Es que estudié en Harvard
México es fácil de dominar, basta
controlar a un solo hombre: el Presidente.
-Robert Lansing, 1925
No es ninguna novedad que las más recientes generaciones de funcionarios mexicanos se hayan educado en Estados Unidos. De hecho, es algo que viene sucediendo desde los años del presidente Plutarco Elías Calles (1924—1928); tal vez desde los años en que Manuel Gómez Morín se entrena en Nueva York como agente financiero del gobierno mexicano y se prepara para la instauración del Banco de México en 1925. Es decir, la gente del gobierno mexicano no va a estudiar astronomía ni física a Estados Unidos. Va a estudiar finanzas, al estilo americano.
A partir de entonces se esclarece sin ningún equívoco, luego de desvanecida la pólvora de la lucha armada, que México habrá de integrarse en muchas instancias a Estados Unidos, y no sólo en el ámbito económico. De hecho, desde el punto de vista militar México es —en la estrategia geopolítica norteamericana— parte de la Unión Americana. Una invasión a México por alguna potencia extramericana sería de inmediato repelida por los marines.
En la secretaría de Hacienda fue donde se empezó a tener la idea de que había que mandar a los funcionarios a prepararse en la academia norteamericana. Rodrigo Gómez, buen regiomontano, impulsaba mucho esta idea y luego les daba cargos importantes en el Banco de México a los graduados allá. Le fascinaba el estilo americano. Los gringos, caray, son la pura pirinola.
Cuando Carlos Tello renuncia a la secretaría de Programación en los años de López Portillo deja la puerta abierta para que ahora sí entraran de plano a salvar a la Patria los muchachos encabezados por el Licurgo mexicano, es decir, por el brillante y visionario estadista Miguel de la Madrid, que arrastró a los salinas, los zedillo, los córdobas, los aspe (bobos doctorados, les dice Arturo Cantú), hasta los penthouses de las finanzas públicas. Sus equivalentes más jóvenes se hacían de una aviaduría en Hacienda o en Programación, puesto que les conservaban el sueldo como beca para que se fueran a Dallas o a Ann Arbor, Michigan o de perdida a Tucson. Ahora las becas legales vienen del Conacyt y del Sistema Nacional de Investigadores.
Por eso no es de extrañar lo que escribiera, el 5 de febrero de 1924, el abogado Robert Lansing, secretario de Estado del presidente Woodrow Wilson durante los años de la primera guerra mundial y la época de Carranza y Villa aquí en México: entre 1915 y 1920.
Se trata de quien en enorme medida diseñó la diplomacia estadunidense por lo menos hasta los tiempos de Kissinger y de alguien que fue protagonista muy principal del famoso escándalo del telegrama Zimmermann en los años dieces, un hombre educado, medio intelectual, muy dado a la reflexión política y a la especulación histórica. Sabía de qué hablaba y hablaba con la natural prepotencia del imperio:
“México es un país extraordinariamente fácil de dominar, porque basta con controlar a un solo hombre: el Presidente. Tenemos que abandonar la idea de poner en la Presidencia mexicana a un ciudadano americano, ya que eso llevaría otra vez a la guerra.
“La solución necesita de más tiempo: debemos abrirle a los jóvenes ambiciosos las puertas de nuestras universidades y hacer el esfuerzo de educarlos en el modo de vida americano, según nuestros valores y en el respeto del liderazgo de los Estados Unidos.
“México necesitará administradores competentes. Con el tiempo, esos jóvenes llegarán a ocupar cargos importantes y eventualmente se adueñarán de la Presidencia. Sin necesidad de que Estados Unidos gaste un centavo o dispare un tiro, harán lo que nosotros queramos.”
Difícilmente podría suponerse un afán conspirativo en esta idea. Más bien se inscribiría en el espíritu civilizatorio wilsoniano: Wilson quería “civilizar” a México para bien de los mexicanos. Y sabía por lo demás que había que cultivar al gringo que todo mexicano de la clase media alta trae adentro.
