Wednesday, September 06, 2006

El narco

Erosionados por el tiempo y la memoria colectiva, los mitos del éxito y la violencia, de Robin Hood y del Llanero Solitario, sólo parcialmente se funden en el mito del narcotraficante mexicano: no se traducen intactos ni son idénticos porque la historia los ha decantado y el traficante que pasa por bandolero social —protagonista también de una protesta latente— no se limita a socorrer al prójimo ni a simular una misión de redentor o samaritano. Es un triunfador que sabe manejar la violencia. Es un aventurero que juega con el azar y comparte su fortuna con los amigos y los viejos conocidos de su pueblo. Todo el mundo lo respeta porque aspira a lo mismo que codician los políticos: el poder y el dinero, pero sin justificación discursiva ni coartada moral o ideológica.
Su papel en la sociedad es ambiguo: por una parte se muestra generoso y protector con la gente de su barrio, con sus familiares y amistades —que lo asimilan como a un héroe—, pero por otra su obsequiosidad tiene como fin sobornar a policías y jueces o introducir su dinero en el circuito financiero legal. Más que en una función altruista, su juventud se le va en la diversión y el derroche, en el disfrute de una existencia holgada que no desdeña los lujos, y en la parranda con corridos y tambora que le permite sobrellevar las tensiones y los peligros propios de su oficio como si jugara a la ruleta rusa. Y así —por su ambivalencia: por su desprendimiento y su crueldad, por su audacia y su cautela— como mito viene a llenar la necesidad que la gente tiene de dar sentido a su existencia.
Parte de la leyenda y el mito del narcotráfico son sus orígenes históricos —muchas veces imaginarios, invenciones que corren de boca en boca, de generación en generación— en el Noroeste mexicano. Unos dicen que los chinos fueron quiénes trajeron la maldita planta, que llegaron de Santa Rosalía, Baja California Sur, y se instalaron en Sinaloa, Sonora y el Valle de Mexicali, huyendo de los infernales trabajos en las minas del Boleo y en los campos agrícolas a principios de siglo; que trajeron la semilla de la amapola y la sembraron en sus huertos para su consumo íntimo. Durante la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados norteamericanos combatían en el Pacífico contra los japoneses y necesitaban morfina, los chinos fueron quienes asesoraron en los saberes de la goma a los campesinos pobres en las zonas serranas de Sinaloa. A nadie le consta que haya habido un convenio oficial entre México y Estados Unidos, pero el hecho es que se toleraba la siembra de la amapola en las inmediaciones de Badiraguato; por ejemplo, y se sabía que el microclima de Santiago de los Caballeros era perfecto para su cultivo.
La percepción que se tiene del narcotraficante entre las clases medias y en los medios políticos no es la misma que se vive en los estratos más bajos de la sociedad, en el imaginario colectivo más recóndito —riquísimo en fantasías— donde triunfa el mito y se disuelve en la historia oral que cuentan los ancianos del pueblo y los trovadores. Cineastas, narradores y compositores de corridos han recreado el mito del narcotráfico. Víctor Hugo Rascón nos ha permitido apreciar en una obra de teatro, Contrabando, cuáles han sido los efectos de la cultura de la droga en una comunidad de la Sierra Tarahumara. Élmer Mendoza, nacido en Culiacán en 1949, en Cada respiro que tomas ha conseguido relatar en español sinaloense cómo se ha configurado la percepción que desde abajo del poder han tenido las clases subalternas.
“El mito del narco tiende a ser una esencia del modo de ser del sinaloense y de los referentes que tiene, de lo que puede llegar a ser en esta vida: alguien poderoso y muy rico. Todo el mundo inventa cosas de los narcos, fantasías y rumores: le ocurrió eso, le pasó aquello, ayudó a Fulano, salvó a la niña, defendió a la señora”, dice Élmer Mendoza. Existe la idea de que el narcotraficante –norteño de origen rural, en la mayoría de los casos— le da trabajo a la gente, la sacan de apuros. Como decía una señora: “Pero cómo no va haber crisis, si no dejan trabajar a los narcos.”
