecutarlo; un sueño, tal vez, una aproximación, un código, una institución, un designio, un maleficio, un sistema perfectamente diseñado para el control, la intimidación, el terror, la sujeción del súbdito-ciudadano, que como dice Elías Canetti, de rodillas ante el poderoso suplica la gracia y el perdón o se resigna a que sobre él caiga la cuchilla que siega su voluntad y su conciencia. O, de modo contrario, el poder presume, derrocha, se jacta, manda, dicta, obliga, engaña, simula, discrimina, divide, prohíbe, desinforma, vigila, espía, castiga, recompensa, favorece, apapacha, corrompe, induce, niega, otorga, promete, rechaza, seduce, juega. Todo y nada, su único fin es su principio: conservarse.
Pero para conservarse y preservarse, el poder y sus agentes enseñan la cara, la máscara, más exactamente. Imposible descubrirlo. Debajo la máscara hay otra, hay otras. La teatralidad es su elemento: va de la tragedia a la comedia; de la farsa al vodevil. Sus protagonistas son metamórficos, son ángeles y demonios, son rostros humanos o entidades conocidas por los efectos de su acción, de su interacción. Símbolos e instituciones, figuras jurídicas y procedimientos legalizados, puestos de elección popular y corporaciones de legitimidad representados en gobierno y partidos, violencia y propaganda, los cuatro lados que cimientan el monolito, el templo que alberga a Él, el supremo (poder) .
Si digo que es un ensayo inteligente es porque su diseño y arquitectónico aspira, como la desestructuración de sus pirámides, a tender un buen cimiento y sobre ello edificar los niveles, de significación en este caso, que realcen la cúspide que revele, concretice y humanice el poder y sus dispositivos, sus personajes y estrategias.
En el basamento echado con los argumentos que presta la filosofía, la filología, la psicología clínica, la antropología y la literatura, el análisis del poder adquiere corporeidad y ubicación espacio-temporal. ¿Quiénes son sus usufructuarios y representantes? ¿Cómo piensan sienten y se comportan? ¿Cuándo surge la idea y práctica contemporánea del poder en México? ¿Qué estrategias, organismos y coartadas lo sustentan y lo definen?
Sin duda, son los políticos profesionales y los gobernantes los depositarios y guardianes del poder y las instituciones que lo legitiman. Contrariamente a la idea que tenemos de los políticos, que en estos tiempos es difícil distinguirlos de los policías y los mafiosos: su parafernalia es su gatopardismo: las esclavas y los torsales, las suburban y los teléfonos celulares son los distintivos que sintetizan los usos y abusos del poder. Contrariamente, repito, este ensayo propone otra mirada de tales sujetos: la compasión que provoca su miseria, su pérdida del lenguaje y el contacto con la realidad, su mirada parcial de la realidad sacada de reseñas informativas, chismes, rumores, que sus asesores y amanuenses le proveen. Con ellos opera un proceso de Invención de la Realidad pero de modo inverso al que este libro plantea, ellos inventan su realidad negando la realidad, paradójicamente, inventan omitiendo, deformando, falsificando.
Pero qué son los políticos mexicanos sin el Partido, sin el PRI. Seguramente nadie o personajes de la picaresca mexicana, si bien les va. El partido es la agencia que otorga y quita el poder. Dentro de él se vale todo, fuera de él nada. Se alaba, se espía, se arrebata, se bloquea, se congela, se erige, se promueve, se unge y, dicen que ahora hasta se mata. Que me disculpe el exdiputado Sabines: "Yo no lo sé de cierto, lo vi en la tele".
Si bien se ha hecho la metáfora del poder actual con el que se ejecutaba en el pasado prehispánico, pasando por la instituciones virreinales y la forma televisiva en que Porfirio Díaz se lo agenció y preservó en tres décadas, el modo como se define en la actualidad el poder tiene su génesis en la forma como Álvaro Obregón y Plutarco Elías Calles lo disputaron, lo agandallaron constitucionalmente y erigieron con el un país institucionalmente bronco. Jorge Amado dice en Tocaia Grande, cito de memoria:

"Primero el garrote, luego la trampa, después la ley".(Cualquier parecido con el dark side of the mexican power de hoy, es pura profecía literaria).
Pero el poder de los caudillos, su manera de gobernar, su autoritarismo, su sangre fría, se analiza en este libro desde la perspectiva literaria. Son La sombra del caudillo de Martín Luis Guzmán y Pedro Páramo de Juan Rulfo, los paradigmas para configurar una interpretación del origen tramposo y cuatrero de la herencia obregonista del poder y el signo paternalista y cacique del General Calles. Un intento, pues, bien documentado de la transmutación de la historia en literatura y de la literatura en hermenéutica de la historia.
Paréntesis para la autodefensa regional: (¿Somos los sonorenses clasemedieros unos hijos de la tal por cual sólo por la herencia maldita que nos legaron los caudillos, nuestros paisanos? Pues en el capítulo que se titula "La tragedia del presidencialismo", en la página 87 Campbell dice:"Tampoco hay que olvidar que el PRI es de matriz sonorense. Algo ha de haber del modo de ser de no pocos sonorenses en la filosofía pragmática y utilitarista de la clase media: la aceptación del imperio de los vividores como una cosa natural." Creo que la generalidad del juicio se vuelve metonimia y reduce el todo a una de sus partes. Y si el modo metafórico, sinecdóquico, era su definición estilística, el reduccionismo se vuelve pérdida de estilo. ¡Lástima, Margariux!)
Otros elementos que descubren y ejemplifican el poder son la prefabricación del delito, de la culpa, de los delincuentes y culpables, los chivos expiatorios de las transas y los crímenes gestados desde el interior del huevo de la serpiente del poder. Característica por demás vigente e inocultable.
Maquiavelo dixit: "Gobernar es hacer creer", y para hacer creer a los gobernados la realidad que diseña el poder es necesaria la propaganda, es decir, un complejo que amarre a todos los medios masivos de comunicación, escritos y electrónicos, para configurar su verdad y ejercer el poder, desfigurar su rostro verdadero.
Si vuelvo a decir que es un libro inteligente es porque lo escribió un amigo, es porque a pesar del pesimismo con que puede darse un tema tan escabroso y volátil como el poder, tiene en su prosa, en su sintaxis, el optimismo que posibilita la literatura y los discursos alternativos que brotan desde el pasamontañas y el periodismo honrado y sin tapujos. Me atrevo a decir que estamos con este libro ante una poética del poder, finalmente, un libro que ahora hace mucha mucha falta.

