El imperio bueno
A fines del año 2001, en uno de sus números de anticipación celebratoria del milenio, la revista Time reconsideraba la hegemonía actual de la hiperpotencia estadounidense: al empezar el siglo XXI, lejos de expandirse y tomar territorios más bien los devuelve, como sucedió con Panamá. Dejó de ser genocida, expansionista, y colonialista, de tal modo que en los últimos años se ha disuelto en el desgaste el antiguo discurso antiimperialista.
Al promediar el siglo, después de la guerra fría, Estados Unidos se ha reafirmado cono el país más poderoso de la Tierra en términos económicos,
militares, nucleares, marítimos, tecnológicos y culturales.
Como se vio en la guerra del Golfo y en Yugoslavia, es el único país que tiene mayor capacidad de movilización militar aérea. Tal vez ya no sea un poder imperialista, como lo ha sido, aunque sí imperial, según dijera Raymond Aron.
El caso es que, ante la nueva composición de poder, el discurso crítico de la hegemonía estadounidense está buscando otro lenguaje, más informado y menos ideológico que en el siglo pasado.
Este enfoque multidimensional y multidisciplinario quiere entender la hegemonía de Estados Unidos como un fenómeno inédito en la historia. Así lo intentan Ignacio Ramonet, Serge Halimi y Andrés Ortega, quien en su libro
más reciente, Horizontes cercanos (editorial Taurus) propone una visión de conjunto sobre los múltiples cambios que está sintiendo el planeta.
Hay otras potencias, reconoce Ortega, que ponen límites a la preponderancia estadounidense y que incluso le hacen perder poder, pero es un hecho que las decisiones de Estado o empresariales de Estados Unidos se imponen al resto del mundo. Un noventa por ciento de los programas operativos y navegadores de Internet son de empresas estadounidenses, Microsoft por ejemplo.
Asimismo en la geopolítica práctica, el gobierno de Washington es el de mayor capacidad persuasiva para gestionar las crisis, en el Ulster, Yugoslavia, Chipre, el Medio Oriente. Tiene también los medios militares y tecnológicos —aviones, satélites— para la lucha contra el narcotráfico y las guerrillas. Y por si todo esto no fuera mucho, la lingua franca que utilizan 1,500 millones de terrícolas (la cuarta parte de la población mundial) es el inglés, y no precisamente por Inglaterra. Y es, además, la lengua que reina en Internet.
No es un imperio malo, parecen decir las buenas maneras de este país que, según Newsweek, “no busca conquistar a otras naciones ni dominar sus culturas”. Todo es posible, por las buenas, en términos civilizados, pero el queso es mío. Puedes probar un poco, pero es mi queso y lo parto yo.
El paradigma estadounidense, pues, que tienen como referente tanto los países pudientes como los pobres, se difumina no de manera consciente. Penetra como la humedad. El neoliberalismo como modelo universal parece no encontrar réplica. “Para el gobierno estadounidense y sus resonancias
mediáticas, cualquier otro modelo ha dejado de ser legítimo. Y la mundialización no puede tener otros rasgos distintos que los de Estados Unidos”, dice Serge Halimi.
No sólo es la primera potencia nuclear y espacial: también ha asegurado el predominio científico, escribe Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique. Y además detenta el control de lo simbólico.
“En varios ámbitos, Estados Unidos se aseguró el control del vocabulario, de los conceptos y del sentido. Obliga a expresar los problemas que crea con palabras que propone.”
Ramonet no lo piensa como un imperio bueno, sino más bien como una “afable opresión” o un “delicioso despotismo”. Porque ese poder tiene que ver con la industria cultural (casi todas las películas que vemos provienen de Hollywood) y la conquista de nuestro imaginario.
Si a partir del mall se elabora una sensibilidad idéntica, piensa Ramonet, nuestra sumisión no se nos exige coercitivamente, “sino por encantamiento, apostando a nuestra capacidad de placer”.