De los cuentos del narrador culiacanense puede deducirse un universo en el que el narco es un orgullo para los de Sinaloa. Los jóvenes de Mocorito, Guasave, Caborca, Tubutama, El Sáric, Pitiquito, El Altar, El Sásabe, San Luis Río Colorado, Huatabampo y Los Mochis, reproducen su modo de vestir, sus camisas a cuadros, de broches, su pantalón de tapas, su gusto por las botas y las pickups, las esclavas, los anillos y los collares. Cuando un prófugo célebre se codea con el gobernador o el jefe de la zona militar y el comandante de la policía judicial federal, no despierta sino admiración: “Vean: el control que tiene, eso es poder. Hoy que saber invertir, en relaciones, en amistades.”
Como recurso y expresión populares, el habla del narcotraficante —su caló, su jerga, su código— traduce sus percepciones más íntimas. El lenguaje cifrado es su fuerza, su presencia, su influencia, su sistema de señales: su estilo. Se refiere al “chaca” (el jefe, a la manera del Chaca Azul africano de una serie televisiva), al “perico” (la coca), a los “cuernos de chivo” (las armas largas), dicen “pasado” por “drogado”, y remiten al habla corriente un verbo como “mocharse”, que significa tomarse una comisión de un dinero, compartir, repartir, salpicar.
El narco es como el caballero andante: un ser repudiable, el héroe que se realiza a sí mismo, el que posee enormes cantidades de dólares colombianos y que los ha obtenido no menos ilícitamente que los políticos en el poder, el llanero solitario, el representante de la raza, de este sector del pueblo cuyas aspiraciones son vivir al día, divertirse, burlarse de la justicia, andar en el cotorreo y en parrandas con tambora de tres días. Hay una especie de resguardo natural —como en los pueblos de Sicilia donde no se confía en la administración de la justicia formal— en contra del Estado y sus representantes. Es normal que el distribuidor de alguna droga en un cierto barrio, o en determinado pueblo, sea protegido por los mismos habitantes, incluso por quienes pudieran estar en desacuerdo con su actividad. Y no por temor o por no meterse en líos, sino por el espíritu de protección que priva en la comunidad. A ese mismo personaje se le pueden acercar a pedirle ayuda.
Cuando detuvieron a Caro Quintero era normal que todo mundo hablara muy bien de él. Su maestra de primaria: “Yo fui la maestra de Rafael en tercer año de primaria. Era un alumno muy brillante.” El personaje del narco representa para ellos el triunfo social, la consecución de un status conveniente. Si los poderosos tradicionales, los ricos y los funcionarios públicos, tienen lana y tierras porque las heredaron o se apropiaron de ellas, los narcos han hecho su capital arriesgando la vida. Ése es el razonamiento. No creen mucho en las leyes porque tienen un acuerdo con las policías (se puede comprar desde un agente, un comandante, hasta un procurador y un secretario de Estado).
En la preparatoria los alumnos dicen que no reditúa el estudio, que hay que ver el éxito de los chacas. No hay un terror por caer preso. Se considera como un accidente de trabajo. Se sabe quién anda en el negocio. Se sabe que los narcos existen, que la gente tiene trabajo, que tienen gestos de generosidad, pero no se les localiza ni se les delata. De pronto llegan a un restaurante y pagan la cuenta de todos los comensales o hacen obsequios muy impresionantes a glorias deportivas, porque los admiran o les dieron a ganar una apuesta. Tampoco son desprendidos con cualquiera, a su gente la tratan muy bien. Toda la crueldad que ejercen contra los enemigos se vuelve atención y ternura respecto de su propia gente. Lo que pidan, lo que quieran, los ayudan. Tienen que mantener la solidaridad, es decir, cuando alguien se quiere independizar entra en problemas. Es la estructura normal. Sólo se puede independizar cuando el de arriba cae. Siempre hay esa pugna. Siempre está el chaca. Mientras el capo es le grande, el intocable, el chaca manda a un nivel más bajo. Capos hay muy pocos, son los grandes jefes de los cárteles y más difíciles de tratar.