Sunday, December 03, 2006

El elemento maléfico

El tema de la apostasía —abandonar un grupo para entrar en otro, repudiar las convicciones políticas de la juventud para suscribir otras en madurez, transitar de una mocedad de izquierda a una militancia más segura y más remunerativa en el invito partido del Estado— no ha sido escamoteado nunca por la narrativa mexicana. El personaje que encarna ese drama (pasar de la edad de la ideología a la edad de la razón presidencial) ha estado aquí y allá, en novelas de José Revueltas, Carlos Fuentes, Martín Luis Guzmán.
Es el caso de Daniel Guarneros, el personaje de Sergio Pitol que comparece en Cuerpo presente (Ed. Era; México, 1990), en el cuento que da título al volumen y que fue escrito en Roma en 1962.
Hacia finales de los años 20 (la campaña vasconcelista), la década de los 30 (la época de Ninfa Santos, el Socorro Rojo Internacional, la recepción de los republicanos españoles, la expropiación petrolera, la esperanza cardenista), Daniel Guarneros vivió una etapa de entusiasmo político. Los años 30 fueron para él lo que los 60 para quienes sintieron en la Revolución cubana un sueño realizado. Sin embargo, más tarde, la vida llevó a Daniel Guarneros por otros derroteros, cuando aceptó un puesto en la Presidencia.
—Ya has dado muchos tumbos, mi viejo —le dijo un amigo de toda la vida—, y no me vengas con historias, es hora de que empieces a sentar cabeza. En todo me hallarás de acuerdo con tus ideas, ¿quién no habría de estarlo?, créeme, el Presidente es el primero. Puedes ya ir dando por hecho que trabajas con nosotros.
“Parecía que aquello le sucedía a otra persona... y no al que escribía, divertido, ante las perspectivas de jugosos sueldos, de una casa frente a las playas de Acapulco, de viejas, de viajes, en una tarjeta sebosa cuyo ángulo izquierdo reproducía el escudo nacional, su nombre, y abajo sus consabidos puntos: licenciado en derecho por la unam, laureado en ciencias económicas en el Collège de France, consejero en el departamento tal de la Secretaría de Hacienda, consejero en el Banco de Crédito Ejidal.”
¿El poder para qué? Para todo. Para vivir más. El poder por su valor de uso y su valor de cambio: el trueque de Fausto y Mefistófeles, el intercambio fatal de los reflectores que en un estadio del Berlín de los años 30 acribillan a Reiner Maria Brandauer en la película Mefisto. El poder, en la obra de Sergio Pitol, como equivalente de lo demoniaco: el elemento maléfico que frecuenta Thomas Mann, el de la tradición faustiana, como puede discernirse en “Del encuentro nupcial”, “Hacia Varsovia”, “Nocturno de Bujara”, y no menos en “Cuerpo presente”.
Pero cuando le comunicaron que esa misma noche se celebraría una junta para trazar el plan de campaña a seguir, “entonces empezó la pesadilla, esa sí muy concreta, muy al alcance de la mano, y el hombre que fue, el desleal, el chambista-arribista-oportunista, el tibio compañero de ruta desapareció del todo para revelar a otro que merecía distintos adjetivos: los que un idioma va acuñando para calificar por ejemplo a la hiena”.
Una noche se encuentra ante una copa de coñac en el bar del hotel Excélsior, en Roma, y empieza a recordar, es decir, a torturarse, en una especie de crisis en espiral descendente e insondable. La frase de un antiguo amor, Eloísa Martínez, resuena en sus tímpanos: “Eres un bicho; de ahora en adelante lo serás cada vez más. El Daniel que amé ha desaparecido para siempre.”
Militante de izquierda cuando joven, funcionario “progresista” ahora, dueño de una fortuna y de innumerables negocios, Daniel Guarneros va reconstruyendo interiormente cómo se fue incrustrando en las estructuras del poder gubernamental. “El alcohol no tenía alcances ni poder para aquietar terrenos de la conciencia convertidos en una pura llaga.”
En vez de responder al abierto reclamo de una rubia estupenda, Daniel Guarneros pensó en ese instante hasta qué punto se detestaba y de qué manera los hechos que conformaban su vida se habían vuelto estúpidos e innobles.
—Mira, primor —se oyó diciéndole a la rubia, ante una nueva botella—, aunque hablaras mi lengua no podrías comprenderme. Éramos muy chamacos y el maestro nos tenía convencidísimos... No se ha repetido en México una generación como la nuestra. Estábamos decididos a entregar hasta el pellejo si se hacía necesario. Nos faltaba claridad en cuanto a los fines, pero así y todo, créeme, nos lanzábamos a hablar en los mercados, en la Universidad, por la calle, por donde podíamos. Muchos fueron a parar a la cárcel, ¡qué importaba! Queríamos cambiarlo todo.
Pitol sabe que el tema ya se ha tratado en la novela mexicana, en José Revueltas y, sobre todo, en La muerte de Artemio Cruz, de Carlos Fuentes: el revolucionario que termina verdaderamente desgastado y se convierte en enemigo de todo lo que defendió. En las novelas de Mariano Azuela y en las de Martín Luis Guzmán desfilan hombres que en la lucha revolucionaria pierden sus ideas sin darse cuenta y se vuelven una copia de aquella clase a la que combatían y detestaban. “Hay una transformación a través de los años y en algunos casos una verdadera traición. Hay un adormecimiento de su ser, de su combatividad y su integridad personal, de su capacidad de indignación y de raciocinio, de su juicio crítico y moral”, me dijo Sergio Pitol en una entrevista de 1968.
Es una constante en la novela mexicana: las antiguas convicciones revolucionarias se convierten en formas casi de rapiña, de apropiación del país.
Sin embargo, su personaje sigue siendo un funcionario “de izquierda” y podría ser, al conservar sólo el discurso progresista, una metáfora individual de lo que sucedió con la Revolución mexicana.
“No”, dice Pitol. “Daniel Guarneros cambió y trata de matar a su ser anterior. Por eso le vienen esas rachas de desprecio por sí mismo, cuando se siente solo. Seguramente cuando se le pasa la cruda, vuelve a ser el hombre de negocios, el empresario, el funcionario aparentemente liberal.”
Pero Daniel Guarneros se justifica diciendo que en su oficina de investigaciones políticas de pronto le salva la vida a una ex compañera, le borra su ficha policiaca, evita que la detengan o la torturen.
No denuncia a Eloísa Martínez en el informe preparado sobre actividades “que comenzaban a considerarse subversivas; relación que pudo hacer mejor que nadie pues tenía para ello datos de primera mano: su colaboración con los otros: comités de apoyo a la expropiación petrolera, grupos de solidaridad con la República Española, organizaciones contra el fascismo, y ella, Eloísa, ¿no había sido miembro del Socorro Rojo Internacional, del Comité de ayuda a Rusia en guerra y demás zarandajas por el estilo? No, no, debía una y mil veces dejar constancia de que no se trataba de una traición”.
Sin embargo, qué difíciles se le hicieron aquellas noches de sudores helados... “Agua que no fluye se estanca”, se repetía y era de los hombres sensatos, avanzar, madurar. “¿Que hubo ese cambio? Bien, sí, sí, lo hubo; evolucionó, se transformó, pero sabía que su destino individual se deslizaba por la corriente de la historia. Los tiempos eran otros: allí residía el meollo de la cuestión que Eloísa y sus vagabundos, alocados compañeros, se negaban a comprender. La época de ninguna manera era la misma. México debía industrializarse, avanzar, desarrollarse, crear capital”.