Si en los últimos años los candidatos a la presidencia —patrocinados por el aparato estatal— como Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, a la primera provocación se ponían a presumir que estudiaron en Harvard (aunque fuera un semestre) o en Yale (José María Córdoba difundió la mentira de que se había doctorado en Stanford, al fin y al cabo que aquí estos güeyes, los mexicanos, no se van a dar cuenta), se debió en gran parte a la cultura del título que reina en la clase media mexicana. En el país de los ciegos el titulado es rey, no importa si sabe o no sabe. (A la mayor parte de los padres de familia les interesa comprar un título, no que sus hijos aprendan.) No tarda Gamboa, el propagandista de F. Labastida, en intentar apantallarnos con la novedad de que su “precandidato” hizo un postgrado en la Universidad de Wichita, Kansas. Tan sólo en el The New York Times de 2 de junio de 1999 —entre otras cosillas— se afirma que el licenciado Líebano Saénz
—el secretario del Presidente— es un “graduado” de la Universidad de Texas. ¿Dónde estudiarían Moctezuma, y Lajous el de Pemex, y Guillermo Ortiz, y Limón, y Espinoza, y De la Fuente, y Rosario Green? Habría que recorrer el Directorio de Funcionarios del Gobierno Federal. (Se los dejo de tarea.)
Se sabe por lo demás que en Inglaterra o en Bélgica las universidades confeccionan programas especiales para los muchachos ricos del Tercer Mundo, hijos de los políticos que gobiernan en África, Asia, los países árabes o los de América Latina. No es mala inversión entenderse con un presidente que estudió en Cambridge. Se facilitan las cosas. Se comparte la misma mentalidad. Y eso lo saben muy bien los ingleses, que no dan paso sin huarache como muy buenos imperialistas que han sido. ¿Qué tal si un egresado de la London School of Economics resulta de pronto ministro del petróleo en Kuwait o en Venezuela?
O sea, no se quiere decir que se les practica un lavado de cerebro. Las universidades norteamericanas son estupendas y cuentan entre las mejores del mundo. Basta mencionar a las de Cornell, Columbia, Princeton, Stanford, Michigan, Yale, Harvard, Notre Dame, Loyola, Northwestern, Minnesota. Son una maravilla y en ellas está el ejército más importante de los Estados Unidos: los jóvenes competitivos y estupendamente preparados. Son universidades serias; es decir, le dan un lugar importantísimo a la ciencia y a la investigación. No son como muchas de nuestras múltiples y pequeñas universidades privadas en las que es imposible estudiar astronomía, química, física, biología, metamáticas. Generalmente son centros de estudio privados en los que sólo se tienen carreras de contabilidad, derecho, y ah, oh, Ciencias de la Comunicación. Carreras suaves, administrativas, de servicios.
El joven funcionario mexicano se desliza de modo natural y embelesado en el sentido común de la cultura norteamericana. En la universidad se aprende a pensar. Y entre los 22 y los 28 años, el muchacho se hace hombre pensando en inglés. De ahí que no se trate de ningún traidor a la Patria sino de alguien cuya visión del mundo —su ética, su racionalidad, su lógica, su sintaxis— ha sido moldeada en la matriz ideológica de la universidad estadunidense. No es ni bueno ni malo. Así es. Luis Téllez Kuenzler, nuestro ministro de energía titulado en al Massachusetts Institute of Technology, piensa y actúa como piensa porque su alma se pulió en las aulas de Nueva Inglaterra. No podría tener otra mentalidad. Y su caso no es distinto al de muchos funcionarios que, desde los tiempos del sonorense Plutarco Elías Calles y Miguel Alemán, entendieron la inevitabilidad de la integración de México a los Estados Unidos.
Así, los funcionarios mexicanos no pueden tener ideas originales: tienen ideas americanas.