Es una estructura extraña la suya, muy vertical, a la manera siciliana: de protección, de respeto, de honor, de palabra. Se les puede pedir un favor, por ejemplo que un pistolero no moleste a una familia, hasta el financiamiento para iniciar un negocio legal. La verticalidad sigue rigiendo y las reglas de honor del pasado se han desvanecido con el tiempo. Ya no se puede dar el mano a mano entre las pandillas, todos contra todos, ni se establecen condiciones: no golpear no patear en el suelo, por ejemplo, todo ese código de honor. Ahora no. Un chico de 18 años no usa sólo las manos, puede muy bien traer un revólver. Lo que sí sobrevive, al menos entre los viejos, es ese sentido de la protección mutua. Si van a acribillar a los pasajeros de una camioneta, primero bajan a los niños. Matan a los adultos, pero no a los niños. Si va a realizarse una balacera colectiva en ciertas calles, avisan antes a los parroquianos. Hay esa conciencia de la protección, esa costumbre aún pervive en el Noreste.
Dicen los narcos de Sinaloa que ellos son los más derechos. A muchos se les prefiere y contrata por los cárteles de otros países porque hay la garantía de que van a llevar al negocio a buen término, sin traicionar al que los contrató y sin robarse el dinero. Hay un código tácito que marca ese comportamiento. “Todavía tenemos honor. Nos comisionan para algo y lo sacamos. No nos vendemos. No traicionamos.” Hay un fenómeno muy curioso: tienen siempre la certeza de que todos sus problemas se resuelven, que la policía, los procuradores, los policías, los militares, los representantes del Estado, tienen un precio. Y que basta llegarles al precio. Todo mundo está metido en el ajo.
Muchos narcos empezaron siendo ladrones de automóviles o de pacas de algodón. Están convencidos de que los únicos dólares reales que circulan en este país son productos del narco. Todos los dólares huelen a tierra, dicen, porque a veces tienen que enterrarlos en el jardín.
Un señor de 35 años jamás fue detenido y a esa edad ya estaba retirado. “Uno tiene que saber hacer las cosas. Este negocio tiene un ritmo que con los años se conoce y hay que moverse a este ritmo. Es una cosa natural. Saber cuándo parar, cuándo avanzar. Los dos pasos atrás y el paso adelante.” Y se retiró sin ser fichado.
Si el mito es un habla, un modo de significación, como escribe Roland Barthes, o bien una forma de dar sentido a un mundo que no lo tiene, un punto de referencia que alimenta la identidad personal, como piensa Rollo May, ciertamente el narcotraficante mexicano ha conseguido a lo largo de los años insertarse con todos sus valores y sus gustos (su estilo de vida y su lenguaje) en el habla corriente de las clases menos afortunadas desde el punto de vista económico y cultural. Es un personaje que da significado a la existencia de muchos individuos, jóvenes y viejos.
Luis Astorga, en su Mitología del “narcotraficante” en México, dice que las nociones de “bueno” y de “malo”, de “normal” y de “anormal”, o la presunción criminológica del “carácter patológico del crimen”, operan en la práctica de la procuración de justicia formal como justificaciones oficiales tendientes a preservar —al menos teóricamente— el bien común por encima de los intereses particulares. El sociólogo culiacanense profundiza en las “creaciones sociales” o en las producciones conceptuales que, de signo contrario, se dan tanto en las clases dominantes como en las subalternas. Lo que para unas es moralmente negativo para otras es normal y no supone una consecuencia perjudicial para nadie. Desde la óptica de los compositores de corridos, apunta Astorga, se proyecta el mundo y el mito de los traficantes: los corridos como una especie de retraducción oral de los visible (autos, armas, vestimenta, gestos) y sus “tímidas referencias elípticas y eufemísticas”.
Si la versión gubernamental está forjada por policías, abogados, políticos, académicos o periodistas, la otra cara de la historia está dada por los compositores de corridos —Fiden Astor, Paulino Vargas, Ángel González, Reinaldo Martínez, Carlos Meli— que reflejan tanto el mundo de valores de los delincuentes como el de los policías, como si a través de una asimilación inconsciente ambos mundos fueran uno y el mismo. De los corridos se deduce una lírica pero también una épica: el relato de las gestas, las hazañas de quienes sobreviven a salto de mata fuera de la ley. “Son una especie de memoria histórica y códigos de orientación ética para quiénes se dedican a esta actividad... narran sus epopeyas y las luchas entre los héroes y los villanos, categorías que no corresponden a las de las versiones gubernamentales”, dice Luis Astorga.