El paradigma propagandístico

Como vivimos en casa tiempos de propaganda e intolerancia, no está de más evocar en estos días al doctor Joseph Paul Goebbels quien, sin ninguna hipocresía, se atrevió por primera vez en la historia a dar a su oficina de comunicación social el nombre que verdaderamente le correspondía: Ministerio de Propaganda.
Goebbels dio en los años treinta a la mentira categoría de ciencia y arte. Se jactaba, no sin razón, de haber dado al vocablo propaganda una connotación positiva. Antes de él no había habido en el mundo ningún ministerio de propaganda y convenció a Hitler de que lo creara con estas palabras: “Alemania perdió la guerra de 1914-1918 por no haber hecho bastante propaganda”.
Goebbels fue periodista y escritor, oficios que de no coronarse con la gloria intelectual resultan idóneos para las labores de desinformación. Nació en Rheydt, un pueblo de la Renania. Su padre había sido profesor de primaria o representante de una empresa holandesa de navegación por el Rhin. Su apellido, en lengua céltica, significa potro dorado. Desde la adolescencia, el padre de la propaganda moderna —no hay que olvidar que la radio se volvió medio masivo en la década de los treinta— sintió el llamado de las letras. Redactó periódicos manuscritos, cuya mordacidad contra los profesores le costó muy serios disgustos. Estudió filosofía en la Universidad de Heidelberg, bajo la dirección de un catedrático, Gunbold, que era judío. Goebbels también iba a ser profesor, pero, mientras tanto, cultivaba todos los géneros de la literatura y del periodismo. Escribió versos, que no querían publicar las revistas berlinesas, y artículos que los directores no terminaban de leer.
“Diminuto, la faz parda y escuálida, las manos como garras, un pie deforme envuelto en un zapato descomunal” —según lo retrata el estupendo redactor anónimo de una nota aparecida en la revista Tiempo que dirigía Martín Luis Guzmán en 1943 y de la que provienen la mayor parte de estos datos—, Goebbels escribió una novela, Micael, que no fue publicada porque los editores consideraron que su argumento era un plagio. Intentó, por otra parte, y en vano, que el dramaturgo Max Reinhardt, también judío, pusiera en escena sus comedias.
A los 27 años, en 1923, Goebbels consiguió la secretaría del Partido Nacionalsocialista Obrero, el futuro núcleo nazi, de Dusseldeorf. Le daban 200 marcos diarios, que no era mucho dinero debido a la constante inflación. Un año después llegó a la redacción de un diario nazi de publicación casi secreta, el Volkischer Freiheil, y Paul Strasser, un boticario bávaro, corpulento y alpinista, que dirigía a la sazón la propaganda del partido, puso en sus manos una revista sin lectores, la National Sozialische Briefe.
El mismo Strasser recomendó a Goebbels para que colaborara con la jefatura del partido en Berlín. Al principio, rodeado de fornidos guardaespaldas, Goebbels hacía propaganda hablada en las cervecerías de los barrios populares, pero muy pronto se apoderó del periodismo nazi en la capital, arrebatándoselo a su protector Strasser. Ya por su cuenta, el padre de la propaganda moderna fundó un diario agresivo y procaz: Der Angriff (El ataque). Entre 1923 y 1933, resaciéndose de su “larga inetidez”, dice el redactor anónimo de Tiempo, dio a la estampa una docena de volúmenes. En uno de ellos, Del Hotel Kaiserhoff a la Cancillería, cuenta toda la historia del nazismo hasta la asunción de Hitler.
Ya para entonces la muy bien aceitada maquinaria de propaganda de Goebbels andaba a todo marcha y había rendido estupendos frutos, pero, gracias a los recursos del erario público, su importancia se centuplicó. A finales de 1933 costaba al pueblo alemán 200 millones de marcos anuales y su presupuesto fue aumentado en 1941 a mil 200 millones de marcos.
Un ejército de funcionarios, redactores, experiodistas, fotógrafos, encuadrados en dos direcciones generales y 250 negocios, estaba a las órdenes de Goebbels, tan sólo en Berlín. El Ministerio de Propaganda ocupaba en la capital alemana tres grandes edificios emplazados cerca de la calzada de Charlotenburgo. Pronto se apoderó Goebbels del teatro y del cine alemanes, desplazando a propietarios y técnicos del antiguo régimen, aunque fueran ultranacionalistas y ministros de Hitler, como el multimillonario Hugenberg, dueño de una amplia red de periódicos y empresas cinematográficas.
En muchos aspectos el trabajo de Goebbels interfería en el de otros cabecillas nazis, capitanes de espías, como Hermann Esser, director del Departamento de Turismo.
La célebre Orquesta Sinfónica de Berlín, que durante los primeros años de la guerra había recorrido casi todos los países neutrales, recibía órdenes directas de Goebbels.
Los noticieros cinematográficos, especialmente las películas de guerra, como Victoria en el Oeste, se filmaron bajo la supervisión del taumaturgo de la propaganda nazi. Pero lo que en este asunto eran para Goebbels resonantes victorias políticas, “se transformaba por culpa de su donjuanismo faunesco, en contratiempos terribles: no había estrella de la que no intentase hacer barragana, y el empeño le valió más de una paliza”. Futbolistas, boxeadores —a Max Schmeling, el marido de la lindísima Any Ondra, lo explotó hábilmente en el ring y, como paracaidista, en la batalla de Creta—, “ciclistas y andarines estaban también bajo la jurisdicción del maquiavélico enano”, apunta el anónimo redactor.
En su ensayo sobre “El poder y la propaganda en la España de Felipe IV”, que se incluye en Rites of Power, de Sean Wilentz (University of Pennsylvania Press; Filadelfia, 1985), J. H. Elliott escribe: “More recent fashions in research, however, have introduced a nes and not ye fully integrated element into his post-Second World War pinture of the early modern state as a leviathan manqué. Contemporary fascination with the problems and possibilities of image making and ideological control has done much to inspire these fashions, and has helped to stimulate historical inquiry into attempts by those in authority to manipulate public opinion by means of ritual, ceremonial, and propaganda, whether in written, pictorial, or spoken form.
“Contemporary interest in the development of images and symbols by those in power has undoubtedly added an important new dimension to our knowledge and understanding of early modern Europe.”

