Wednesday, September 06, 2006

La tentación apocalíptica

De lo que no se puede
hablar hay que callar.
Ludwig Wittgenstein

La decisión de no hablar de cosas de la actualidad política y limitarse a glosar las insinuaciones de la literatura —que no aspira al análisis ni fórmula leyes y se contenta con evocar, sugerir, insinuar, describir, como creía Octavio Paz— pierde su sentido cuando la demencia política establece un hecho inédito en la historia, más por su espectacularidad y su número de víctimas y su crueldad que por su sangre tantas veces derramada en el pasado porque unos no piensan como los otros, porque unos no tienen el sistema de creencias que los otros.
Nadie ignoraba que los aviones civiles fueran bombas volantes cargadas de inocentes, pero vemos que su utilización si estaba en la imaginación terrorista no menos que en la inventiva cinematográfica o de la ciencia ficción. Los fálicos fuselajes alados se encajaron en la cabeza del imperio y su penacho de humo y llamas, todavía a cuarenta y ocho horas del atentado, nos dejaron atónitos. No sé si una conflagración atómica como la que extinguió a Hiroshima y Nagasaki tuvo igual impacto en los espectadores que no la vieron por televisión. O no tuvieron tiempo de verla. El caso es que las obligadas conjeturas de los editorialistas y los locutores audiovisuales apenas explican nada. Lo único que siente uno es la tentación de coronar los cientos de artículos y fotografías publicados, como si la poesía fuera el refugio de la verdad, con decenas de epígrafes de T. S. Eliot:

Así es como acaba el mundo.
Así es como acaba el mundo.
Así es como acaba el mundo.
No con un estallido sino con un quejido.

Triunfó el estallido en el circo mediático pero no se escuchó el quejido, el silencio de los pasajeros aéreos, los empleados de las oficinas, los bomberos de la tierra baldía en que en unos minutos se trastocó el sur de Manhattan. Una y mil veces vimos las naves de nuestros sueños transmutarse en hogueras y de manera irónica todo creaba la sensación de los déjà vu. La realidad imitaba al cine o la tragedia parecía salida de, o producida por, la literatura.
El silencio militar, el silencio de inteligencia estadunidense no ha querido especular como lo hizo luego del bombazo de Oklahoma y atribuir automáticamente la culpabilidad criminal a los musulmanes o a otros fundamentalistas, acaso porque dentro del país el huevo de la serpiente fascista ha dado ya muestras de su sorda beligerancia y existen terroristas que también tienen los ojos azules, la piel blanca y una capacidad de fuego y de demolición tan competente como la de los ingenieros militares.
Rubén Moheno ha escrito recientemente, en La Jornada, que una de las desventajas del servicio secreto de los Estdos Unidos, de sus agencias de seguridad e “inteligencia”, ha sido el desconocimiento de otros idiomas. Como suponen al inglés la lingua franca del imperio han descuidado el reclutamiento de expertos en árabe, chino, eslovenco, y la enorme información que recaban no alcanza a ser descifrada por los traductores profesionales, de tal manera que pasan días y semanas sin que puedan enterarse de muchas cosas.
Por otra parte, para cualquiera que la haya visitado a lo largo de su vida, Nueva York es una ciudad entrañable. No es posible no tenerle cariño. Sus pancakes con miel de maple son los mejores del mundo, y sus calles, sus plazas, el barrio de Gramercy Park, los rincones de Woody Allen, los muelles que miran hacia Brooklyn, las pescaderías, lo sitúan a uno en una dimensión cultural y urbana entre lo europeo y lo estadunidense, entre lo cosmopolita y lo vernáculo. De pocas ciudades se conmueve uno tanto como de Nueva York, al vislumbrarla desde los puentes que se tienden desde Long Island, cuando se llega del aeropuerto Kennedy. ¿Qué habrán pensado tantos amigos que están allá, Hugo Hiriart, Carmen Boullosa, Yvonne Venegas, Adriana González Mateos?
David Huerta ha recordado en un artículo reciente la Nueva York que se dibuja y se huele en los poemas de García Lorca (“¡Qué raro que me llame Federico!”). David Huerta dice que casi todos los versos de Poeta en Nueva York se pueden citar esta semana:

Manzanas levemente heridas
por finos espadines de plata,
nubes rasgadas por una mano de coral
que lleva en el dorso una almendra de fuego.

