Novela y periodismo negro
Bajo un sol como de Mexicali, justo en la mitad del verano, me bajé de un autobús Águila en la terminal de La Paz y vi que me esperaban mi amigo el periodista Mario Santiago y unos camaradas más.
—Hombre, no es para tanto —les dije—. ¿Por qué la recepción?
—Te quiero presentar aquí a unos colegas —me dijo Mario—. Martín de la Rosa es colaborador de Compás y acaba de escribir una novela. A ver qué te parece.
Pronto me vi compartiendo las noticias de la semana y haciendo preguntas porque tenía quince días sin leer los periódicos. Empezaba a sentir ya los efectos angustiantes de la abstinencia informativa y me agradaba, por tanto, estar de nuevo entre compañeros del gremio con quienes compartía el mismo lenguaje. Les conté que me había aislado en Comondú para escribir algunas cosas y vaciar mis archivos en la computadora y que lo había hecho precisamente con el fin de huir de la tiranía de la información en un lugar al que no llegan los periódicos y en el que no oía radio ni veía televisión porque está encajonado entre dos montañas de piedra.
—Pero, fíjense, qué cosa —les dije—. Cayó en mis manos ahora que venía en el autobús un ejemplar de la revista Proceso y me ha impresionado muchísimo la historia de un joven tijuanense que habla sobre la tortura. Es aterrador lo que ha estado sucediendo en la península y en todo el noroeste. Hace quince o veinte años nunca nos lo hubiéramos imaginado. Este ejercicio del periodismo negro —como le llama César Güemez— nos está haciendo ver algo que la novela policiaca mexicana, el cine mexicano y los corridos norteños no han logrado comunicarnos todavía. Por ejemplo, el dato de que cuando torturaban al narrador de esta historia tijuanense y le dispararon en la cabeza al personaje que estaba junto a él boca abajo, tirado en el suelo, sintió que le salpicaban una gotas “calientes”. Más adelante daba su versión sobre varios asesinatos y sus enigmas que han estado en las páginas de la prensa a lo largo de los últimos años. Más que los hechos en sí mismos, lo que sorprendía era la naturalidad con la que muchos jóvenes de la frontera, de Tijuana y de San Diego, ejecutaban sus homicidios para luego irse a echar una langosta a Rosarito. En el mismo número de la revista aparecía una reportaje sobre una abogada muy guapa de Guadalajara que había sido asesinada. Y todo parecía enlazar, como los capítulos de una misma novela y dentro del mismo contexto político, policiaco, delincuencial y militar. Era como si el director de cine norteamericano, Quentin Tarantino, autor de Perros de reserva y Pulp fiction, estuviera haciendo la película de los bajos fondos fronterizos: los mismos personajes, situaciones semejantes, la inconsciencia del mal, la banalidad de la violencia, un lenguaje coloquial coincidente.
Pensé entonces que, a falta de una novela realista que refiriera estas cosas, el periodismo negro de nuestro fin de siglo bajacaliforniano era el que mejor podía traducir ese mundo siniestro, deprimente y estremecedor que tanto ha venido a perturbar nuestra convivencia civil. La verdad no puede desprenderse de esa alaraca cotidiana que montan todas las noches los merolicos de los medios audiovisuales, pensé. La verdad sólo puede refugiarse en el libro, en un periodismo novelado que, aún sin emplear nombres propios de personajes reconocibles en el teatro de nuestra criminalidad, aproveche la densidad de las doscientas páginas y todos los recursos de la narrativa literaria para aspirar a una verdad más profunda y no a alcahuetear la verdad sucia de los abogados y los jueces: “la verdad conocida y la verdad que se busca”.
Un libro es un sistema de relaciones y puede escapar —como el ciclista que se fuga del pelotón— a la superficialidad propia de los noticieros y a la brevedad de los cables. Puede conjurar la transitoriedad de los hechos y procurar una permanencia inimaginable en el periódico que se tira a la basura y se olvida al día siguiente.
Conocí, pues, ese día de mi llegada a La Paz, a Martín de la Rosa. Luego luego me di cuenta de su sensibilidad periodística y su pasión por el misterio policiaco que, según me dijo, había empezado a cultivar muchos años atrás cuando se inició como reportero. No sólo sabe escribir, me dije. También sabe leer los periódicos y analizar los hechos. Topógrafo de oficio, sabe medir asimismo la gravedad y el carácter dramático de los acontecimientos y sus protagonistas, como hace aquí en su aún inédita Batir, la bajada del señor, una ficción literaria —entre la novela y el periodismo negro— que trata de radiografiar y comprender cómo las criaturas humanas se desdoblan en personajes y sobreviven, como en la tragedia griega, entre la vida y la muerte, entre la impunidad y la justicia. Martín de la Rosa no ha tenido aún la suerte editorial del Elmer Mendoza, de quien Tusquets publica Un asesino solitario, una novela escrita en sinaloense y que tiene que ver con el atentado a Colosio en Tijuana.
No sé qué tanto las historias provenientes de la realidad informan los diversos capítulos de esta novela. No conozco tanto la vida cotidiana de Baja California Sur ni los modos en que allí se administra la justicia como para que me conste siquiera uno de los acontecimientos reales o imaginarios simbólica o literariamente aludidos en el texto, pero me imagino que ha de ser como en todo el país: no se sabe quiénes son los ladrones ni quiénes los policías, en un campo en que el negocio de perseguir al narcotráfico es un poco menos lucrativo que el mismo narcotráfico. Lo que sí puedo decir como lector es que Martín de la Rosa ha construido narrativamente un mundo que, por extensión, refleja —desde el condado novelesco del sur bajacaliforniano— el grave momento que estamos viviendo los mexicanos en todo el territorio nacional a principios del milenio.