El tipo de mercado al que los compositores se dirigen, y con el que se identifican, les hace reproducir en canciones lo que los propios traficantes (formados en el mismo universo social) escribirían probablemente de ellos mismos. “El compositor es un verdadero creador de mitos constitutivos de su visión del mundo, su filosofía, su odisea social, su forma de vida, de la transmutación del estigma en emblema.”
La anécdota típica que suele aparecer en los corridos tiene que ver con la historia íntima del narcotráfico, al margen de cualquier consideración moral o política, como en las mejores novelas policiacas. Los trovadores asumen el punto de vista del criminal, están de su lado y se expresan desde la voz de las clases que no tienen acceso a la prensa ni a la televisión ni a la radio —en muchas regiones se prohibe su radiodifusión— ni, por supuesto, a los oídos de los gobernantes.
Una épica de la droga, pues, es lo que por lo menos desde 1971 han venido componiendo Los Alegres de Terán y Ramón Ayala en la zona de Tamaulipas, y Los Tigres del Norte y Chalino Sánchez en el Noreste, de Culiacán a Ciudad Obregón a Hermosillo a Caborca a Mexicali a Tijuana pasando por El Altar y Sonoita.
“Ciertamente algunos corridos exaltan a los narcotraficantes”, cuenta el periodista chihuahuense Alejandro Gutiérrez, “y existen informes de que muchas veces los delincuentes mandan hacer sus canciones para quedar registrados en la historia como héroes”. Muchas de estas composiciones, como “El temible cuerno de chivo”, “Rafael Caro Quintero”, “Entre yerba, polvo y plomo”, “Contrabando y traición”, “La banda del carro rojo”, “El rey de la morfina”, presentan no pocos ni disimulados rasgos laudatorios de su actividad, y hay otros, como “La pizca de la manzana”, que incluso exaltan la labor policiaca o son meros registros históricos.
“Aquí todos los días se venden por montones, y es que esos corridos se bailan requetesuave”, confiesa Yolanda Arbizu, dependienta en Chihuahua de una disquera al mayoreo.
Todo el cuerpo de México —y no sólo el confín— es una frontera de la droga entre Estados Unidos y Colombia, entre la cultura latina y la anglosajona. México es frontera: entre la ética protestante y la ética católica. México: país frontera. Buena parte de las historias suceden entre Sinaloa, Sonora y Arizona; entre ciudades de Chihuahua y California, en ambos lados de la frontera entre Tamaulipas y Texas e incluso en Chicago, en Cali o Medellín, o en la sierra Madre Occidental, entre Sonora, Chihuahua, Durango y Sinaloa. Hay una canción, “R— Uno”, alusiva al famoso sembradío de Búfalo, Chihuahua, y a Rafael Caro Quintero.
Otros personajes, como Arnulfo González, Ramiro Sierra y Valentín Félix, comparecen asimismo en tragedias de abigeato y minería. En “El Espinazo del Diablo” el pleito es justamente por una mina de uranio. A los pilotos aviadores —como Manuel Atilano Escandón, que estrelló su avión contra la sierra de Badiraguato junto con los soldados que los custodiaban en vuelo y lo habían torturado— también se les da su crédito en estas historias de gesta. En “El avión de la muerte”, de Los Tigres de Norte, por ejemplo. Es el caso asimismo de “El zorro de Ojinaga”, al que se quiso derribar cuando sobrevolaba en su Cessna el cielo de Arizona.
No escasean, por lo demás, las letras dedicadas a traficantes o a policías: a Miguel Angel Félix Gallardo y Rafael Caro Quintero, a Florentino Ventura y Javier Coello Trejo, como protagonistas de un mismo teatro social. El corrido, le dijo a Astorga Jacobo Delavuelta, “entrega la nota informativa popular: es un estupendo noticiero que cuenta con la colaboración de un ejército de poetas anónimos que llevan, versificados, los relatos de los asuntos públicos”.