Un antes y un después se marca con la fecha del 11 de septiembre. La paradoja del más poderoso de los países emana de su fragilidad, de la incapacidad de todos para saber qué piensa el otro. En El agente secreto, de Joseph Conrad, en Los demonios, de Fedor Dostoievski y en Los justos, de Albert Camus, los lectores de libros han conocido el drama insondable del terrorismo. Pero incluso las palabras de la ficción literaria, los personajes, las situaciones, las invenciones y las mentiras del oficio, no bastan para hacer comprender el horror.
Kurtz en El corazón de las tinieblas, Marlon Brando en Apocalypse Now, grita en un susurro a alguna imagen, a alguna visión, grita dos veces, un grito que no es más que un suspiro:
“¡Ah, el horror! ¡El horror!”
En El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati, los centinelas de una guarnición militar tratan de otear en las lejanas tinieblas la presencia del enemigo. Pero la esperada, postergada batalla nunca se da. El enemigo no tiene rostro y a veces se duda de su propia existencia.
En la guerra que se avecina a medias, porque se ha dado un golpe de un lado y no del otro, las nociones de Sun Tzu y de Clausewitz se pierden como categorías inservibles, ahora sí, en una tierra de nadie que es todo el planeta, si se recuerda que tierra de nadie comporta una definición militar: la franja que se establece entre dos trincheras enemigas y que nadie pueda cruzar sin exponerse al fuego cruzado.
A pocos días de que se desencadenara la primera guerra mundial, Sigmud Freud le recordaba al doctor Frederik van Eeden que los impulsos primitivos, salvajes y malignos de la humanidad no han desaparecido en ninguno de sus individuos sino que persisten, aunque reprimidos, en el inconsciente y que sólo esperan la ocasión propicia para desenfrenar su actividad. Solemos perder la idea de nuestra fundamental impermanencia, de nuestra transitoriedad, de la frágil constitución de nuestro organismo.
Nos creemos eternos. Nos inventamos un sistema de creencias y deseamos creer que los demás están equivocados. “En el fondo nadie cree en su propia muerte”, escribe Freud, “o, lo que viene a ser lo mismo, en el inconsciente cada uno de nosotros está convencido de su inmortalidad”. La historia primordial de la humanidad está llena de asesinatos. Todavía hoy lo que nuestros niños aprenden en la escuela como historia universal, es, en lo esencial, una seguidilla de matanzas de pueblos.
Las guerras, añade Freud, no terminarán mientras los pueblos vivan en condiciones de existencia tan diversas, mientras difiera tanto el valor que cada uno de ellos atribuye a la vida del individuo y mientras los odios que los dividen sigan siendo unas fuerzas con tanto imperio en lo anímico.
El hecho de que procedamos según nuestra interpretación del mundo —la simple lectura geopolítica del sudeste asiático, una interpretación subjetiva y paranoica de los militares y de la Casa Blanca, organizó una absurda matanza de jóvenes estadounidenses y vietnamitas en los años setenta— sugiere que nos vemos forzados a actuar inteligente o tontamente según lo que ordenan nuestras actitudes emocionales y nuestras resistencias internas.
Y la nueva tecnología, lo que antes se denominaba “civilización”, en nada parece haber conjurado el instinto básico de matar y, no pocas veces, el deseo de ser matado. Al contrario, el regreso a la oralidad en la forma de comunicarnos —por el teléfono oral, la televisión oral, la radio oral— ha unificado a los terrícolas en una homologación de la realidad “virtual” y la verdad efectiva de las cosas. La televisión dejó de ser metáfora, dice Jean Baudrillard, para convertirse en una metástasis de la vida cotidiana. Y una metástasis viene siendo la reproducción de una enfermedad, después de extirpado el foco en que apareció primero.
El telefonino en Italia, el handy en Alemania, el portable en Fancia el móvil en España, el celular en Estados Unidos y, por supuesto, en México, pueden salvar vidas, pero también enriquecen la logística del narcotráfico, la operatividad del hampa y del terrorismo. Algunos de los señalados desechaban los celulares comprados a la vuelta de la esquina como kleenex. Los usaban una vez y los tiraban, habiéndolos comprado en cualquier tienda sin identificarse. Los cursos para volar un 767 o un Jumbo 747 se pueden comprar en disquets. Los simuladores de vuelo se ofrecen a cualquiera que desee aprender a volar o divertirse, estrellándose contra ciudades virtuales: Nueva York, Chicago, Londres, Tokio. Todo en casa, en la propia pantalla de la soledad. En la guerra moderna mueren un 80 por ciento de civiles y un 20 por ciento de soldados.
Y tal parece que en algunas vidas vacías, aburridas, desesperadas, la inminencia de la guerra les está cayendo de perlas. Los portadores de estas vidas se sienten, por fin, por una sola vez, protagonistas. Y parecen encantados por la sonrisa que anteponen al comprar máscaras antigás o al seguir el espectáculo por episodios: el conflicto, la trama, el suspenso, el bueno y el malo, el bien contra el mal, la película de su propia vida que estaban esperando, fascinados. Nunca se habían sentido tan importantes.
La obsesión por construirse un refugio nuclear a principios de la guerra fría, en los primeros años 50, quedó plasmada en un cuento de John Cheever: “El brigadier y la viuda del golf”. Sin tener con qué pagarlo, el esposo se las ingenia para mandar construirse, como toda la gente, un refugio antinuclear, con alimentos enlatados, agua, una capa de hormigón y de plomo, un rifle. Pero una noche la esposa lo descubre gritado solo: “¡Échenles la bomba! ¡Que vean quién es el que manda aquí! Dios mío, ¿cuándo va a terminar todo esto?”
“Estaba esperando que dijeras eso”, le dice su mujer. “Justo eso. Cuando firmaste el contrato para el refugio sin tener con qué pagarlo me di cuenta de tu plan. Lo que tú quieres es que se acabe el mundo, ¿verdad?, Charlie, ¿verdad?”

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