Tanto en el sentido político como en el militar y el comercial, la información es una de las formas en que el poder se manifiesta y procura perseverar en su ser. Ya lo sabían los asesores de Napoleón y los espías del Tercer Reich. Ya lo han sabido desde hace muchos sexenios los gobernantes de México: se gobierna con los periódicos (aunque su tiraje sea mínimo: un poco más de 2 millones diariamente en toda la República), se consigue aparentemente la gobernabilidad a través de la radio y la televisión, se fabrica una “verdad”, una “realidad”, un “candidato presidencial” con los medios que en el caso mexicano más que de información son de gobernación. Es el valor de la propaganda (ya lo sabía Goebbels) que tanto sirve para imponer —desde un altavoz que aturde a todos los oyentes y dialogantes de la plaza— la versión de lo que aconteció el día anterior o para establecer una verdad electoral o “criminológica”.
Si gobernar es aparentar, como decía Maquiavelo (el padre involuntario de la propaganda, antes que Goebbels), si algo práctico nos enseñan los signos más obvios del actual régimen (1994) en los últimos años es a descifrar una estrategia: la de ir minando poco a poco, gota a gota, día a día, a la oposición.
Lo que nos enseña el descarado despliegue propagandístico es a confirmar, pues, esa estrategia elemental del poder para preservarse a través de muchos instrumentos (de ser posible pacíficos e incruentos, aunque también considere los riesgos calculados de la fuerza intimidatoria) entre los que se encuentran no sólo la compra de votos sino también los medios de información y propaganda.
Ningún gobierno como el del actual sexenio (1988-1994) había puesto tanto interés en su aparato de propaganda e intimidación. Ningún régimen anterior había sido tan sensible a la convicción de que “gobernar es hacer creer”, como postulaba, no sin humildad, el secretario florentino.
Dentro de una estrategia de sobrevivencia, a fin de mantener el poder a toda costa, el actual grupo gobernante ha diseñado, o instrumentado, o aterrizado, como suelen decir sus analistas intelectuales, una muy efectiva política de control de los medios que desde el punto de vista del interés presidencial ha tenido bastante éxito, y si la mayor parte de los mexicanos no lo reconoce, o no se ha dado cuenta del operativo, es porque sus instrumentalizadores son muy zorros. Muy astutos. Muy inteligentes. Tiran la piedra y esconden la mano. Todos lo hacen a escondidas. Montan las cosas, a través de terceros, pero no las actúan.
“El gobierno de Salinas”, escribió Luis Javier Garrido el 14 de agosto de 1992, “al hacer enormes erogaciones para promocionarles lo mismo en el país que en el exterior, confirma así el principio aplicable a todos los regímenes autoritarios: que quienes detentan el poder antidemocráticamente, a fin de poder gobernar, es decir para mantenerse en el poder y aplicar ciertas políticas, no pueden hacerlo sin el arma de la propaganda. No se trata por lo tanto sólo de una obsesión personal por fabricarse una imagen, sino de un requerimiento para ejercer el poder”.
Este proyecto propagandístico, ya consumado, se ha visto en los monumentales gastos en la prensa extranjera (muchos millones de dólares) para propaganda presidencial, en mantener a cientos de periódicos que integran una prensa de Estado —abunda Luis Javier Garrido—, “la cual actúa esencialmente como propagandista del poder”, y en “el abuso personal que hacen sistemáticamente los funcionarios públicos con fines políticos de autopromoción y para pagar propaganda de la dependencia a su cargo, directa o indirectamente, a través de gacetillas, anuncios, desplegados o esquelas”.
Desde 1988, más que antes, la Dirección de esta hazaña de las relaciones públicas ha logrado aglutinar en un solo equipo, en un solo ejército de informadores y deformadores, a medios pertenecientes tanto a la nación como a la iniciativa privada: tanto el periódico El Nacional como Unomásuno, tanto Excélsior, Novedades, El Heraldo, El Día, y la agencia Notimex, como los noticieros (24 Horas, Eco) de Televisa, del Canal 11, de Televisión Azteca y de Multivisión, se coordinan como una sola voz, o más bien: son coordinados como un solo agente de la desinformación que no excluye la calumnia ni la difamación. Este Complejo Propagandístico Gubernamental funciona ahora con una maquinaria tan bien aceitada como en 1988 y seguramente se perfeccionará en lo que resta del siglo.
Sin embargo, no hay que asombrarse tanto de los quehaceres —no siempre éticos, no siempre legales— de un poder que quiere perpetuarse y se siente amenazado. La propaganda, con otros nombres, ha existido prácticamente desde siempre, desde la Edad Media, desde los tiempos de Luis xiv y más tarde con Napoleón, en Francia, disimulada en lo que los militares llaman “guerra psicológica”.
La Congretatio de Propaganda Fide, de la que deriva la palabra, fue un organismo de la Iglesia católica para propagar la fe y combatir la acción de la Reforma. De 1592 a 1585, al papa Gregorio xiii reunió en esa congregación a tres cardenales para estudiar los medios más eficaces de hacer frente al protestantismo, pero en 1622, con la bula Incrustabili divine, Clemente viii instituyó la congregación de Propaganda Fide como un órgano permanente.
Maquiavelo no dedicó un capítulo especial a la propaganda, pero es evidente que está implícita a lo largo de toda su obra y que su teoría bien puede resumirse en la presunción de que “gobernar es hacer creer”, lo cual lo vuelve avant la lettre (y antes que Goebbels) el primer teórico de la propaganda en la historia.
Todo está en Maquiavelo, sabiéndolo leer: por ejemplo esta explicación suya en la teoría del “aparentar”: el Príncipe puede ser infiel a sus compromisos, pero debe parecer fiel. No es necesario que un príncipe posea todas las cualidades, pero es muy necesario que parezca tenerlas, “pues los hombres en general juzgan más por los ojos que por las manos, ya que todos es dado ver, pero palpar a pocos: cada uno ve lo que pareces, pero pocos palpan lo que eres y estos pocos no se atreven a enfrentarse a la opinión de muchos, que tienen además la autoridad del Estado para defenderlos”.
Tal vez la única carta que le queda para sobrevivir al actual grupo gobernante —un conjunto de patriotas, como los siete sumaris, que han tomado al país por asalto, para salvarlo, dicen— sea la propaganda. Y es una buena apuesta. La propaganda es un buen caballo de carreras. Efectivamente, se puede ganar con ella, pero lo cierto es que las sociedades, a la hora de la hora, son imprevisibles. Si hay sociedad civil la propaganda puede pasar, pero también: podría no pasar. Bastaría el freno ciudadano.
Por todo ello desde un innombrable Ministerio de Propaganda se orquestan las líneas editoriales e informativas de la mayor parte de los periódicos y canales de televisión, sean públicos (del Estado) o privados. Para los fines del efecto propagandístico tanto medios particulares como de la nación actúan como un solo ejército, en defensa de la clase gobernante.
La propaganda quiere controlar el futuro inmediato y, si es posible, a largo plazo, pero los pueblos son cajas de sorpresas, y la conciencia ciudadana puede neutralizar sus efectos.
El tema de nuestro tiempo es la propaganda, como nunca antes lo había sido, particularmente en México. No casualmente el hombre más rico del país, Emilio Azcárraga, es un propagandista (imprescindible para la casta en el poder). La globalización de los sistemas de comunicación por medio de satélites no había sido antes tan opresiva como lo es ahora.
Ciertamente lo que cuenta de los medios es su utilización, independientemente de su avanzada tecnología, pero así como en los años 30 entró la radio en los hogares de manera masivo (en Alemania, curiosamente, paralelamente al nazismo) ahora, a finales del siglo, también es el uso propagandístico de los medios audiovisuales e impresos lo que los ha pervertido: durante las 24 horas del día los contemporáneos de la última década del siglo xx reciben cantidades inconmensurables de propaganda disimulada como información o “periodismo”.
Lo que importa de la propaganda es la repetición, el efecto de conjunto. Sus operadores tienen que hacer el mayor ruido posible y el mayor número de veces para acallar los puntos de vista discordantes. No importa lo que diga éste o aquel escritor en un periódico, en una revista. (Vale más, en términos propagandísticos, un minuto de Jacobo Zabludovsky que, por ejemplo, un artículo crítico de Lorenzo Meyer.) La verdad que prevalece es la que promueve el aparato propagandístico del gobierno: la verdad del poder. El trabajo del Ministerio de Propaganda consiste en ir construyendo el presente histórico. El pasado se lo deja a los historiadores del régimen.
Una sociedad electronizada es así mucho más gobernable y manipulable que una sociedad alfabetizada. La masa razona menos si no lee. Por ello la propaganda es más eficaz a través de los medios electrónicos, promotores de una suerte de analfabetismo regresivo que aleja al público de la cultura gráfica. “Analfabetismo di ritorno” llaman al fenómeno los italianos y con esa expresión quieren definir la tendencia de los maass-media que, a través de la radio, la televisión, el cine, el video, difunden una cultura oral y visual que propician en la población el alejamiento de la palabra escrita.
En el caso que padecemos cotidianamente, pero sobre todo en épocas de fraude electoral, una posición optimista podría ser la de Carlos Monsiváis en su artículo sobre el vacío informativo que se le hizo al Exodo por la Democracia, la marcha que venía a la Capital (en 1991) de Tabasco: “Para institucionalizar y normalizar el pensamiento y el sentimiento democráticos hace falta regular de manera pública la intervención gubernamental, clarificar al máximo anuncios y subsidios, abrir la televisión al debate público, crear las presiones ciudadanas que en algo o en mucho disminuyen el monopolio informativo”.
Lo único que puede conjurar el efecto degradante de la propaganda, cuya madre es la mentira, es la barrera ciudadana: la verdad en los medios que, tarde o temprano, se abre paso. La verdad no puede sino prevalecer, porque por sí misma enseña, según decía Torcuato Tasso en La Jerusalén libertad.

De cadaverum crematione

El crimen y las llamas asolaban los diarios,
el país y los espíritus, a los que nada interesaba
tanto. Si al crimen no sucedía algún incendio,
el placer era incompleto.
--Elías Canetti,
Auto de fe.