[1999]
controlar a un solo hombre: el Presidente.
-Robert Lansing, 1925
No es ninguna novedad que las más recientes generaciones de funcionarios mexicanos se hayan educado en Estados Unidos. De hecho, es algo que viene sucediendo desde los años del presidente Plutarco Elías Calles (1924—1928); tal vez desde los años en que Manuel Gómez Morín se entrena en Nueva York como agente financiero del gobierno mexicano y se prepara para la instauración del Banco de México en 1925. Es decir, la gente del gobierno mexicano no va a estudiar astronomía ni física a Estados Unidos. Va a estudiar finanzas, al estilo americano.
A partir de entonces se esclarece sin ningún equívoco, luego de desvanecida la pólvora de la lucha armada, que México habrá de integrarse en muchas instancias a Estados Unidos, y no sólo en el ámbito económico. De hecho, desde el punto de vista militar México es —en la estrategia geopolítica norteamericana— parte de la Unión Americana. Una invasión a México por alguna potencia extramericana sería de inmediato repelida por los marines.
En la secretaría de Hacienda fue donde se empezó a tener la idea de que había que mandar a los funcionarios a prepararse en la academia norteamericana. Rodrigo Gómez, buen regiomontano, impulsaba mucho esta idea y luego les daba cargos importantes en el Banco de México a los graduados allá. Le fascinaba el estilo americano. Los gringos, caray, son la pura pirinola.
Cuando Carlos Tello renuncia a la secretaría de Programación en los años de López Portillo deja la puerta abierta para que ahora sí entraran de plano a salvar a la Patria los muchachos encabezados por el Licurgo mexicano, es decir, por el brillante y visionario estadista Miguel de la Madrid, que arrastró a los salinas, los zedillo, los córdobas, los aspe (bobos doctorados, les dice Arturo Cantú), hasta los penthouses de las finanzas públicas. Sus equivalentes más jóvenes se hacían de una aviaduría en Hacienda o en Programación, puesto que les conservaban el sueldo como beca para que se fueran a Dallas o a Ann Arbor, Michigan o de perdida a Tucson. Ahora las becas legales vienen del Conacyt y del Sistema Nacional de Investigadores.
Por eso no es de extrañar lo que escribiera, el 5 de febrero de 1924, el abogado Robert Lansing, secretario de Estado del presidente Woodrow Wilson durante los años de la primera guerra mundial y la época de Carranza y Villa aquí en México: entre 1915 y 1920.
Se trata de quien en enorme medida diseñó la diplomacia estadunidense por lo menos hasta los tiempos de Kissinger y de alguien que fue protagonista muy principal del famoso escándalo del telegrama Zimmermann en los años dieces, un hombre educado, medio intelectual, muy dado a la reflexión política y a la especulación histórica. Sabía de qué hablaba y hablaba con la natural prepotencia del imperio:
“México es un país extraordinariamente fácil de dominar, porque basta con controlar a un solo hombre: el Presidente. Tenemos que abandonar la idea de poner en la Presidencia mexicana a un ciudadano americano, ya que eso llevaría otra vez a la guerra.
“La solución necesita de más tiempo: debemos abrirle a los jóvenes ambiciosos las puertas de nuestras universidades y hacer el esfuerzo de educarlos en el modo de vida americano, según nuestros valores y en el respeto del liderazgo de los Estados Unidos.
“México necesitará administradores competentes. Con el tiempo, esos jóvenes llegarán a ocupar cargos importantes y eventualmente se adueñarán de la Presidencia. Sin necesidad de que Estados Unidos gaste un centavo o dispare un tiro, harán lo que nosotros queramos.”
Difícilmente podría suponerse un afán conspirativo en esta idea. Más bien se inscribiría en el espíritu civilizatorio wilsoniano: Wilson quería “civilizar” a México para bien de los mexicanos. Y sabía por lo demás que había que cultivar al gringo que todo mexicano de la clase media alta trae adentro.