—Hombre, no es para tanto —les dije—. ¿Por qué la recepción?
—Te quiero presentar aquí a unos colegas —me dijo Mario—. Martín de la Rosa es colaborador de Compás y acaba de escribir una novela. A ver qué te parece.
Pronto me vi compartiendo las noticias de la semana y haciendo preguntas porque tenía quince días sin leer los periódicos. Empezaba a sentir ya los efectos angustiantes de la abstinencia informativa y me agradaba, por tanto, estar de nuevo entre compañeros del gremio con quienes compartía el mismo lenguaje. Les conté que me había aislado en Comondú para escribir algunas cosas y vaciar mis archivos en la computadora y que lo había hecho precisamente con el fin de huir de la tiranía de la información en un lugar al que no llegan los periódicos y en el que no oía radio ni veía televisión porque está encajonado entre dos montañas de piedra.
—Pero, fíjense, qué cosa —les dije—. Cayó en mis manos ahora que venía en el autobús un ejemplar de la revista Proceso y me ha impresionado muchísimo la historia de un joven tijuanense que habla sobre la tortura. Es aterrador lo que ha estado sucediendo en la península y en todo el noroeste. Hace quince o veinte años nunca nos lo hubiéramos imaginado. Este ejercicio del periodismo negro —como le llama César Güemez— nos está haciendo ver algo que la novela policiaca mexicana, el cine mexicano y los corridos norteños no han logrado comunicarnos todavía. Por ejemplo, el dato de que cuando torturaban al narrador de esta historia tijuanense y le dispararon en la cabeza al personaje que estaba junto a él boca abajo, tirado en el suelo, sintió que le salpicaban una gotas “calientes”. Más adelante daba su versión sobre varios asesinatos y sus enigmas que han estado en las páginas de la prensa a lo largo de los últimos años. Más que los hechos en sí mismos, lo que sorprendía era la naturalidad con la que muchos jóvenes de la frontera, de Tijuana y de San Diego, ejecutaban sus homicidios para luego irse a echar una langosta a Rosarito. En el mismo número de la revista aparecía una reportaje sobre una abogada muy guapa de Guadalajara que había sido asesinada. Y todo parecía enlazar, como los capítulos de una misma novela y dentro del mismo contexto político, policiaco, delincuencial y militar. Era como si el director de cine norteamericano, Quentin Tarantino, autor de Perros de reserva y Pulp fiction, estuviera haciendo la película de los bajos fondos fronterizos: los mismos personajes, situaciones semejantes, la inconsciencia del mal, la banalidad de la violencia, un lenguaje coloquial coincidente.
Pensé entonces que, a falta de una novela realista que refiriera estas cosas, el periodismo negro de nuestro fin de siglo bajacaliforniano era el que mejor podía traducir ese mundo siniestro, deprimente y estremecedor que tanto ha venido a perturbar nuestra convivencia civil. La verdad no puede desprenderse de esa alaraca cotidiana que montan todas las noches los merolicos de los medios audiovisuales, pensé. La verdad sólo puede refugiarse en el libro, en un periodismo novelado que, aún sin emplear nombres propios de personajes reconocibles en el teatro de nuestra criminalidad, aproveche la densidad de las doscientas páginas y todos los recursos de la narrativa literaria para aspirar a una verdad más profunda y no a alcahuetear la verdad sucia de los abogados y los jueces: “la verdad conocida y la verdad que se busca”.
Un libro es un sistema de relaciones y puede escapar —como el ciclista que se fuga del pelotón— a la superficialidad propia de los noticieros y a la brevedad de los cables. Puede conjurar la transitoriedad de los hechos y procurar una permanencia inimaginable en el periódico que se tira a la basura y se olvida al día siguiente.
Conocí, pues, ese día de mi llegada a La Paz, a Martín de la Rosa. Luego luego me di cuenta de su sensibilidad periodística y su pasión por el misterio policiaco que, según me dijo, había empezado a cultivar muchos años atrás cuando se inició como reportero. No sólo sabe escribir, me dije. También sabe leer los periódicos y analizar los hechos. Topógrafo de oficio, sabe medir asimismo la gravedad y el carácter dramático de los acontecimientos y sus protagonistas, como hace aquí en su aún inédita Batir, la bajada del señor, una ficción literaria —entre la novela y el periodismo negro— que trata de radiografiar y comprender cómo las criaturas humanas se desdoblan en personajes y sobreviven, como en la tragedia griega, entre la vida y la muerte, entre la impunidad y la justicia. Martín de la Rosa no ha tenido aún la suerte editorial del Elmer Mendoza, de quien Tusquets publica Un asesino solitario, una novela escrita en sinaloense y que tiene que ver con el atentado a Colosio en Tijuana.
No sé qué tanto las historias provenientes de la realidad informan los diversos capítulos de esta novela. No conozco tanto la vida cotidiana de Baja California Sur ni los modos en que allí se administra la justicia como para que me conste siquiera uno de los acontecimientos reales o imaginarios simbólica o literariamente aludidos en el texto, pero me imagino que ha de ser como en todo el país: no se sabe quiénes son los ladrones ni quiénes los policías, en un campo en que el negocio de perseguir al narcotráfico es un poco menos lucrativo que el mismo narcotráfico. Lo que sí puedo decir como lector es que Martín de la Rosa ha construido narrativamente un mundo que, por extensión, refleja —desde el condado novelesco del sur bajacaliforniano— el grave momento que estamos viviendo los mexicanos en todo el territorio nacional a principios del milenio.
1 Comments:
¿Que onda Maestro? buena pagina tenéis ¡Joder! me da gusto verla parece que voy a tardar varios días. Y de paso te dejo un afectuoso saludo para ti y tu hijo.
Guillermo Rubio.
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