Los zorros nos gobiernan. Son muy astutos. Difícilmente podría uno imaginar de lo que son capaces de hacer para que no nos demos cuenta de un acontecimiento. Son muy listos. Son muy zorros.
Por eso nos pasó de noche el día en que en un horno crematorio del Departamento del Distrito Federal, el jueves 26 de diciembre de 1991, se incineraron los votos de 1988. Fue como quemar el cuerpo del delito, que en el caso del asesinato podría ser el arma homicida, pero menos metafórico sería decir que fue como achicharrar el cadáver. ¿Por qué? ¿Por qué no nos dimos cuenta?
Porque así hacen las cosas los zorros: a veces a escondidas, a veces con un gran escándalo. Todo depende de que pongan a funcionar o no el Complejo Propagandístico Gubernamental. Son muy inteligentes.
Precavido, muy brillante (estudió en El Colegio de México), Manuel Camacho ya se había negado en agosto de 1988 a que se abrieran los paquetes de las elecciones presidenciales de ese año. Ahora, ahíto de legitimidad, se limitó a facilitar con un horno infalible la cremación de la voluntad ciudadana.
A Sergio Sarmiento no le pareció tan talentosa la jugada: “Si quienes ahora están tomando la decisión piensan que ésta garantizará que la historia olvide las dudas surgidas en torno al proceso electoral de 1988, cometen un grave error. Por el contrario, la destrucción de esta documentación asegurará que la historia registre finalmente como un hecho establecido el presunto fraude electoral de 1988, y que quienes están tomando ahora la decisión se vean simplemente confinados a un papel similar al que, con el paso del tiempo, los historiadores le han reservado a otros quemadores de libros y de documentación histórica”.
Los relámpagos de agosto de 1988 no ablandaron la cara dura de Manuel Bartlett ni el marmóreo y cenizo rostro de Fernando Elías calles, quienes al alimón, luego de “caído” el sistema (de cómputo), iban inventando cifras a las cinco de la madrugada. Ganaban con ello su sobrevivencia en la nómina, sin que ningún mexicano se percatara de la maniobra. ¿Por qué? Porque son muy listos. Son unos zorros. Muy astutos.
El par de alquimistas no sólo confesó el desvanecimiento del sistema el 6 de julio de 1988; también participó en el ocultamiento del 45 por ciento de las actas electorales y de la documentación de mil 434 casillas zapato (cien por ciento de los votos para el pri) junto con las 432 casillas, donde, según los resultados, los votantes cumplieron su obligación ciudadana en 36 segundos cada uno en promedio.
Los eficientísimos zorros del Complejo Propagandístico Gubernamental consiguieron, en efecto, al día siguiente del 26 de diciembre de 1991, que ningún periódico o canal de televisión (estatales o privados se disciplinan ante una orden del cpg) informara sobre la quema de los paquetes electorales.
Sólo en La Afición del viernes 27 de diciembre de 1991, Daniel Robles Luna logró colar en su nota informativa que “la Cámara de Diputados terminó ayer la incineración en un horno crematorio del Departamento del DF de los paquetes de la elección federal de 1988”. Se quemaron en total 10 toneladas de la documentación electoral que ocupaban en el Palacio Legislativo 6 mil metros cuadrados. El notario público 129 dio fe la cremación. ¿Cómo se llama este notario? No les fue concedido a los ciudadanos saberlo, pero se puede investigar.
Al abundar en el “compromiso histórico” que hermana ahora al pan con el pri —para empezar a compartir el poder—, Luis Javier Garrido escribió: “El caso más patético y significativo de este apoyo de la directiva del pan al gobierno lo ha constituido ahora el respaldar la propuesta priísta de incinerar los paquetes electorales de 1988 con el argumento de que nada significaban (20 de diciembre de 1991). Con esta decisión el pan dio un viraje de 180 grados a lo que fue su postura democrática en 1988, y no sólo avaló la consumación última del fraude y la destrucción de evidencias necesarias para la investigación científica: se situó en la línea del salinismo de reescribir la historia”.
Julieta González Irrigoyen, por su parte, no fue la única mexicana indignada por la operación de los zorros. No se aguantó el coraje y publicó una carta: “Las reformas y reformistas a la traqueteada Constitución sirvieron para disimular los verdaderos propósitos —que nunca fueron de enmienda ni mucho menos— de los piístas: desaparecer en el incinerador los paquetes electorales, que reposaban cifras reveladoras. Eran el cuerpo del delito y una vez chamuscados los restos del cadáver de la democracia pregonada en el discurso de 1988 todos recordamos con nostalgia los humos y las cenizas de esa tatema...”.
“...se trata de desaparecer memoria y testimonio de hechos concretos; allí no hay (¿había?) abstracciones ni supuestos viscerales; en los paquetes electorales permanecían impresas cifras, evidencias de una realidad que laceró el espíritu cívico de una ciudadanía que a pesar de los golpes de miseria e impotencia se decidió a elegir por la vía pacífica a sus gobernantes”.
Dijo lo suyo también Néstor de Buen: “...sólo el planteamiento de la posibilidad de destruir los paquetes electorales ha renovado todas las dudas, más que fundadas, acerca de la legitimidad”.
Más allá del cuerpo del delito quiso ir José Antonio Crespo al razonar que ahora “no es sólo la oposición la que habla del fraude de 1988, sino también el gobierno, con su decisión sobre la paquetería electoral. Su quema es el más claro reconocimiento de ese fraude”.
Para la inmolación de la memoria documental y colectiva se eligió calculadamente una semana de dispersión y vacaciones: días de laxitud y desatención civil como los que van del 25 al 31 de diciembre, ideales para las operaciones furtivas, perfectos para hacer cualquier cosa —como los ladrones— sin llamar la atención o actuar de manera vergonzante. En silencio. En secreto. Sin prensa. Sin propaganda.
“Quienes ahora han promovido o respaldado la decisión quedarán históricamente en la fina compañía de los ideólogos nazis y de los miembros de la Inquisición. Y éste es, para cualquier individuo consciente de la historia, un peso muy grande para llevar sobre las espaldas”, lamentó SS.
Pero, en fin, ya que no podemos cambiar la historia, como decía James Joyce, cambiemos de tema.


Crimen y poder

De niños siempre se nos dijo que era malo matar. Crecimos y ese precepto moral o religioso nos seguía pareciendo irrebatible. Al cabo de los años, tal vez en los momentos en los que se llega a lo que solía llamarse la “edad de la razón”, se nos informa con hechos que se vale matar, siempre y cuando se tenga —se ejerza— el poder.
La institución, pues, exime de responsabilidad al gobernante. El estadista que tiene que matar para preservar el poder no padece sentimientos de culpa ni se contrae ante los aguijonazos de una mala conciencia porque antes de asumir el poder debió, en lo más íntimo de su conciencia, resolver la siguiente pregunta: ¿soy capaz de matar? La suya es como la decisión del militar: no es deleznable privar de la vida a nadie si se viste el uniforme de la Patria; tampoco es un crimen si se mata en lucha abierta, en “buena ley”, en el campo de batalla según los patrones de la guerra clásica. La misma Iglesia católica, en la mejor formalidad canónica, justifica la privación de la vida (como la pena de muerte, por ejemplo: ¿no se cruzó de brazos Paulo vi ante el inmimente sacrificio de Aldo Moro?) según ciertas circunstancias y en relación a determinadas necesidades.
Ninguna de estas contingencias está disociada del poder.
La institucionalidad hace posible, entonces, la existencia del Estado impune. Se vale matar si se tiene el poder político (lo cual es como decir poder poderoso, vida vital, economía económica, nieve blanca, sangre roja) y si es necesario —casi siempre lo es— conservarlo. Esto ha sido desgraciada, trágicamente cierto desde la época de Julio César hasta la de Napoleón o la de Trumano o la de Álvaro Obregón y Calles o la de los militares que en su profesión llevan la penitencia de mancharse las manos de sangre.
Por tanto, por mucho que se diga que el poder es una estrategia, un efecto de conjunto, algo que está en juego en todo momento, no hay que perder contacto con sus formas más elementales de ejercicio. El poder es, siempre, en última instancia, poder de matar. parecería el más elaborado, el más sutil uso del poder el que permea las conexiones entre su instancia constituída, formal, y la que en la práctica, de hecho, tiene su vigencia socialmente. Sería el uso político de la delincuencia, según la expresión de Claude Ambroise, por parte del gobierno, como se hace palpable en las novelas de Jim Thompson, en los ensayos de H.M. Enzensberger, E.J. Hobsbawn o Henner Hesss.
Un conflicto más teórico que moral —o más moral que teórico— es el que concierne a la impunidad intrínseca del Estado. Si es malo matar, si es punible privar de la vida a un semejante, ¿por qué el crimen de Estado no merece castigo? Dostoievski no encontraba diferencia alguna entre firmar una sentencia de muerte, desde la distancia impersonal y apoltronada de un escritorio, estallarle las vísceras en los sótanos a un enemigo del Estado, o matar personalmente a un hombre a hachazos.
Tanto la utilización política del hampa como la formación de poderes punitivos, vengativos y políticos, reclaman la atención del ensayista alemán Henner Hess en su libro Mafia y crimen represivo (Akal Editor; Madrid, 1976): allí salva los convencionalismos más rancios de la criminología tradicional para recorrer con ojos nuevos lo que la sociedad ha producido en el campo de la lucha cotidiana por el poder y a través del poder.
La mafia es un sistema de gobierno informal, secreto, dentro del Estado, y su tolerada coexistencia, su complicidad, da cohesión a toda la estructura de poder o aceita sus mecanismos. Es una cultura: un intercambio fluído de favores. Por ello en Henner Hess el crimen represivo quiere designar justamente a esos crímenes que se cometen para la preservación, el fortalecimiento o la defensa de posiciones privilegiadas, en particular las de propiedad y poder.
Hess expone como una forma clásica de crimen represivo el de la mafia siciliana que se desarrolla en un cuadro cultural, antropológico e histórico, muy especial, y cuyas formas de operación, estilos y mecanismos de poder, se han extendido a muchas otras instancias de organización social tanto en la política como en los negocios y en las relaciones culturales y profesionales. El clientelismo propio de la organización mafiosa en la región occidental de Sicilia, es decir, de Palermo a Trapani, al oeste de la isla, o hacia el sur, hacia Agrigento, encuentra sus correspondencias en muchas de nuestras prácticas artísticas, políticas académicas. Es decir, en todas las relaciones en las que se trafican favores, en todos los mercados en los que cotidianamente se dé al poder un valor de uso y un valor de cambio. En el equilibrio que requiere la gobernabilidad, los poderes —el presidencial, el militar, el financiero— se extorsionan unos a otros.
Lo que de hecho existe en la práctica del poder informal, extraestatal, es un modo de ser mafioso: originalmente en Sicilia; hoy en día, en casi todo el mundo. Tiende a confundirse la acción legal del Estado, monopolizador del poder represivo, con la actuación de los grupos dispersos y tolerados, como la mafia o el cacicazgo, que llenan los vacíos de poder estatal en ciertas regiones.
así, la acentuada contraposición entre agrupaciones por un lado e instancias estatales por el otro sirve de criterio fundamental a Henner Hess: hoy se sigue hablando de Estado como si se tratase de una entidad abstracta, pero todo Estado tiene un determinado contenido de clase: la maquinaria del Estado tiene que emplearse, pues, en interés de una clase determinada. Y en donde este aparato estatal resulta demasiado débil como instrumento de dominio, o donde existen contradicciones dentro de la clase dominante —o donde el poder represivo del Estado no llega—, una parte de esa clase dominante puede apoyarse asimismo en medios de poder extralegales, ilegales desde el punto de vista jurídico, como por ejemplo las cosche (alcachofas) mafiosas.
En sus Crónicas mafiosas, Joan Queralt razona que “la mafia ha sido gubernamental de la misma forma que los gobiernos han contribuido a su afirmación como fuerza social en juego. Mafia y poder se han combatido —en una batalla muchas veces más formal que real— para unirse en aquellas otras ocasiones en que sus intereses aparecían vinculados a un proyecto o ambición comunes. Es por ello que, a diferencia de cierto terrorismo externo al sistema de poder, el fenómeno de la mafia de nuestros días debe verse como parte integrante del mismo poder. Un fenómeno interno producto del sistema y, en especial, de su degeneración”.