Si en los últimos años los candidatos a la presidencia —patrocinados por el aparato estatal— como Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo, a la primera provocación se ponían a presumir que estudiaron en Harvard (aunque fuera un semestre) o en Yale (José María Córdoba difundió la mentira de que se había doctorado en Stanford, al fin y al cabo que aquí estos güeyes, los mexicanos, no se van a dar cuenta), se debió en gran parte a la cultura del título que reina en la clase media mexicana. En el país de los ciegos el titulado es rey, no importa si sabe o no sabe. (A la mayor parte de los padres de familia les interesa comprar un título, no que sus hijos aprendan.) No tarda Gamboa, el propagandista de F. Labastida, en intentar apantallarnos con la novedad de que su “precandidato” hizo un postgrado en la Universidad de Wichita, Kansas. Tan sólo en el The New York Times de 2 de junio de 1999 —entre otras cosillas— se afirma que el licenciado Líebano Saénz
—el secretario del Presidente— es un “graduado” de la Universidad de Texas. ¿Dónde estudiarían Moctezuma, y Lajous el de Pemex, y Guillermo Ortiz, y Limón, y Espinoza, y De la Fuente, y Rosario Green? Habría que recorrer el Directorio de Funcionarios del Gobierno Federal. (Se los dejo de tarea.)
Se sabe por lo demás que en Inglaterra o en Bélgica las universidades confeccionan programas especiales para los muchachos ricos del Tercer Mundo, hijos de los políticos que gobiernan en África, Asia, los países árabes o los de América Latina. No es mala inversión entenderse con un presidente que estudió en Cambridge. Se facilitan las cosas. Se comparte la misma mentalidad. Y eso lo saben muy bien los ingleses, que no dan paso sin huarache como muy buenos imperialistas que han sido. ¿Qué tal si un egresado de la London School of Economics resulta de pronto ministro del petróleo en Kuwait o en Venezuela?
O sea, no se quiere decir que se les practica un lavado de cerebro. Las universidades norteamericanas son estupendas y cuentan entre las mejores del mundo. Basta mencionar a las de Cornell, Columbia, Princeton, Stanford, Michigan, Yale, Harvard, Notre Dame, Loyola, Northwestern, Minnesota. Son una maravilla y en ellas está el ejército más importante de los Estados Unidos: los jóvenes competitivos y estupendamente preparados. Son universidades serias; es decir, le dan un lugar importantísimo a la ciencia y a la investigación. No son como muchas de nuestras múltiples y pequeñas universidades privadas en las que es imposible estudiar astronomía, química, física, biología, metamáticas. Generalmente son centros de estudio privados en los que sólo se tienen carreras de contabilidad, derecho, y ah, oh, Ciencias de la Comunicación. Carreras suaves, administrativas, de servicios.
El joven funcionario mexicano se desliza de modo natural y embelesado en el sentido común de la cultura norteamericana. En la universidad se aprende a pensar. Y entre los 22 y los 28 años, el muchacho se hace hombre pensando en inglés. De ahí que no se trate de ningún traidor a la Patria sino de alguien cuya visión del mundo —su ética, su racionalidad, su lógica, su sintaxis— ha sido moldeada en la matriz ideológica de la universidad estadunidense. No es ni bueno ni malo. Así es. Luis Téllez Kuenzler, nuestro ministro de energía titulado en al Massachusetts Institute of Technology, piensa y actúa como piensa porque su alma se pulió en las aulas de Nueva Inglaterra. No podría tener otra mentalidad. Y su caso no es distinto al de muchos funcionarios que, desde los tiempos del sonorense Plutarco Elías Calles y Miguel Alemán, entendieron la inevitabilidad de la integración de México a los Estados Unidos.
Así, los funcionarios mexicanos no pueden tener ideas originales: tienen ideas americanas.
[1999]
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