“Sin que lo sepamos, este nuevo hipnotizador entra por la fuerza dentro de nuestro pensamiento, donde injerta ideas que no son nuestras. Para someternos, sojuzgarnos y domesticarnos mejor.”
Al promediar el siglo, después de la guerra fría, Estados Unidos se ha reafirmado cono el país más poderoso de la Tierra en términos económicos,
militares, nucleares, marítimos, tecnológicos y culturales.
Como se vio en la guerra del Golfo y en Yugoslavia, es el único país que tiene mayor capacidad de movilización militar aérea. Tal vez ya no sea un poder imperialista, como lo ha sido, aunque sí imperial, según dijera Raymond Aron.
El caso es que, ante la nueva composición de poder, el discurso crítico de la hegemonía estadounidense está buscando otro lenguaje, más informado y menos ideológico que en el siglo pasado.
Este enfoque multidimensional y multidisciplinario quiere entender la hegemonía de Estados Unidos como un fenómeno inédito en la historia. Así lo intentan Ignacio Ramonet, Serge Halimi y Andrés Ortega, quien en su libro
más reciente, Horizontes cercanos (editorial Taurus) propone una visión de conjunto sobre los múltiples cambios que está sintiendo el planeta.
Hay otras potencias, reconoce Ortega, que ponen límites a la preponderancia estadounidense y que incluso le hacen perder poder, pero es un hecho que las decisiones de Estado o empresariales de Estados Unidos se imponen al resto del mundo. Un noventa por ciento de los programas operativos y navegadores de Internet son de empresas estadounidenses, Microsoft por ejemplo.
Asimismo en la geopolítica práctica, el gobierno de Washington es el de mayor capacidad persuasiva para gestionar las crisis, en el Ulster, Yugoslavia, Chipre, el Medio Oriente. Tiene también los medios militares y tecnológicos —aviones, satélites— para la lucha contra el narcotráfico y las guerrillas. Y por si todo esto no fuera mucho, la lingua franca que utilizan 1,500 millones de terrícolas (la cuarta parte de la población mundial) es el inglés, y no precisamente por Inglaterra. Y es, además, la lengua que reina en Internet.
No es un imperio malo, parecen decir las buenas maneras de este país que, según Newsweek, “no busca conquistar a otras naciones ni dominar sus culturas”. Todo es posible, por las buenas, en términos civilizados, pero el queso es mío. Puedes probar un poco, pero es mi queso y lo parto yo.
El paradigma estadounidense, pues, que tienen como referente tanto los países pudientes como los pobres, se difumina no de manera consciente. Penetra como la humedad. El neoliberalismo como modelo universal parece no encontrar réplica. “Para el gobierno estadounidense y sus resonancias
mediáticas, cualquier otro modelo ha dejado de ser legítimo. Y la mundialización no puede tener otros rasgos distintos que los de Estados Unidos”, dice Serge Halimi.
No sólo es la primera potencia nuclear y espacial: también ha asegurado el predominio científico, escribe Ignacio Ramonet en Le Monde Diplomatique. Y además detenta el control de lo simbólico.
“En varios ámbitos, Estados Unidos se aseguró el control del vocabulario, de los conceptos y del sentido. Obliga a expresar los problemas que crea con palabras que propone.”
Ramonet no lo piensa como un imperio bueno, sino más bien como una “afable opresión” o un “delicioso despotismo”. Porque ese poder tiene que ver con la industria cultural (casi todas las películas que vemos provienen de Hollywood) y la conquista de nuestro imaginario.
Si a partir del mall se elabora una sensibilidad idéntica, piensa Ramonet, nuestra sumisión no se nos exige coercitivamente, “sino por encantamiento, apostando a nuestra capacidad de placer”.
“Sin que lo sepamos, este nuevo hipnotizador entra por la fuerza dentro de nuestro pensamiento, donde injerta ideas que no son nuestras. Para someternos, sojuzgarnos y domesticarnos mejor.”
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