La cultura de la prefabricación

Ciertamente el poder engendra realidad, manipulándola y sistematizándola, pero también produce fantasías: la ficción, la inventiva, la mentira del poder.
La asociación entre novela y política no es nueva. Lo habitual, sin embargo, es que esta reunión conceptual sugiere el tema de la política en la novela o la relación que podría guardar el escritor con la política. Para otros lo que interesa de la cópula novela-política es más bien algo que tienen en común ambas: su capacidad de invención.
Si la novela es creadora de mundo ficticios, que nunca excederán la dimensión humana, el poder también es fabricante de ficciones. Hay una suerte de circularidad entre la literatura y la vida: dos planos en los que la realidad se convierte en ficción y la ficción en realidad. En el fondo se trata de un antiguo problema: el de la verdad y la mentira, el de la falsedad y la verosimilitud (o credibilidad).
Hay una esfera de la realidad, en la vida de todos los días, en que las cosas se confunden o mimetizan unas entre otras. No se sabe muy bien lo que es una invención o un hecho.
En cierto modo los protagonistas del poder —un procurador de justicia, un policía, un jefe de prensa., un secretario de Estado, un gobernador, un madrina— van construyendo una ficción cuando sueltan o retienen datos a la opinión pública. Ofrecen verdades a medias. Regalan mentiras completas. Cuando mucho su generosidad llega a mostrar una parte de la verdad. Ya lo había sospechado Leonardo Sciascia: “Para quien esté provisto de imaginación, el poder ha adquirido una cualidad fantástica; es realidad que se ha convertido en ficción”.
Los problemas, pues, para el ocultamiento de la verdad, o para su disfraz, desde el punto de vista de un representante del Estado, son muy semejantes a los de un dramaturgo, un cineasta, un novelista, o cualesquiera otros manipuladores profesionales de la realidad. Se trata de volverla verosímil.
Los novelistas dan versiones acerca de las cosas y las personas. Desde su punto de vista, escriben una visión del mundo y de la época que les tocó vivir. Así también, como si fuera un novelista de misterio o un dramaturgo, el Poder trabaja de enigma en enigma y ofrece sus soluciones: la verdad del poder. En 1968 el Poder novelizó a través de la prensa los acontecimientos del 2 de octubre y estatuyó su verdad de los hechos. En cierto modo Gustavo Díaz Ordaz escribió una mala novela sobre la masacre, pero nadie creyó en su versión y todo mundo dedujo, como en aquella obra de Agatha Christie, que el narrador era el asesino.
No fue menos autor de la novela del 10 de junio de 1971 Luis Echeverría, quien en algún momento de su juventud —según recordaba Pepe Alvarado— tuvo inclinaciones literarias. Gran distorsionador de la realidad, talentoso para el disimulo en la misma medida en que alguien es genial para el ajedrez, Luis Echeverría —a quien exculpó Carlos Fuentes— escribió una novela sobre la matanza de los Halcones. Creó personajes: las “fuerzas oscuras”. Imaginó una trama: “un conflicto entre estudiantes”. Y redactó una ficción que confió a un propagandista político de la televisión: “Definitivamente, Jacobo, vamos a investigar, y los culpables serán castigados”.
Con esto se aspira a hacer ver que los usufructuarios del poder son creadores de “realidad”, que muchas veces la “verdad” es como ellos quieren que sea. Véanse los constantes boletines de prensa descalificadores de la Dirección de Comunicación Social de la Presidencia de la República. No es otra la función de un Ministerio de Propaganda. De ahí el carácter mágico de la política. De ahí la necesidad de un Complejo Propagandístico Gubernamental a través de la radio, la televisión y la prensa escrita. Mientras mantienen el poder, sus beneficiarios se comportan como historiadores de lo inmediato, irrebatibles. Su narcisismo no les permite tolerar la mínima disidencia. Los medios de gobernación se ponen al servicio de su “verdad” y reproducen su versión de los hechos. Durante década nadie se atrevió a cuestionar la “verdad” de Plutarco Elías Calles y Álvaro Obregón sobre el asesinato del general Francisco Serrano y sus acompañantes en Huitzilac, Morelos, el 3 de octubre de 1927. Sólo una novela, La sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, supo preservar para la literatura —mediante una ficción paralela— el papel de decir la verdad.
Tarde o temprano, sin embargo, la verdad del poder se desvanece. Se tritura con el paso del tiempo. Mientras prevalece, en la medida en que sus autores detentan el poder, hay que saberla leer. El lenguaje y los actos del poder son como criptogramas, como palabras y frases que hay que saber ir descifrando. Los silencios también son signos como las elipsis y las omisiones de los novelistas: son como signos de puntuación. Es la novela del poder.
El caso Buendía está todo en los periódicos. Bastaría saberlos leer. Sobre todo en los diarios de los primeros días de junio de 1984. Las palabras y los hechos se desplazan como peces en una pecera. En las primerísimas crónicas, como la de Raymundo Riva Palacio en Excélsior, ya estaba la novela policiaca de Manuel Buendía. Sólo que había que saberla leer. Seguramente, como en el caso de Francisco Serrano asesinado en Huitzilac, tendremos que esperar 50 años para conocer la verdad.
Sin embargo, el caso Buendía fue teniendo innumerables autores: Victoria Adato, Paz Horta, Renato Sales Gasque, Zorrila Pérez, Jesús Miyazawa, y finalmente el subprocurador especial Miguel Ángel García Domínguez y algunos acusados, como Rafael Moro Ávila. Y es que del poliedro del caso Buendía sólo se permitió ver algunas de sus caras: las que buenamente concedió el fiscal especial en su último informe: un conjunto de verdades parciales que sólo sirvieron para dar más fuerza a la ficción y enriquecer el universo de dudas.
Pero sin duda alguna la práctica de la invención se ejerce con mayor libertad creativa en los casos prefabricados, es decir, cuando se resuelven crímenes prefabricando culpables.
“Los resultados en la resolución son espectaculares por la rapidez y aparente eficacia, pero de desastrosas consecuencias si de seguridad pública se trata. Con cualquier ciudadano se puede fabricar a un culpable, ni siquiera se necesita que tenga antecedentes penales, no hay apelación que valga cuando el mecanismo ha sido puesto en marcha: policías, ministerios públicos, jueces, magistrados y ministros condenan si clemencia y se convierten también en criminales, ya que un crimen es acusar, juzgar y sentenciar a un inocente. Cada crimen resuelto fabricando un culpable tiene por lo menos dos delincuentes sueltos: quien lo metió y quien lo fabricó, aunque éste haya sido premiado por la prontitud en la aparente solución”, ha escrito María Teresa Jardí.
“Decir que las cárceles están llenas de gente inocente no es exagerar en absoluto. Varios crímenes famosos cometidos en los últimos años así se han resuelto. Familias enteras destrozadas, en la miseria, tocando una y otra puerta, que siempre se cierra, mendigando una justicia que debieran poder exigir porque ningún funcionario quiere aceptar que el otro lo hizo mal, a pesar de que se conviertan en cómplices de la impunidad más vergonzosa: aquélla que emana del poder violando una garantía de importancia vital en cualquier democracia de seguridad jurídica.”
Vivimos, pues, en un país en el que no sólo se ve con naturalidad el ejercicio cotidiano de la tortura y el gobierno de las policías sino en el que, además, predomina la cultura de la prefabricación. Todos los días se le monta un delito a alguien. Se le inventan cargos (como en los años dorados de la Inquisición). Se colocan indicios para poder acusarlo. Se prefabrica, con gran imaginación escenográfica, el cuerpo del delito.
Y las elecciones, por lo demás, no son otra cosa que prefabricación. Tanto como la Presidencia misma de la República.