Se trata, pues, de una subcultura en el mundo del narcotraficante mexicano, con su propia legalidad ética y estética. Su conducta, registrada y celebrada en los corridos, es un desafío, pero también es una protesta: un disgusto cínico y no pocas veces alegre y relajiento, de risotada loca, contra la sociedad mexicana y su gobierno que no excluye ni a los lavadólares ni a los asesinos. Una protesta social, efectivamente, como quiere Hobsbawm, pero despolitizada y sin discurso explícito.
Historias, al fin, que en los pueblos se conocen, en Álamos, El Sáric, Tecate, la Rumorosa, Etchojoa, Magdalena, Cucurpe, desde el chamaco que se va y no vuelve sino años más tarde en una lujosa cheyenne, con botas vaqueras de 500 dólares y muchos billetes verdes, hasta la anécdota del hijo de la vecina que está en una cárcel de Tucson.
El anecdotario abunda en historias que cuentan cómo se establecen las conexiones y se corre la aventura, cómo la ven, cómo la viven los mexicanos, que se mueren de la risa y se burlan de todo el mundo, de la policía, del gobierno, de los gringos, de la Border Patrol. La cárcel es un hotel de lujo. No hay vergüenza carcelaria. Se alimentan muy bien. Aprenden inglés y algún oficio. Se hacen zapateros, electricistas, carpinteros, mecánicos.
“Allá está el Cesarón Montoya en la Tuna, Arizona. Está muy contento. Ya fueron a verlo. Está muy gordo. Pidió tortillas de harina el cabrón, vaquetón. Está aprendiendo técnico en refrigeración”, dicen las viejas del pueblo, al que llegan todos los mensajes. Pasan por el pueblo, por la báscula social y no hay fijón: no hay discriminación, no hay desprecio, no hay marginación social como se margina a un ladrón o a una puta. No la hay cuando caen en una prisión mexicana, menos la hay si terminan en una prisión gabacha.
“Allá está el muchacho”, dicen la mamá o la tía o la hermana. “Ay, que bueno, voy a descansar unos meses. De perdida sé dónde está el cabrón”. Así dicen. “Ya no voy a andar con el Jesús en la boca, de que me lo vayan a matar un día en la zona. Qué bueno, qué bueno que está en el bote. Que allá esté quieto una temporada.” Y ya se queda la mamá muy tranquila.
En la sierra no son infrecuentes las historias de equívocos. Se sabe que en Chihuahua a unos cazadores la policía judicial federal los confundió con narcotraficantes y los culpó mediante el habitual recurso mexicano de la prefabricación. Pero por otra parte —dado que la paranoia es el pan nuestro de cada día en este negocio— hay también anécdotas de cazadores o turistas a quienes los narcos toman por todo lo contrario: los creen agentes de la judicial federal y deciden —en su infinito ver moros con tranchete— que los vacacionistas andan investigando algo y los matan.
Existencia en la que va la vida de por medio, “el tráfico de drogas para algunos es una elección, para otros una segunda naturaleza”. Para quiénes se arriesgan y tienen éxito jugando en ambos bandos —en el de los judiciales y en el de los contrabandistas— significa riqueza, poder e impunidad, pues cosechan las ventajas de los dos campos. La letra misma de los corridos “sirve para discernir una realidad portadora de nuevos sentidos y de una no menos novedosa producción simbólica”, concluye Astroga.
El bandido héroe de otras épocas ha sido desplazado por el traficante héroe, pero no del todo, pues la vía de su presentación mítica —el corrido norteño y la tambora sinaloense— muestra aún huellas de convivencia de ambas categorías de héroes, a veces asimiladas o indiferenciadas. Y si bien el mito se encuentra en el imaginario colectivo como algo latente, algo que está allí a la mano de los sueños, a fin de darle coherencia a un mundo absurdo e incomprensible como la vida misma, lo cierto es que en el habla y las conversaciones de la gente, en los chismes y la transmisión oral de noticias, es donde mejor se presentan esos patrones narrativos que dan significado a la existencia de cada quien —puesto que cada quien se inventa la película que le conviene, la versión de la realidad que más coincide con sus fantasías— y le dan un color a la aventura que, de cualquier modo, significa estar en este mundo.

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