Unidos para progresar

Let me tell you about the very rich.
They are different from you and me.
F. Scott Fitzgerald.

La discreción o el secreto de los ricos mexicanos no ha hecho fácil la tarea de estudiarlos como grupo de poder desde el punto de vista político ni desde la perspectiva de la antropología social.
¿Quiénes son realmente los dueños del país? ¿Hay una diferencia sustancial entre los político y los empresarios en relación a su riqueza acumulada? ¿Quién es el hombre más rico de México: Emilio Azcárraga o Carlos Slim o Hank González, Miguel Alemán o Eugenio Garza Lagüera? ¿Son iguales los ricos capitalinos que los regiomontanos?
¿Realmente Raymundo Gómez Flores se benefició, más que Carlos Slim, del sexenio salinista? ¿Los ricos del df siguen siendo afrancesados, como en el pasado reciente, porfirista y reincidente, o ahora están más bien norteamericanizados, ya que a la menor provocación presumen de su inglés y no ocultan que ignoran el francés?
¿Qué tan ricos son los ricos mexicanos?
¿Son muy ricos? ¿Tanto como los ricos de Houston o como algunos árabes? ¿Cuál ha sido su relación de complicidad —su solidaridad de clase— con los presidentes de la República? El 23 de febrero de 1993 entre 25 y 30 de esos multimillonarios asistieron a una cena en casa de Antonio Ortiz Mena en la que éste, en presencia del Presidente de la República, les pidió que contribuyeran con 25 millones de dólares cada uno para el financiamiento del pri.
Entre las 200 fortunas más grandes del mundo en 1988, según la revista francesa l’Expansion se contaban por lo menos cinco mexicanos: Eugenio Garza Lagüera, Bernardo Garza Sada, Emilio Azcárraga Milmo, Alberto Bailleres y Mario Vázquez Raña.
Aún más, la revista Forbes (julio de 1993) cita a 13 prominentes hombres de negocios mexicanos entre los hombres más ricos del mundo. Emilio Azcárraga aparece como el más importante de México y se le atribuye una fortuna de 5 mil 100 millones de dólares. Carlos Slim figura con 3 mil 700 millones, mientras Bernardo Garza Sada y Eugenio Garza Lagüera son propietarios de más de 2 mil millones de dólares.
Otros afortunados que andan arriba de los mil millones de dólares y que enlista Forbes responden a los nombres de Marcelo Zambrano, Angel Lozada Gómez, Jerónimo Arango, Pablo Aramburozavala, familia Servitje Sendra, Alfonso Romo Garza, Alberto Bailleres, y otros.
“Una política neoliberal sin competencia política o económica, donde el Estado protege a los grandes monopolios —sean estos el pri, Televisa o Telmex—, da por resultado una inequidad monstruosa. Produce fortunas familiares o personales de 3,700 o 2,900 millones de dólares, en un país donde el 46.8 por ciento de los hogares tienen ingresos que no son superiores a tres salarios mínimos, y donde el ingreso per cápita apenas llega a 3,500 dólares anuales”, escribió Lorenzo Meyer el 24 de junio de 1993.
Pero la verdad es que ha sido muy difícil identificar las riquezas individuales de México que más que ostentarse se ocultan, como si fueran mal habidas. No existe aún un Quién es quien en el mundo de las inconmensurables fortunas mexicanas ni se ha editado en México un libro como The rich and the very rich, en parte porque —aunque reservado para ciertos casos de inquisición judicial— aún existe el secreto bancario y porque los ricos mexicanos han sido muy astutos para disimular sus bienes y sus cuentas, que se distribuyen entre diversos nombres de familiares o socios. Admiran mucho a los norteamericanos, les copian muchas cosas, pero no sus virtudes: la práctica, por ejemplo, de manera abiertamente —es decir: legalmente— la cuantía de sus acumulaciones individuales.
Sin embargo, el periodista investigador o el estudiante de antropología que prepara una tesis sobre los ricos mexicanos muy bien puede ir rastreando la identidad de estos tesoreros. Su método podría ser el del análisis y procesamiento de la información (todo está en los periódicos, sabiéndolos leer): recortes de prensa, revistas de negocios o financieras e incluso de modas. Vogue ha dedicado una sección a “hombres destacados”, como Lorenzo Servitje (pan Bimbo) o Moisés Cosío. Town & Country de vez en cuando se ha fijado en los milmillonarios (en dólares) mexicanos para recrear sus páginas. Recuérdese el famoso número de 1980 que tenía en la portada a Mónica Alemán Martell. O revísese su entrega de octubre de 1985 donde aparece el joven Jesús Almada Elías Calles vestido de cazador, con camisa de camouflage, una escopeta Beretta, un jaguar de dos años y su helicóptero matrícula xc-maz en Mazatlán, el reino de los Coppel y los Toledo Corro.
Otras fuentes valiosísimas son la nómina de quienes integran el Consejo Mexicano de Hombres de Negocios o el recientemente aparecido, publicado por el Fondo de Cultura Económica, libro de Roderic A. Camp: Los empresarios y la política en México: una visión contemporánea. El periodista investigador o el futuro antropólogo social podrían meter en una computadora todos los nombres y apellidos que allí se citan (Vallina, Madero Bracho, Legorreta, Espinoza Yglesias, Slim, Sada Zambrano, Borja, Claudio X. González, Jorge Larrea, Sánchez Navarro, Hank, Reynaud, Arango, Bailleres, Aranguren Castiello, Garza Sada o Garza Lagüera, Cosío, O’Farril, Santamarina, De la Macorra, Ballesteros, Prudencio López, Robinson Bours, Trouyet, Aguilar, y no muchos más) y llegar a establecer fehacientemente quiénes son los cien mexicanos más ricos en este final de siglo.
Por el lado de la informática, pues, es como podría arrancárseles las máscaras a estos milmillonarios en dólares que en México han provocado —con la solidaridad del pri — que los beneficios de la actividad colectiva —según lo ha escrito mil veces Lorenzo Meyer— estén tan escandolasamente concentrados. Sin embargo, una indagación más interesante sería la que dilucidara cuáles son las entretelas, el tejido de relaciones que se tienden entre funcionarios públicos —secretarios y subsecretarios de Estado, cuando menos— y estos afortunados acumuladores... en la compra y venta de empresas paraestatales, verbigratia.
No es necesario ser marxista para darse cuenta de que la verdadera solidaridad de clase se da entre los políticos priístas y los más poderosos multimillonarios mexicanos. No casualmente, el hombre más rico de México, Emilio Azcárraga, es un propagandista, y en la propaganda el grupo gobernante cifra su sobrevivencia en el poder. Junto a sus incuantificables negocios, al lado de las relaciones de poder que constituyen su única lógica, el Programa de Solidaridad (1992) no sólo era una hipocresía: también era una burla de la peor fe.
Lo único que cuenta son las relaciones de poder. No las ideas. Por eso los ricos mexicanos están con el pri y los funcionarios públicos están con los ricos, de tal manera que la novedad de esta segunda presidencia panista (la primera fue la de Miguel de la Madrid, reléanse los estatutos del pan y el programa de Clouthier) ha sido la de desvanecer para siempre las fronteras entre el llamado antes “sector privado” y el que, por pudor, aún guardaba las formas llamándose “sector público”.
Quien lo previó con total clarividencia desde 1976 fue el norteamericano, especialista en “proyectos nacionales”, Russell L. Ackoff, con estas palabras:
“Para afianzarse, los ricos dentro y fuera del gobierno suelen emplear la retórica del cambio y aun de la revolución, pero sus obras contradicen sus declaraciones. Hay una gran sutileza en el hecho de que los ricos de México se las ingenien para mantener la estabilidad del sistema actual y su desigual distribución de la riqueza y las oportunidades.
“Consiguen su propósito dividiéndose en dos campos aparentemente opuestos: el sector público y el privado; ambos se engarzan en un conflicto tan notorio como consciente. Sin embargo, inadvertida o deliberadamente, forman una coalición que obstaculiza cualquier cambio que pudiera mejorar la distribución de la riqueza o de las oportunidades. De ser consciente es posible que esta coalición fuera menos efectiva.”

Post scriptum. El 5 de julio de 1994 se reprodujo en la prensa mexicana una información de la revista Forbes, en la que se asentaba que México ocupó el cuarto sitio con más multimillonarios, después de Estados Unidos, Alemania y Japón.
“De 42 supermillonarios registrados en América Latina, hay 24 mexicanos, encabezados por Carlos Slim Helú (6 mil 600 millones de dólares), Emilio Azcárraga (5 mil 400 millones) y la familia Zambrano (3 mil 100 millones de dólares), cuya fortuna en conjunto es equivalente al presupuesto del Programa Nacional de Solidaridad (Pronasol) de los últimos cuatro años del sexenio.
“En las primeras 25 mayores fortunas del mundo, por riqueza neta, figuran Carlos Slim en el lugar 12 y Emilio Azcárraga en el 24.”






Encantadores

El rico nació en tercera base,
pero cree que metió un triple.
--Jon Winokur
, The rich are different

—Claro que los ricos son diferentes a nosotros —decía Ernest Hemingway en un mingitorio de París a Francis Scott Fitzgerald, que estaba al lado—. Es que tienen más dinero, ¿no te das cuenta?
Porque Francis Scott andaba obsesionado con los ricos. Fueron su tema primordial toda la vida. Y eso está en sus novelas: en El gran Gatsby, en Hermosos y malditos, y en sus cuentos como “Un diamante tan grande como el Ritz”, y sobre todo “El muchacho rico”. De este último es de donde proceden aquellas célebres frases:

“Let me tell about the very rich. They are different from you and me.”

Son unas líneas en que la idea más o menos es ésta: que los ricos siempre se sentirán mejores que nosotros porque empezaron desde muy temprano a gozar de las cosas de este mundo y no a medias res, es decir, a mitad del camino de la vida, como los nuevos ricos. Nacieron con eso: con la riqueza. Y son muy finos, muy suaves. No se aceleran. No se inquietan. Son muy educados y tolerantes. Son un encanto. Más de fondo, la delicada percepción de Fitzgerald viene a querer decir que en cualquier circunstancia, así sea que esté el amigo rico postrado en una cama de hospital invadido por el cáncer, siempre se sentirá no superior, pero sí mejor que uno. Podrán invitar a cenar a casa a un gran escritor, a un premio Nobel por ejemplo, y lo presumirán ante sus amigos. Bueno, pero casi siempre se considerarán mejor que el laureado escritor. ¿Por qué? Porque no fue rico desde niño (ni de grande).
Los estereotipos no son menos injustos que las generalizaciones. No es que sean muy buenos ni muy cultos ni muy encantadores. Eso depende de cada individuo. En general son bastante planos. Tienden mucho a hablar de trivialidades y hacen del desprecio un arte: miran a través de ti, te borran. Atraen a los secuestradores, a los cazadores de fortunas, a los gorrones y a los intelectuales. Son extravagantes, miserables, arrogantes, pueden mandar matar a alguien y no se les puede comprobar la autoría intelectual, tienen yates, jets, casa en Aspe, departamento en Miami. Pero también se les da a veces la filantropía: dan becas, ayudan a los hospitales, regalan sus trajes usados.
En 1970 en Madrid Juan García Hortelano, el novelista, decía que en los años 50 los narradores de su generación tuvieron que escribir una novela social para decir cosas que no se podían decir en la prensa censurada por la dictadura de Franco. Y las ideas que circulaban en aquella época tendían a presuponer que los ricos eran malos y los pobres, buenos. “Pero eso no es cierto”, decía Juan García Hortelano. “Es todo lo contrario. La novela española entonces era muy maniquea. Presentaba al burgués como un tipo infame y al obrero como a un tipo buenísimo. Me parece una de las tesis más reaccionarias que se puedan sustentar. Falsa, pero sobre todo muy reaccionaria. Porque lo que se debe contar en la novela es que el burgués es un tipo que está muy bien, y cómo no: se levanta hasta que ya no tiene sueño, tiene agua caliente todas las mañanas para bañarse. ¿Cómo no va a andar de buen humor? Es culto, inteligente y suele ser muy simpático, como toda la gente que no tiene demasiada carga de preocupaciones y está relajada y ha recibido su dosis diaria de los diferentes placeres. Lo horrendo consiste en que realmente el obrero es el que tiene mal carácter. Porque si vive sin agua, sin calefacción, de una manera miserable, sin poder aislarse con su señora en la noche porque todos están amontonados, no puede ser simpático, ni inteligente ni tierno ni bueno. Lo que hay que contar es cómo esta relación dialéctica es lo que está mal.”
Ahora, en cosa de dos o tres décadas, el discurso sobre los ricos —así proceda sin juicios ni resentimientos del pensamiento literario— ha cambiado. La palabra burgués ha caído en desuso. No se oye hablar ya de lucha de clases. Los recuentos anuales de revistas como Forbes o Fortune sobre las riquezas individuales —algunas de ellas mexicanas— despiertan el natural asombro, pero el estudio de las fortunas legales ni siquiera despierta la curiosidad de los institutos de investigaciones sociales ni el escrutinio de los periodistas críticos.
Tal vez se está imponiendo la moral del capitalismo o una discreta tolerancia. Finalmente la fortuna personal no garantiza la felicidad. Todos sufrimos y la vida es breve. A lo más que se puede llegar es a cuestionar un tipo de riqueza individual súbita, creada de la noche a la mañana, de un sexenio a otro, pero sólo cuando su legitimidad está en entredicho y afecta a terceros, es decir, al bien común.
A la mejor Fitzgerald estaba equivocado y los ricos no son tan diferentes. Habría que juzgar por individuo y no por clase: ver si han acumulado su riqueza sin explotar a nadie y sin el apoyo de presidentes y secretarios de Estado y gobernadores que están en el poder sobre todo para hacer negocios con sus amigos, privatizando industrias y servicios, transfiriéndose empresas telefónicas y monopólicas, dispensándose quiebras bancarias, en fin, disfrutando de su testaferretería.